Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

En este espacio tendrán cabida todos los relatos que nos inspire nuestra serie favorita. Fan-fics, relatos cortos e incluso poesía.
Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Sherezade » Sab Jun 02, 2012 10:09 am

Espero que no os importe que recupere este relato que, poco a poco, iré colgando aquí.
Algunas ya lo conocistéis en su momento (verano del 2009, tras la primera temporada), así que espero que no os importe que lo recupere y lo recopile aquí.

No me explayaré, sólo le daré las gracias por enésima vez a Moli. Tú me presentaste a Blasa, compartiste conmigo sabiduría, fuerza y muchísimas noches creativas mientras este relato se fraguaba. Sean Connery es tuyo :wink:

Imagen Aviso a navegantes, al ir colgando, me he dado cuenta de un detalle, una advertencia que no hice en su día y que a día de hoy añado a modo de clasificación por edades. Este relato no tiene un alto contenido sexual o violencia gratuita... pero haberlo haylo. De modo que, advertidos quedáis ;)
Última edición por Sherezade el Jue Jun 07, 2012 5:47 pm, editado 4 veces en total.

Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade

Mensajepor Sherezade » Sab Jun 02, 2012 10:12 am

Rayo de Luna…
o Encuentros en la noche
por Sherezade

Prólogo


La noche ha caído apenas unas horas atrás, como si de un negro manto se tratara y la población descansa tranquila, unos ignorantes, otros sabedores de la presencia de Águila Roja, velando por la villa y sus habitantes.
Desde su atalaya particular, el héroe vigila la villa.
En su última expedición, se ha enfrentado a un par de maleantes, y ha seguido a los guardias del comisario. No ha podido intervenir, ni averiguar más, pero sabe que algo se está llevando a cabo en los calabozos. Retirando el embozo y permitiendo que la brisa nocturna acaricie su rostro, el héroe alza el rostro hacia la luz de la luna.

Jamás han sido los hombres del comisario hombres dados a la justicia, más allá de aquella tiranía ejercida bajo el amparo de las leyes, la que provoca pobreza, hambruna y muerte, pero la actitud que han tenido los últimos días, preocupa a nuestro héroe.

Suspirando cansado y notando como las nubes espesas y oscuras cubren el cielo nocturno, el héroe se retira a su guarida…
Mientras tanto, bajo la luz de la luna, amparado en la clandestinidad que la noche le otorga, una sombra se mueve por las calles de la villa, portando un cestillo de mimbre, y se aproxima al hogar del maestro…

En la guarida, alumbrado por unas velas estratégicamente situadas, cuyos rojizos destellos chocan en la oscuridad sobre las armas dispuestas a lo largo y ancho de la estancia, otorgando, con el violento encuentro una harmonía lumínica, el postillón limpia las armas, mientras aguarda a su amo.
Una suave brisa, apaga una vela y el hombre voltea nervioso.

- ¡Amo!- grita sorprendido- ¡¡Le voy a poner un cencerro!! – Bostezando, el hombre continúa con su afanosa encomienda- ¡Mañana mismo compro uno en el mercao!

- ¡Anda Satur!- Ríe el héroe- Vete a dormir…

- ¿Noche tranquila, señor?

- ¿Tú no te ibas?- comenta jocoso mientras se deshace del traje

- Si quiere me voy, no hace falta que me eche. Pero, necesitará ayuda…- ayudando a colocar los objetos en su sitio, el criado continua- Que si yo no le ayudo, usté es capaz de pasar una noche más sin dormir. ¡Y a ver qué excusa busco yo mañana para la señora y el niño!

- No hace falta excusas Satur- comenta Gonzalo, poniéndose en pie. Vestido ya únicamente con la camisa abierta los pantalones y las botas, sitúa las manos en los hombros de su criado y amigo, y lo guía a la salida- En cuanto bajemos, tú te vas a tu cuarto y yo me quedo en el mío a dormir.

- ¡Encima con recochineo! Si yo solo me preocupo por esta familia- se queja el postillón- Pero me quedo tranquilo si sé que va a dormir.

Llegando a la habitación del maestro, escuchan las primeras gotas de lluvia caer con fuerza contra los cristales y las paredes exteriores, mientras el viento azota los postigos de madera de las ventanas con un tétrico sonido.

Tras haberse despedido de Satur, y sentado sobre las blancas sábanas de su cama, Gonzalo lleva unos minutos pensando en las preguntas que sabe su hijo y Margarita habrán hecho y harán al criado, no atreviéndose a preguntarle a él directamente.

De repente, un ruido procedente del salón, atrae su atención.


Intrigado, Gonzalo abandona la habitación cauteloso y se aproxima al lugar del que procede el ruido. Esperando encontrarse con su hijo, a buen seguro desvelado por la tormenta, la imagen que le recibe le deja helado.

Allí, frente a él, vestida con camisón largo y empapada, iluminada por el rojizo reflejo de de las llamas rojas y azules que chisporrotean a lo largo del tronco que arde en el hogar, Margarita trajina con una prenda de ropa.
Su sombra se proyecta sobre la pared temblando, temblando del mismo modo que lo hace su piel, perturbada por una apenas perceptible corriente de aire.

Viendo la reacción de la joven al frio, en sus húmedos brazos, el maestro se acerca y la cubre con el mantón que descansa en el respaldo de una silla.

- Vas a coger frio- susurra.

- ¡Gonzalo!- grita asustada la joven- me has asustado- comenta con una avergonzada sonrisa

- Perdona.- Dando un paso hacia atrás, el joven se aleja de Margarita- Deberías cubrirte, hace frio.

- Gracias.- comenta ella con una pequeña sonrisa- Había lavado los pantalones de Alonso ¡vaya día para hacerlo!- suspira cansada, mientras acomoda los pantalones sobre el respaldo de la silla próxima al fuego- He salido corriendo al patio en cuanto ha empezado a llover…

El maestro, con una media sonrisa dibujada en los labios, acomoda el mantón de lana sobre los hombros de Margarita, obligándola a sostenerlo firmemente contra su pecho.

- Estás empapada- susurra él, apartando con suavidad un pesado y húmedo rizo pegado a la mejilla de Margarita. Ella, cierra los ojos ante la caricia y le sonríe.

Mirándose a los ojos, se aproximan el uno al otro, cada vez más, hasta que sus respiraciones se confunden y entrelazan en el frio aire nocturno… Sin embargo, un trueno interrumpe el silencio de la sala, y ellos se separan avergonzados. Dando las buenas noches, y sin mirarse, más que cuando el otro no mira, cada uno se aleja a su habitación.

Cuando Gonzalo está próximo a la suya, un ruido procedente del otro lado de la puerta de la calle, llama su atención…





Última edición por Sherezade el Sab Jun 02, 2012 10:34 am, editado 1 vez en total.

Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade

Mensajepor Sherezade » Sab Jun 02, 2012 10:20 am


1- Encargos a media noche

El crujido de la madera al abrirse, en el silencio de la noche, es ahogado por las gotas de lluvia estallando contra el polvo y la tierra de la calle.
El viento ulula tenebroso.

Bajo el pequeño porche que ofrece la escalera que da acceso a casa del maestro, un cesto de mimbre descansa frente a la puerta. Se trata de una cesta de tamaño medio, en el interior de la cual, a pesar de la oscuridad Gonzalo parece percibir un bulto semejante a un hatillo de telas. Sin embargo, el hatillo emite un sonido. Un quejido suave y casi imperceptible parecido al maullido de un gato. Extrañado, se agacha a comprobar el ruido, mientras mira a su alrededor buscando la procedencia de la cesta o cualquier posible amenaza.



De entre las sombras, una figura alta, fornida, con capa y sombrero observa la escena.
Se trata de Miguel Almansa, un soldado de su majestad el rey, conocido del maestro y su antiguo ‘instructor’, Don Agustín.

- Buenas noches, Montalvo.- Saluda sin abandonar las sombras

- ¿Miguel?- El maestro trata de buscar con la mirada, entre las sombras de las que procede la voz, la figura de su amigo- ¿Qué es esto?- De entre las telas del hatillo, un movimiento atrae la atención del maestro. Se trata de algo diminuto, pequeño y móvil… que busca una salida por entre las telas. Con cautela, Gonzalo aparta los trapos y concede libertad de movimientos a esa pequeña sombra, pues no es más que una sombra al abrigo de la noche, haciendo que sus quejidos suenen más fuertes.

- Agustín me pidió que la trajera aquí.

- ¿Qué significa esto?- pregunta Gonzalo extrañado, al observar lo que ocultaba el hatillo

- La explicación más simple es la más probable

- Más no necesariamente la verdadera, Miguel- Replica cansado el maestro al soldado.

- Agustín vino a verme hace unas horas- comenta distraído el soldado al acercarse al maestro- Me pidió que la trajera aquí.-Ambos hombres miran el cesto con preocupación- ¿Podrás hacerte cargo unos días?

- ¿A qué se debe esta petición?

-No es la primera vez que Agustín…- Deteniéndose a tiempo, el soldado Almansa se mesa la barba- Gonzalo, no preguntes amigo.- Pide en un susurro Miguel-Ayúdale, ayúdanos, y la Hermandad estará en deuda contigo.

- No tengo intención de contraer ninguna deuda. ¡Quiero la verdad! – exige el joven con un tizne de amenaza en la voz.

- Lo consultaré…

Un nuevo sonido procedente del cesto, distrae al maestro, y cuando alza nuevamente la vista al lugar en el que se encontraba minutos antes Miguel de Almansa, halla únicamente oscuridad.



La luz relampagueante de los truenos, iluminan a ráfagas la pequeña habitación parcamente decorada.

En su interior, el aire es húmedo y grasiento, rancio. Olor a habitación cerrada, y humanidad.
A pesar de que el inquilino, no ha cerrado la puerta sino apenas unos minutos atrás, el único sonido en la habitación es áspero, tosco, desagradable, intermitente…

Cerrando la puerta tras él, vigilando de no hacer ruido para no llamar la atención, portando en sus manos el cestillo, Gonzalo se aproxima a la cama, de la que, entre sábanas revueltas procede el sonido.


Tendido con los brazos extendidos a ambos lados y las manos cayendo en sendos lados de la cama liberadas de la tensión muscular y la presión del despertar,
Satur duerme a pierna suelta.

-Satur- llama el maestro. Su respuesta no es más que un ronquido y un murmullo- Vamos Satur, ¡despierta!- ordena en un susurro cansado.


- Un rato más… que el aguilucho no tiene que salir…


- ¡SATUR!


- Ya voy, amo, ¡ya voy!- De un salto, el criado se incorpora y se sienta en la cama pasando las manos por sus ojos en un intento por apartar el sueño.- Que prisa se trae… - desperezándose mientras bosteza sonoramente, mira a su amo - ¿Usted no estaba hablando con la señora? Con lo que nos cuesta en esta casa hablar, al menos podría haberse quedao’ con ella, hombre!- comenta tratando de mantener los ojos abiertos, mientras observa al maestro - ¿Qué lleva ahí?


- Algo de lo que necesito que te hagas cargo- Comenta el maestro una vez ha dejado el cestillo con cautela a los pies de la cama- Hasta que yo vuelva, no quiero que salga de la habitación, ¿entendido?


Asomándose al cesto, el criado se despierta de golpe saltando de la cama


- ¡AMO! No me deje solo...- pide viendo a Gonzalo abandonar la habitación- ¡Venga amo! Que usté ya tiene experiencia!


- Yo tengo cosas que hacer. Asegúrate que esté bien.


- Pero, no estaría mejor en otro sitio? No sé… tal vez de donde haya salido. ¡Que salir ha tenido que salir de algún lao!- Señalando al cesto, tras mesarse la barba, el criado continua- Vamos que yo no hago preguntas. Pero si usté me da la dirección, yo lo llevo ¡Y santas pascuas! Sin preguntar. Aunque… ¡ya me podría haber dicho algo! Que aquí estaba yo pensando…


-Satur. Haz lo que te he dicho.- Comenta Gonzalo serio, justo antes de abandonar la habitación.


Dando un suspiro cansado y dejándose caer sobre el jergón,
Satur mira una vez más el interior del cesto, del cual nuevamente un suave sonido llama su atención

- ¿Y ahora que hago yo contigo?



Avatar de Usuario
Saga
Hace "buenas migas" con Sátur
Mensajes: 1482
Registrado: Dom Mar 27, 2011 8:54 pm
Sexo: Chica
Ubicación: AlcorMott City

Re: Rayo de Luna, por Sherezade

Mensajepor Saga » Sab Jun 02, 2012 12:55 pm

Shere cielo...No sé si puedo escribir aquí...Como aún no está completo.. Imagen Imagen Si no se puede yo borro el post, no te preocupes....Solo quería decir que MUCHAS GRACIAS por dejarnos este relato porque me gustó mucho....Un besito guapetona Imagen
Imagen

Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade

Mensajepor Sherezade » Dom Jun 03, 2012 10:55 am

Nada cielo, tú escribe dónde quieras o te venga en gana :wink: Esto lo iré colgando poco a poco, así que, cómo si estuvieras en tu casa jejejeje


Sin más, seguimos con



Rayo de luna



2- Luces y sombras



La lluvia cae incesante, creando a su paso, cortinas de agua que chocan violentas contra el suelo del camino, convirtiendo lo que antaño fueron charcos, en lodazales.
Por ellos, sin apenas percatarse o como si no les importasen lo más mínimo las inclemencia del tiempo, dos hombres marchan con pasos firmes. Ataviados con negras vestiduras, coronadas con sendas roperas y sombreros de ala ancha, marcan el paso, más que caminan por los oscuros caminos próximos al monasterio.

Sus pasos, a pesar de llevarse a cabo bajo el manto de la noche y el amparo de la lluvia, son vigilados por una figura, que a lomos de un blanco cordel, ha observado a los dos hombres salir por una puerta trasera, la puerta de las cilla, la que en más de una ocasión, él mismo ha empleado junto con la de las cocinas, cuando ha entrado sin pasar por la portería.

Águila Roja, observa desde las sombras que le ofrece un viejo y espeso algarrobo como los dos hombres se alejan hacia sus monturas y charlan entre ellos. Debido a la distancia y la lluvia, no alcanza a oír su conversación, sin embargo, hay algo que le inquieta.

Hace días que observa como los hombres del comisario cierran el círculo en torno a ciertas personas, ha sentido, más que visto, como familias enteras desaparecían de sus hogares… los rumores hablan de nuevos inquilinos en las mazmorras de Hernán, sin embargo nada ha podido sacar en claro. Y ahora… ahora mira inquieto y preocupado el desarrollo de los acontecimientos.

Sabe que de alguna forma, el paquete que Almansa dejara frente a su puerta, está relacionado con esta visita nocturna de los hombres del comisario al monasterio. Sabe, y teme, que el nexo común, sea Agustín.
Algo oscuro debían estar llevando a cabo, si las negras figuras han abandonado el santo lugar, por la puerta de atrás… a buen seguro algo que no debe ser vox populi. Algo, tal vez, relacionado con la Logia. Y de ser así… Gonzalo se tensa bajo los ropajes del héroe. Teme por la vida de su mentor, su amigo.
Observando las sombras en la lejanía de los dos soldados tomando rumbo al horizonte, el héroe desmonta su caballo y se aproxima a la entrada que tantas veces ha usado, la que le llevará a la galería de lectura, desde la que acceder a la entrada, cuyos angostos pasillos desembocan en el claustro próximo a la celda de Agustín.




En la cocina, el fuego continúa con su incesante chisporroteo, su danza rojiza en el hogar.
Frente a él, una silla con un trozo de tela aguarda y recibe el calor, dejada a su suerte a la espera de evaporar la humedad de la misma.
Un poco más lejos, en los estantes, el criado trajina cestos, jarras y enseres de cocina, en busca de algo que solo él sabe, produciendo una sinfonía de ruidos, que acompañan a la del fuego.

Tan entretenido está en su búsqueda, que no se percata de una puerta que se abre a sus espaldas. La madera apenas roza el suelo, las silenciosas bisagras no delatan tampoco su apertura… y por el pequeño resquicio que hoja y marco ofrecen, primero una mano menuda y suave se asoma para ser seguida de un pequeño pie descalzo se desliza silencioso por el frio suelo de arcilla y yeso.

Uno tras otro, dejando ver una pierna desnuda, pequeños y silenciosos pasos alejan a la persona de la puerta. Como si en su camino hubiese chocado con un invisible muro, los pasos se detienen de golpe, haciendo bailar la tela del blanco camisón y los suaves cabellos, al percatarse de que quien se mueve en la cocina, no es quien busca.

- ¿Satur?- pregunta una voz extrañada.

- ¡Señora!- exclama asustado el criado, que torpemente trata de evitar que lo que lleva en las manos caiga al suelo- ¿Qué hace usté levantá a estas horas?- un trueno retumba en la habitación haciendo temblar las contraventanas- ¡y con la que está cayendo!

- Yo… - viendo los pantalones de Alonso todavía sobre la silla, se acerca a ellos- había salido a comprobar que los pantalones de Alonso no se quemasen…

- Ya- responde con una mal disimulada y pícara sonrisa Satur

- Me ha parecido oír la puerta hace unos minutos

- Si.. esto…- Satur respira y regresa su atención a los estantes- Yo no he oído nada, sería un trueno señora.- Viendo por el rabillo del ojo la cara decepcionada de Margarita y como su vista se va hacia la habitación del maestro, temiendo que si permanece en la sala, pueda descubrir el paquete que su señor ha dejado a su cargo, decide probar con otra cosa- Aunque… pudo haber sido el amo. Tenía cosas que hacer…

- ¿A estas horas?- pregunta extrañada Margarita

- Cosas de mujeres, ya sabe…

Margarita, palidece un instante para recuperar una expresión seria y decidida. Trajina unos instantes con el pantalón del niño, y dando las buenas noches a Satur regresa a su habitación, preguntándose a sí misma porqué ha salido a la sala en un primer momento.

Mientras tanto, Satur suspira cansado, mirando al cielo y entra en s habitación apesadumbrado.

Allí, se encuentra con unos ojos que desde la cama, lo miran intrigados, curiosos y con lo que a él se le antoja reproche

- ¿Qué?- pregunta- ¡No le he mentido!- replica acercándose a la cama- Al menos, no del todo. No sé a qué ha salido el amo, pero creo que algo tiene que ver contigo- le comenta a su interlocutor- ¡y mujer eres! Así que…- los ojos redondos y azules le siguen atentos, silenciosos… y Satur suspira- ¿Qué querías que hiciese? ¿Contarle a la señora que el aguilucho ha alzado el vuelo esta noche?- cansado deja caer sus manos sobre los muslos mientras deja que el peso del mundo descanse sobre sus hombros encorvándose- Dime, que le habrías dicho tú a tu tía… tu madre… tu futura madre…- resopla contrariado y se mesa la barba- Bueno, en realidad, hasta donde yo sé, podría ser tu cuñada! O tu hermana… aunque la verdad- comenta a su interlocutora- no he oído yo mentar a más padres que los de Alonsillo. Al menos, vivos- Frente a él, tendida sobre una suave manta de fina lana blanca, el rollizo y pequeño bebé observa atentamente todos los movimientos de Satur, escucha atentamente todas sus palabras… y frunce el rostro en una expresión disgustada- ¡¡No me mires así, que yo no tengo la culpa!!




Los fríos y silenciosos pasillos del monasterio no son nada nuevo para el héroe. Ha vagado por ellos incontables veces, tanto a plena luz del día, como en las noches más oscuras, bajo el sol más abrasador, o bajo la fría nieve… sin embargo, esta noche esos pasillos tienen algo que jamás antes ha percibido.

No es el frio de la piedra, ni el olor a humedad mezclado con el de los cipreses y los naranjos del
claustro, rodeado de sus arcadas lo que recibe al héroe al salir a la panda este, sino un olor que le es más familiar. Un olor agridulce, espeso, empalagoso. El olor que en todo muchacho provoca vómitos o nauseas al percibir por vez primera… el olor que diferencia a un muchacho, de un soldado. El olor a muerte.

Desenvainando su catana, el héroe camina presuroso por la galería del claustro, ajeno a la lluvia caer contra los caminos del jardín, o chocar con violencia y rabia contra las piedras del poco o las arcadas… sus pasos, rápidos y silenciosos, le dirigen hasta las escaleras de la galería superior, la que le llevará a las celdas de los monjes, pasando por el silencioso y cerrado refectorio, y la abandonada biblioteca, donde a cualquier hora, era posible hallar a algún monje trabajando o deleitándose con la lectura…
En la galería superior, el mismo silencio le recibe, sin embargo, el olor es más espeso… más marcado. Tomando aire y ejercitando la muñeca, realiza unos rápidos movimientos con la catana, antes de adentrarse en la galería, cortando el aire, el silencio con el acero.

Un trueno precede sus pasos, un rayo, ilumina su camino… y con él, una sombra enjuta y silenciosa que parece haber caído justo en el centro de lo que parecía un mar de luz, entre las sombras de las arcadas.


Cauteloso, Águila Roja se aproxima, sosteniendo con fuerzas la catana. Cuanto más se aproxima, mejor percibe los detalles de la sombra.

Lleva una túnica de recia lana, y el cordón, en las sombras asemeja una serpiente nadando en un brillante charco oscuro. No necesita aproximarse más, para saber que el charco, no es otra cosa que sangre…




La luz de la luna, perpetua compañera de los insomnes, apenas se deja ver esta noche.
Sentada en la cama, abrazando sus rodillas, con los rayos como única e intermitente iluminación, Margarita aprieta entre los dedos un pequeño colgante de barro. Una flor de lis, que antaño regalara a su salvador, a un muchachillo con el que forjó una amistad, del que se enamoró… del que el destino y las emociones, un día la separasen.

Por un instante, esta noche ha creído haberle encontrado una vez más, en los ojos, en la sonrisa… en las manos de su cuñado. Pero solo ha sido una ilusión. Un rayo de luna que en las sombras ha iluminado un recuerdo, una quimera… un fantasma de la imaginación.

La habitación se ve súbitamente iluminada en su totalidad, hasta los más minúsculos rincones, por un rayo, mientras en sus mejillas, brillantes, gruesas y plateadas lágrimas danzan lentamente, hasta perderse en su cuello… un trueno resuena en la villa, haciendo temblar no solo a sus gentes, sino a los muros. Como si un enorme arcabuz hubiera sido disparado entre las silenciosas calles…

Sin embargo, tras ese ruido, no regresa el silencio. La joven se incorpora en la cama, enjugándose las lágrimas extrañada. Le ha parecido oír un quejido, un lamento tal vez… o puede que un animalillo. El ruido se repite, y por un momento, el recuerdo de Alonso con las mejillas arreboladas por la fiebre, se dibuja en su mente.


Alzándose rápido y sin apenas ponerse el chal sobre los hombros abandona la habitación para dirigirse al salón. Allí encuentra a Satur dando vueltas, en una extraña marcha de pies deslizantes, saltos nerviosos y balanceos imposibles, con un hatillo en sus brazos, mientras susurra, murmura incoherencias.

- ¿Satur?- pregunta extrañada Margarita – ¿Va todo bien?

- ¡Señora! ¿Otra vez usted?

- ¿Cómo dices?- pregunta risueña Margarita- No te preocupes, voy a ver a Alonso y puedes seguir danzando…- comenta ahogando una risa mientras se dirige silenciosa a la habitación de su sobrino.


Abrazado a sus sábanas con una mano, mientras la otra cae fuera del jergón, Alonso duerme plácidamente, respirando calmado, con una pequeña sonrisa dibujada en los labios, producto de la tranquilidad, de la infancia feliz o de algún dulce e inocente sueño.

Con infinita ternura, Margarita arropa al niño, sitúa la mano que abandonada por su propio peso, casi toca el suelo, bajo las mantas y retira el cabello de su frente antes de besarla con ternura.

Y mientras Margarita se pierde en la visión de tranquilidad y sosiego que ofrece la inocente visión de Alonso en los brazos de Morfeo, escucha a lo lejos la voz de Satur. Susurros que no alcanza a oír, pero que son otra seña de identidad más de la casa.

- ¡No me llores! – Susurra Satur a la niña, que en sus brazos, envuelta en la mantita de lana, parecía tranquila- Anda! Por el tito Satur, o el amo me corta las…- abriendo los ojos sorprendido, se muerde el labio y trata una vez más de llegar a un acuerdo con la pequeña- ¿Hambre? Si tienes hambre tú dímelo y yo te busco un mendrugo de pan y un poquito de vino. ¡No!- se contesta a sí mismo mientras trata, sin soltar a la niña, de servir una copa de vino- Claro que vino no. Qué cosas tengo, ¿verdad?- suspirando y reanudando su marcha por la sala, prosigue si parlamento- Sabes, yo tengo un hijo pero ya está crecido… nunca he tenido un crio tan pequeño conmigo. ¡Y menos una palomita! Debería llevarte a ver a su madre. La de mi hijo, digo. Mi Estuarda tiene experiencia en esto de la crianza y sabrá qué hacer contigo…- Encaminando sus pasos hacia la salida, se detiene en seco- ¡Pero no te puedo llevar allí!- La niña frunce el ceño y sus pequeños y sonrosados labios inician un temblor que se extiende a su pequeño mentón… el preludio de una llantina, que Satur trata de aplacar- ¡No! No, no, no… no me llores mujer!- suplica abrazando a la niña contra su pecho, en un abrazo- ¡Si eres lo más bonito! A ti te llevo a cualquier parte. Tú solo dime a donde quieres ir, y el tito Satur te lleva… ¡Pero no me llores!- suplica una vez más con voz temblorosa- El lupanar no es sitio pa’ una dama. Y me da igual como te pongas!- le dice serio, atrayendo la atención de la pequeña- ¡Nunca, me oyes, nunca vas a pisar tú uno de esos sitios!

- Satur… ¿con quién hablas?

Palideciendo, Satur se detiene, y abraza a la pequeña más fuerte contra su pecho

- Nada… yo… pensaba en voz alta señora.

La niña, gimotea cansada, emitiendo su queja a la noche y a quien quiera oírla.

- ¿Qué ha sido eso, Satur?

- Mm… ¿Un animalillo?- El llanto de la niña, cada vez es más audible, y Satur trata de calmarla y silenciarlo apretándola contra su pecho

- ¿Qué llevas ahí?- pregunta extrañada Margarita

La niña se remueve, y Satur, asustado la aparta de su pecho y mira a Margarita preocupado

- ¡Que no puedo hacerlo! ¡Si ya he dicho yo, que para esto no sirvo!

- ¡Pero serás bruto!- Grita Margarita asustada al ver el rostro de la niña colorado, bien por el calor, el llanto o la falta de aire. - ¿De dónde ha salido?- pregunta al criado, arrancando al bebé de sus brazos, para abrazar a la pequeña contra su pecho y susurrarle cariñosas palabras entre arrumacos para calmarla.

-Es la hija de un amigo. A mí solo me han pedido que cuide de ella…

- Por eso tratabas de ahogarla… Porque yo no debía saber…- Margarita mira al bebé, y ve los ojos azules, la pequeña naricilla…

- Señora.- Se aproxima el criado preocupado ante la repentina palidez de la joven- ¿Está usté bien?

-¿Dónde está?- pregunta en un hilo de voz- Déjalo. Prefiero no saberlo.- Viendo como la cara de la niña vuelve a contorsionarse en un inicio de llanto, acaricia sus mejillas y pregunta- ¿La has cambiado?

- Es la ropa que traía… ¡oh! Habla usted de… mojaduras y regalos.

Margarita, con una ligera sonrisa, la primera que se dibuja en su rostro desde que la idea se ha deslizado por sus pensamientos, observa a la niña y ve como más tranquila, parece seguir con la mirada la voz de Saturno.

- ¿Y de comer?

- Cuando usté ha llegao, buscaba yo un mendrugo de pan que darle…

- ¡Satur! No seas bruto hombre- comenta Margarita con una sonrisa- Necesita leche.

- Pues a mí no me mire. Que yo de eso, solo cuando me las dan. Si no…- comenta el criado alzando los hombros- ¡ni olerla! Eso es para el Alonsillo o la palomita aquí presente, que tienen que crecer todavía… Si quiero voy a Cal Rana, a ver si hay leche…o una comadrona.

- ¡Anda! Coge a la niña, que menudo peligro tienes.


- ¿A dónde va usté?- pregunta al ver como Margarita entra en su habitación-¡No me deje! ¡Señora….!

-¡No grites Satur!- le recrimina ella desde el quicio de la puerta- Tú entretén a la niña, que parece que le gusta tu voz. Sobre todo,- indica al criado con un tono de voz que no admite réplica- que no despierte a Alonso. No sé cómo pretende…- Comenta Margarita en voz alta suspirando, mientras cierra la puerta.- ¡Casi prefiero no saber cómo piensa explicarse esta vez!- Una vez en su solitaria alcoba, toma con violencia la falda que sobre la silla aguardaba para ser vestida la siguiente mañana, y mientras la ciñe, murmura entre dientes- ¡La hija de un amigo!- Murmura enfadada mientras busca a oscuras el corpiño- Hace mucho que dejé de conocer a sus amigos- un rayo ilumina la habitación y la perlada y brillante lágrima que se desliza por su mejilla- O a él. No…- enjugándose la lágrima con violencia, acaba de acomodarse el corpiño y echando un último vistazo a la oscura habitación, toma el chal de lana con determinación.


Mientras tanto, en la sala, manteniendo su extraño baile con su pequeña y encantadora acompañante, Satur continua hablando con la ‘pequeña dama’.

- Sabes, tus ojos casi parecen verdes- comenta a la pequeña.- La niña, continúa embelesada con la atención recibida- así que yo hablo de ti, y tú callas. Ay, ¡Si os conoceré yo a las mujeres!- comenta Satur en tono orgulloso- Sabes, esos ojos tuyos, me recuerdan a una historia que oí yo por Toledo. Si..- comenta en tono de confidencia- aquí donde me ves, soy un tipo muy viajado. He recorrido los cinco puntos cardinales de las Españas. ¡Vaya! Si va a ser verdad que sabes escuchar...- su voz es tierna y dulce, mientras la pequeña no le aparta la vista de encima- déjame pues, que te cuente, porque hablaban de una fuente, pero la verdad…

Tan ensimismado está el criado, relatando su historia a su devota audiencia, que no escucha la puerta de la señora abrirse… ni sus pasos o su despedida… mucho menos, la puerta principal cerrarse certera y con un toque de finalidad, en la negra noche.

Continuará....
Última edición por Sherezade el Vie Jun 08, 2012 10:24 pm, editado 1 vez en total.

Aledis
Almidonadora de la capa y del embozo
Mensajes: 3513
Registrado: Jue Mar 31, 2011 8:56 pm
Ubicación: Mottrose Place

Re: Rayo de Luna, por Sherezade

Mensajepor Aledis » Dom Jun 03, 2012 5:15 pm

Que alegría que te animes a pelearte con el foro, para dejarnos todas tus joyas Imagen Genial!!
(no vuelvo a comentar, para que quede todo seguidito Imagen )

Avatar de Usuario
bgots
Vecino de los Montalvo
Mensajes: 581
Registrado: Sab Oct 15, 2011 11:39 am
Sexo: Chica
Ubicación: de paso por casa de Monseñor Adriá

Re: Rayo de Luna, por Sherezade

Mensajepor bgots » Dom Jun 03, 2012 5:21 pm

Shere, un lapsus para q sepas q te sigo.... y ahora puedes continuar....Muakssss
ImagenImagen

Avatar de Usuario
lunanueva
Welcome to San Felipe
Mensajes: 443
Registrado: Sab May 21, 2011 5:53 pm
Sexo: Chica

Re: Rayo de Luna, por Sherezade

Mensajepor lunanueva » Lun Jun 04, 2012 2:50 pm

Ainsssss, que gustazo volver a disfrutar de tu pluma Imagen Imagen

Ale, pues ya lo has conseguido, ya me tienes otra vez a tus pies Imagen
Imagen

Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade

Mensajepor Sherezade » Lun Jun 04, 2012 11:03 pm

El gustazo es mío, que si eso son 'joyas'... vosotras sois los tesoros. Pero mira que sois bonitas!! Imagen

Iba a continuar colgando los martes y jueves por la noche, pero cómo mañana no podré y la hora bruja me pierde... con nocturnidad y alevosía os dejo un capítulo más Imagen Al fin y al cabo, ya es martes ¿no?




3- Frio, como el acero


Sus pasos son cautelosos; sus movimientos suaves y meditados aunque rápidos… sus ojos, aunque enfocados en la figura tendida frente a él, se mantienen alerta ante cualquier imprevisto, cualquier posible amenaza. Manteniendo la respiración, se percata de lo plateado de los cabellos de la figura tendida en el charco de sangre, y un escalofrío recorre su espalda a tiempo que el aliento, se convierte en un pesado nudo en su garganta. Miedo. Miedo a reconocer el rostro de un amigo, un mentor… un padre, a las puertas de la muerte.
Sabe bien que no puede permitirse el lujo de sentir miedo. El miedo no es malo. Lo malo, le enseñaron una vez, es dejar que el miedo domine tu vida.

Afianzando su mano alrededor de la empuñadura de la Katana, se aproxima al cuerpo. El olor a sangre es cada vez más fuerte. Al agacharse junto al cuerpo, ve los ojos vidriosos, la piel grisácea y la expresión del terror congelada en el rostro del pobre monje que ha hallado la muerte en la galería superior del claustro por el que seguramente ha paseado cientos de veces sin temer nada más que a las inclemencias del tiempo… con un suave movimiento, cierra los ojos del fraile y agacha la cabeza un instante en una rápida oración.

Alzándose en un ágil movimiento y sin disminuir la presión con la que empuña la espada, dirige sus pasos a la que sabe es la celda de Agustín.

Habitualmente la luz del día no entra en la pequeña celda y la oscuridad, o las tinieblas al menos, son las compañeras de quien mora dicha habitación. Sin embargo, no recuerda una sola noche en que esas tinieblas no hubieran sido alejadas con la rojiza danza de una vela. Hasta esta misma noche.

La cama, un vago recuerdo de lo que ha sido, no es más que unos tablones de madera astillados. El jergón de lana que debía cubrirla descansa en el suelo, contra la pared, reproduciendo en la caída al soldado herido que halla la muerte contra un muro…
La mesa, siempre perfectamente recogida, es un trozo de madera, cubierto por papeles manchados de tinta…
Al acercarse, de todos ellos, apenas puede leer uno. Una epístola dirigida a Agustín, con una perfecta caligrafía. Del texto, únicamente algunos borrosos párrafos son visibles:


… creí ver una mirada que encendió algo en mi pecho. Tal vez no fuera más que un rayo …

No debí haber vuelto …

… Debo ser el juguete de un sueño, porque no la encuentro


Sus cabellos son como el oro, sus pestañas inquietas coronas que rodean pupilas imposibles de un verde maravilloso …


Dicen que hay quien pierde la razón por una mujer, otros pierden la vida… ambas por volver a verla. Pero ya es tarde.
De nada sirve que entregue mis posesiones terrenales, el amor de mi padre, o los besos de la mujer que me dio la vida. Me la han …
… Sé que harán lo mismo …

Es lo único que me queda. Mi joya más preciada. Sé que una vez cuidaste de su madre



Cuida de mi pequeña. Protégela y asegúrate que vive con la misma inocencia que una vez hiciera su madre. Que recibe el mismo cariño y cuidados que ella le habría brindado y la misma protección y devoción que de mí habría recibido.

… padre …



El resto del texto está cubierto por una mancha de tinta que le impide adivinar el resto del contenido o la firma. No puede saber si la mancha fue provocada, o bien es el resultado del violento registro. Solo tiene una cosa en claro.
La niña de la que habla la carta, es la misma que a estas horas debe estar durmiendo en su casa ajena a todo.
Un tenue sonido a sus espaldas, apenas perceptible entre el repiqueteo de las gotas de lluvia golpeando contra la piedra de los muros del convento, llaman la atención del héroe, que sin apenas moverse, empuña el acero con fuerza pero con suavidad, preparado para la estocada o el envite.- Han sido los hombres del comisario- Comenta una voz a sus espaldas

- ¡Emilio!- Voltea presto, percibiendo el miedo en la voz del joven postulante

- Debéis tener cuidado amigo mío- el joven no detiene su mirada en ningún punto de la habitación, asombrado con el destrozo.

- ¿Agustín?

- Lo ignoro- Comenta el joven con la preocupación en el rostro y la voz- Debía ver a mi hermano. Tenía una empresa que encomendarle...- respirando hondo un instante el joven mira a los ojos del héroe y prosigue con su explicación mientras los ojos se le encharcan de culpabilidad-Yo estaba en la biblioteca. Cuando llegué a la galería… - su voz se entrecorta, pero aprieta los puños, clava sus uñas en las palmas y trata de recuperar la compostura- Vi a dos hombres del comisario alejarse. Traté de seguirlos, pero había varios heridos.

- Lo sé.

- Habéis…- trata de tragar el nudo que se ha creado en su garganta- ¿sabéis vos algo de mi hermano? ¿Está bien?

- ¿Cuál de los dos?

- Él… ella…- responde atropelladamente el muchacho- ¡Ambos!

A lo lejos oyen una puerta que se cierra.

- Debéis partir de inmediato. Nadie puede ver aquí al Águila Roja. La Logia coletea, pero aún vive… - nervioso, el joven trata de convencer al águila- Partid cuanto antes. Y poned a salvo a los vuestros.

- ¿Qué quieres decir?- El ceño fruncido es la única inflexión que el héroe se permite al hacer la pregunta. El único reflejo de la duda y el miedo que anidan en su fuero interno.

- Partid. No lo dudéis.- Tirando del brazo del héroe hacia la puerta el joven Almansa trata de convencer al enmascarado de la necesidad de su pronta partida- A buen seguro ya contáis con un lugar donde cobijaros. Pero… si lo necesitáis, recordad la Villa de Almansa.

- El cerro del Águila- responde con certeza y una sonrisa en la mirada, la única parte de su rostro visible.

- Partid con Dios

- Espera. ¿Qué pasa con Agustín?

- Todos hicimos un juramento.

- No puedo…- replica preocupado el héroe.

- Vuestra familia,-responde mirando fijamente al enmascarado- es importante. Vuestra misión… seguid lo que os enseñó Agustín.- Viendo como aun y así, el espadachín titubea, decide darle la última pista que sabe le hará reaccionar- Vuestra familia, es la siguiente.


El héroe apenas duda un instante, las últimas palabras del postulante clavándose a fuego, hundiéndose en sus pensamientos como el frio acero en las carnes de un soldado. Y anegado por la rabia de creerse engañado, utilizado para los menesteres de aquellos junto a los que juró trabajar y luchar, se lanza en pos del muchacho en un rápido y ágil movimiento de piernas y brazos, ira y fuerza.

- ¡Dime la verdad!- clama pidiendo respuestas con el joven Emilio sujeto por la esclavina y a un palmo del suelo- ¿Corre peligro mi familia?- pregunta en un tono amenazante.

- Siempre- murmura el muchacho tratando de parecer grave

- No más juegos- amenaza el héroe

- La verdad es algo que ninguno podemos permitirnos. Es…- el muchacho tiembla, viendo la ira reflejada en los ojos de Águila Roja.

El héroe, sin soltar al muchacho da un violento golpe contra el jergón que ha mantenido hasta ahora su precaria posición contra la pared. El sonido, aun y habiendo sido amortiguado por la lana, hacen temblar al postulante.

- ¿Qué está ocurriendo aquí?- pregunta una atronadora voz desde la puerta

- Quiero saber la verdad- exige el enmascarado en un tono de voz suave pero que no admite discusión.

- ¿A qué te refieres?- pregunta cauteloso Miguel Almansa entrando en la celda y manteniendo una prudencial distancia de Águila Roja quien aún no ha soltado a su hermano.

- ¿Corre mi familia algún peligro?

- Eso no es novedad.

- Quienes han atacado el monasterio, ¿tienen motivos?

Miguel busca con la mirada los ojos de su hermano intrigado

- Hernán Mejías

- Los corchetes del comisario… ¿Ellos han atacado el monasterio?- extrañado y nervioso observa la celda con detenimiento - ¿Dónde está Agustín?

- No lo sabemos- replica el héroe. Tras unos minutos de silencio que parecen eternos para alguno de los tres hombres reunidos entre las cuatro paredes, el héroe retoma su intención- Responde, ¿corre peligro mi familia?

- No. Nadie lo sabe. Pero dime, ¿están en casa?- ante el asentimiento silencioso, el soldado mira con detenimiento los ojos, del héroe enmascarado y le insiste- Deberías ir con ellos, de todas formas.

- ¿Qué pasa con el fraile?

- Ambos sabemos que el comisario no hará nada. No sé que querían, pero ni a Mejías ni a sus cohortes les veremos investigando ninguna muerte en el monasterio.- Comenta seguro, aunque entre dientes, murmura: -Y tal vez, eso sea lo mejor.

- La niña...- el héroe no puede evitar pensar en la relación de los hechos que se han sucedido esta noche.

- Cuídala, por favor.

- ¿Qué relación tiene con Agustín?- insiste Aguila Roja

- Es la hija de un amigo. Solo os pido que cuidéis de ella. Estará sana y salva con vosotros. Tendrá todo lo que necesite, estoy seguro.

Con la certeza y sinceridad reflejadas en la voz de Miguel, el héroe sale de la celda, tras dejar marchar a Emilio.
Intuye que le han engañado, que algo le ocultan, pero no acaba de comprender sus motivaciones, y es por ello, por la duda que alimenta su pecho desde hace un tiempo, que le dedica una última mirada de advertencia al postulante antes de perderse en la espesura de la noche.

Mientras tanto, ambos hermanos se miran el uno al otro.

- Cuéntame que sabes.

- Hermano, no sé…

-Ahórratelo Emilio. ¿De qué le has advertido?

El muchacho, respira hondo y niega con la cabeza, negándose a hablar. Esa reticencia, provoca la rabia en Miguel, que golpea con ganas la superficie de la mesa, haciendo volar los papeles que sobre ella descansaban.

- Cada día entiendo más a ese pobre hombre. Yo también empiezo a no fiarme de ninguno de vosotros dos…




Agotado, Gonzalo entra en su habitación desde su guarida. Allí ha estado los últimos minutos dejando las armas, la capa y algunos de los enseres de su alter ego, por segunda vez esta noche.
Tiene las ropas empapas, pero poco le importa. Ahora mismo su turbación solo se verá subyugada si sabe que su familia descansa tranquila y ajena a todo. Durante el camino de vuelta a casa, con la única compañía del caballo, la tormenta y sus pensamientos, no ha hecho más que darle vueltas a las palabras de los hermanos Almansa, a la carta de Agustín… a ese ‘paquete’ que encontró en el fardo que le entregó Miguel… y en esa sensación que desde hace unos meses le persigue. La sensación de no conocer las reglas del juego…

Suspirando cansado, sale de su dormitorio con la intención de velar un instante los sueños de su hijo y de su cuñada. Sabe que tendría que relevar a Saturno de su carga, pero ahora mismo su prioridad son Margarita y Alonso. Es por eso, que se sorprende sobremanera al ver al criado, frente al fuego, con un pequeño atadijo en los brazos, mientras en susurros, narra una de sus desventuras.

- ¿Sátur?- llama- ¿qué haces ahí?

- Shhh…- recrimina el criado alzándose con el bebé envuelto en su mantilla, en los brazos- He conseguido que se duerma. Ahora no me la vaya usté a despertar.
Sonriendo, el maestro, se dirige a la habitación de su hijo.

Abriendo la puerta ligeramente se encuentra con la imagen de la inocencia y la tranquilidad. Su hijo, con una sonrisa de felicidad en el rostro, duerme bocabajo en una de las esquinas del jergón, con el brazo derecho extendido y el izquierdo, colgando fuera de la cama hasta conseguir que sus dedos rocen el suelo.
Sonriendo, se aproxima y con sumo cuidado, gira al niño, y lo arropa dejando sus manos bajo las mantas, insertando estas por debajo del jergón a fin de evitar que el niño se mueva y se destape una vez más. Sabe que solo hará su función un rato, pero él se queda más tranquilo habiendo asegurado, por un par de horas más, el calor y confort de su hijo.
Acariciando su frente, y sonriendo una última vez, sale de la habitación para continuar con su tradición nocturna.

Olvidando por completo a Satur, recordando los atropellados pensamientos que se han agolpado en su mente a causa de la advertencia del joven Almansa, se dirige al dormitorio de Margarita algo más calmado tras haber visto a Alonso.

Con mucha calma, abre la puerta apenas, y trata de ver, a través del fino resquicio si Margarita duerme… Pero la oscuridad es absoluta, y solo alcanza a ver ligeramente la cabecera de la cama.


Extrañado, pues esa es la misma distancia que abre todas las noches y todas las noches, la imagen que le recibe es la del rostro de Margarita sobre los cojines. En esta ocasión, sin embargo, ni tan siquiera el cabello. Apenas los blancos cojines, oscurecidos por las sombras de la noche, reciben su curiosa y preocupada mirada. Abriendo lentamente un poco más, se encuentra con una cama deshecha… las blancas sábanas revueltas y dejadas caer sobre el jergón, en un intento por evitar que el frio aire de la noche se adentre entre las sábanas... pero no hay más rastro de Margarita.

Abre un poco más, y ve que la silla donde habitualmente descansa la ropa que ella ha preparado para la mañana siguiente, está vacía, como lo está el rincón donde sus alpargatas quedan cada noche a la espera de la mañana.


Asustado y nervioso, deja caer su peso sobre la hoja de madera abriéndola totalmente y observando la silenciosa y vacía habitación.


- ¡Amo!- grita el criado a sus espaldas- ¿Se ha vuelto loco?


- ¿Dónde está Margarita?


Continuará...
Última edición por Sherezade el Vie Jun 08, 2012 10:34 pm, editado 1 vez en total.

Avatar de Usuario
Arya
Suple a Inés en la taberna de Cipri
Mensajes: 1534
Registrado: Dom Mar 27, 2011 8:52 pm
Sexo: Chica
Ubicación: Mottland

Re: Rayo de Luna, por Sherezade

Mensajepor Arya » Mar Jun 05, 2012 9:46 am

Shereeeeeee, ainsssssssss, me alegro de que hayas empezado a poner Rayo de Luna. Lo leí hace tiempo, y siempre es un gustazo hacerlo. Imagen
Imagen

Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade

Mensajepor Sherezade » Jue Jun 07, 2012 12:30 pm

Imagen


4- Y entonces, comprendí por qué…


La puerta principal se abre dejando entrar el sonido del viento, algo de lluvia y la empapada figura de Margarita Hernando.
La joven lleva la cabeza ligeramente cubierta con la mantilla de lana, que mantiene abrazada al pecho con una mano blanca y pálida por la presión ejercida sobre el paño para mantenerlo en su sitio. Al cerrar la puerta, la joven se voltea ligeramente para agradecer y dar las buenas noches a la sombra que, con un candil, la ha acompañado hasta la puerta en mitad de la tormenta.

- ¿Dónde estabas?- Clama la atronadora voz del maestro en la noche, como si de un trueno se tratara.


-¿Yo?- pregunta extrañada la joven. Por un instante ambos se miran a los ojos, en los de él, furia, rabia y algo que no acierta a discernir, en los de ella irritación y rabia.- Tiene gracia que me hagas tú esa pregunta- comenta la joven con desdén mientras deja caer sobre sus hombros la empapada toquilla y deposita sobre la mesa de la entrada, el jarro de barro con la leche recién ordeñada.


- Contéstame Margarita.- Le exige el maestro- No son horas para que andes por ahí con… - parece que le cuesta pronunciar las palabras, para algunos es una serpiente dispuesta a escupir veneno, para otros, no es más que el esfuerzo de tragar el miedo, el terror y la rabia para dejar pasar las palabras a través de su garganta- Cualquiera.


Margarita enfurecida le abofetea


- ¡No eres quién para pedir explicaciones!- responde con rabia y lágrimas en los ojos


- Vives bajo mi techo- responde él sujetando la muñeca de ella- en esta casa siempre hemos mantenido unos mínimos de decencia. Creí que había quedado claro.


-¿Decencia?- De un brusco movimiento, se deshace de la presión en su muñeca y se palmea el muslo irritada, haciendo saltar gotas de agua del pesado tejido, que parece haber embebido la tormenta- Esa sí que es buena. ¡No soy yo quien pasa las noches vete tú a saber dónde y vuelve vete a saber cuándo!- Irguiendo la espalda, la joven mira a los ojos del maestro con determinación- No me vengas con esas Gonzalo. Que no soy yo quien tiene una hija.- La rabia es lo único que mantiene su voz en un tono audible, el nudo de su garganta cada vez mayor-¿Cuándo eh? – Las lágrimas se agolpan en sus ojos y el color, más allá de las mejillas encarnadas por la rabia y el frio, parece haberla abandonado- Decencia…- murmura - ¿Esperaste al menos a que el cuerpo de mi hermana estuviera frío?- Gonzalo la mira petrificado.


- Margarita- el maestro se acerca a la joven y trata de evitar que se aleje.


- ¡Déjame, Gonzalo!- Margarita consigue zafarse.


Consiguiendo aferrar su brazo, como si de una paloma o un jilguero se tratase, la arrastra hasta su habitación, la más próxima, en un intento por evitar que Alonso les oiga discutir o que la pequeña se desvele y su llanto despierte a su hijo.


- Déjame que te explique Margarita…


-No hay nada que explicar- Dice ella cansada, tratando de liberar su brazo.- Se te llena la boca diciendo que soy mayor para tomar mis propias decisiones… supongo que también es válido para ti. Pero pensé…- La rabia y desesperación han dado paso a la impotencia, mientras las lágrimas siguen deslizándose con energía por sus mejillas sofocadas.


Gonzalo aprovecha la circunstancia, para abrazarla y evitar que salga de la habitación.


- Es la hija de un soldado.- Susurra el joven contra el húmedo y azabache cabello de Margarita, provocando en ella la necesidad de ahogar el sollozo mientras cierra los ojos con fuerza, turbada, por las palabras del maestro. Una parte de ella quiere creer a pies juntillas la voz de aquel a quien tiempo atrás habría confiado su vida, la otra, sin embargo…


- Se parece tanto a Alonso…- Duda ella suspirando.


- Todos los bebes se parecen.


- No sé qué pensar- confiesa ella en un imperceptible susurro.


- Hay tres cosas que un soldado nunca olvida…


- La familia, los compañeros de armas y a la muerte.- Responde Margarita rememorando el pasado- Tú me lo enseñaste.


Él sonríe, invocando aquellos días en que no parecía existir nada más allá de la juventud, del ahora, aquellos días en los que el mañana era una ilusión, un sueño una quimera que pensaban y anhelaban vivir juntos, compartiendo paseos, secretos, sabiduría y sueños.


-Me pidieron que cuidara de ella.- Continua explicando el maestro, sin soltar el abrazo. No puede evitar, decirle parte de lo que sabe. Aquello que, inconscientemente, tiene claro que no la herirá. -Estará unos días con nosotros…- musita en la melena de la joven.


Ella tiembla por la sensación del cuerpo del maestro tan próximo, sus susurros… los pensamientos que se agolpan en su mente y el aire de la noche, contra la piel empapada.


- ¿Tienes frio?


-Estoy helada- murmura tratando de sonreír.


Apartándose un poco, Gonzalo toma de la cama el cobertor granate que descansa a los pies del lecho, y lo coloca sobre los hombros de Margarita.


-Perdona.- Murmura apartando un rizo pesado y húmedo de la mejilla de la joven.


- No hay nada que perdonar.- Alzando la vista del suelo, retorna a la realidad con un tono de voz serio y cansado- No tienes por qué darme explicaciones, eres un hombre viudo y libre para hacer lo que gustes.- Una sombra oscurece la mirada de Gonzalo, sombra que ella no alcanza a descifrar, y temiendo averiguarlo, susurra un ‘buenas noches, Gonzalo’ y se aleja del maestro, su mirada y la habitación, mientras él, turbado, no logra responder con nada más que una sutil sonrisa.


Cuando la puerta se cierra tras ella, el maestro cae sobre el jergón, y sentado al borde del mismo, apoya los codos sobre las rodillas mientras oculta el rostro en las manos.


Así queda el héroe en la oscuridad, agotado, exhausto, rendido ante las presiones de la noche, de la vida… del corazón.



En el punto que separa la sala, del recibidor, apenas alumbrado por el rojizo resplandor de la lumbre, Satur permanece en pie con la pequeña en sus brazos.


Continua en la misma posición en la que estaba cuando la puerta principal, se ha abierto dando paso a Margarita al recibidor de la casa. El mismo recibidor en el que ha sido testigo del inicio de una discusión titánica… el preciso lugar, donde ha visto, oído y por qué no decir, sentido, la bofetada que la señorita le ha dado al amo.


Los ha visto gritarse, mirarse sin hablarse, ignorarse… pero la situación que acaba de ver, le sobrepasa. En especial las palabras que han usado durante la discusión. La otra única testigo, en sus brazos, parece percibir también la tensión en el ambiente y apenas ha emitido ruido alguno. Ambos han estado ahí, bajo el arco que separa la sala del recibidor, mirándose el uno al otro y a la puerta por la que Gonzalo se ha llevado a su cuñada.


Ya no se oye nada más que la tormenta en el exterior, y dentro de la casa, el crepitar del fuego y el preocupado corazón de Satur, que retumba en sus oídos tapando cualquier otro sonido. Los gritos han cesado, y parece que aunque la puerta del dormitorio del maestro no se haya cerrado del todo, el umbral de la misma retiene la tensión que la niña parecía sentir, pues aunque no la oye, sí que siente sus inquietos movimientos en el capullo de lana blanca en que se ha convertido la mantilla.


Cogiendo la jarra de barro, que Margarita dejara sobre la mesa, y echando un último vistazo a la puerta del maestro, se dirige hacia el hogar.


- Iba a rezar por esos dos yo mismo, porque no creo que aprovechen las circunstancias pa…- deteniendo su explicación, carraspea y prosigue- Creo que si lo haces tú, nos harán más caso ahí arriba. Así que no me mires tanto y…- la pequeña le hace ver su descontento al criado con un gemido cansado- Vaaale, vaaale. No hace falta que reces, pero ayuda igual me hace falta así que tú, estate atenta.- Entre dientes, sin embargo murmura:- Si al final la jodía me va a gustar, ¡si es que parece mía!


Sentándose frente al fuego, con el hatillo de lana en que ha transformado a la niña, una vez que la ha envuelto en su mantita, en una mano y la jarra de leche en la otra, las mira a ambas contrariado.


- Y ahora… ¿Cómo hacemos esto?- mirando detenidamente la jarra y luego la pequeña carita que es lo único que sobresale de la mantilla, suspira contrariado, y se muerde el labio mesándose la barbilla- Porque tú, beber sola… Va a ser que no, ¿verdad? No- se responde a sí mismo- esto puede acabar peor que el rosario de la aurora, y con mi suerte me tocará a mí cambiarte y limpiar.- Irguiendo la espalda, continua tratando de encontrar la solución al dilema que se le acaba de presentar- Si la señora ha traído leche, es porque tienes que tomar leche. ¡Blanco y en cántara!- una sonrisa se le escapa ante sus propias palabras- Pensemos...


La niña, en su agitación y nerviosismo, consigue sacar una pequeña manita de la prisión que supone para ella el blanco tejido en el que la ha enrollado Saturno, y sujeta uno de los dedos del criado, envolviendo a su alrededor los cinco pequeños y rosados deditos. El hombre mira embelesado, con una expresión de sorpresa y felicidad en el rostro, sin apartar la vista de esos cinco deditos, con sus uñitas, que se aferran a su dedo con fuerza, devoción e inocencia.


Y absorto queda ante la imagen, hasta que se percata de las intenciones de la lactante de llevar el dedo lleno de hollín a los labios.


- No, no,no,no… Que eso está sucio. ¡Cochina!- ante el tono brusco de sus palabras, la niña hace un mohín asustada en lo que parecen los inicios de una rabieta producida por el cansancio y el hambre.


En ese preciso instante, aparece en la sala Margarita, envuelta en el cobertor del maestro, con los ojos y las mejillas enrojecidos por el llanto, y al ver el predicamento en el que se encuentra el criado, le pide que se haga cargo unos minutos más. Prometiendo, antes de alejarse hacia su dormitorio, su ayuda en alimentar a la pequeña.


Con la tristeza y la preocupación reflejada en su rostro, tras haberse percatado de las lágrimas en el de la joven, Saturno mira a la niña suspirando.


- Un paso pa’lante… dos pa’ tras. Te acostumbrarás a esta casa.-
Revela sonriendo cansado al pequeño rostro que le observa. - ¡No me mires así!- Le recrimina a la niña que no aparta sus redondos ojos del rostro del criado- Ya sé que tenemos que hacer. Que así no se pué vivir, y esos dos solos, ya has visto...



Luz, sol, día, vida… son solo algunos de los elementos o factores que no se han visto en las proximidades de los muros de piedra del viejo pasadizo bajo el convento de Santa Ana.


Muchos años han pasado desde que fueran usados por última vez. Y como entonces, el olor penetrante y nauseabundo a humedad se extiende por el aire acompañado por el extraño, metálico y poco habitual olor a muerte y brea que arrastra consigo la encapuchada figura que los recorre con premura y certeza en sus pasos.


Como hiciera aquella
última vez, va al encuentro de alguien, mientras se aleja de un lugar.
En esta ocasión, sin embargo sus motivaciones no son menores, ni su empeño por completar la empresa que le ha sido encomendada disminuye un ápice a pesar de los años transcurridos.Todo lo contrario.

Sus intereses, su empeño… la jugada, aunque ante el mundo lo niegue, son mayores. Astronómicas.
De un valor incalculable económicamente. Porque, ¿Quién puede valorar el miedo, el amor, la desesperación… de un padre?



La noche es oscura, fría y húmeda. La lluvia continúa en incesante danza contra el suelo, tratando incansable de agujerear la tierra o rendirle pleitesía en los charcos que inundan los caminos, en las plantas, hijas de la madre tierra que reciben con la tormenta alimento y resuello…


De entre unos matorrales, envueltos por lo que parece una espesa niebla, y no es más, que la cortina de agua que la lluvia causa, aparece una figura.

Tapando nuevamente la salida del pasadizo, caminando con cautela, se detiene a observar.
Frente a él, todo permanece como estaba aquella noche hace ya tantos años. Prestando atención nota algunas diferencias: todo parece más triste. Más muerto.
Ignora si la oscuridad de la noche sin luna, si la falta de zonas verdes o el estado angustiado de su alma son los causantes de esa tristeza que parece percibir del lugar.
A su derecha, puede ver el sombrío convento. Que no ha cambiado en absoluto. Las mismas emociones, las mismas sensaciones… la misma melancolía.

Una campana de voz sorda irrumpe en la noche, quebrándole los oídos, mientras de forma pausada plañe y se lamenta el metal atrayendo la atención del encapuchado. Mirando detenidamente, no pudo observar nada más extraño y terrorífico que aquella silueta oscura recortada en el negro cielo, como si de una roca se tratase, que mediante sus lenguas de bronce, las campanas, en extrañas lenguas llora con sollozos ahogados, el camposanto.


Alejándose de la funesta edificación, se adentra en la frondosidad de la vegetación abandonada, donde desprende toda su galantería en matorrales, flores silvestres y plantas trepadoras se encaraman por los troncos de los árboles.


Es entre esos sombríos caminos de álamos, que percibe movimiento. Al principio no parece más que un reflejo, una ilusión producida por los rayos en las sombras del enigmático lugar.

Pero cuando la oscilación de la luz se repite, decide aproximarse. Lenta y pausadamente, atento a cualquier advertencia que las sombras y la espesura le ofrezcan de una posible amenaza…

- Buenas noches,- irrumpe una voz en la noche- Agustín.


Un rayo rompe la negrura de la noche, abriendo un rasguño de luz en el cielo que ilumina por un instante el recodo oscuro y salvaje de los jardines olvidados de Santa Ana.


Entre las frondosas hierbas descuidadas, la figura encapuchada de un fraile parece detenida en el tiempo. Casi parece una estatua, o un muñeco de trapo tan usado en los huertos y los campos para alejar a las aves de las cosechas. Pasan los segundos y el retumbar del trueno parece haber activado a la extraña escultura, que alzando ligeramente la cabeza, cubierta por la capucha de la esclavina, permite entrever sus rasgos entre las sombras.

Las facciones serias y comedidas del religioso, parecen recortadas a cincel en las sombras. Su mirada, fija en un punto entre los olmos.

- ¿Qué has hecho?- pregunta con atronadora voz –


- Creí que te alegrarías- comenta distraídamente una masculina voz, distorsionada por el sonido de la lluvia al caer. – Al fin y al cabo, este lugar es… ‘especial’


- Hijo, no tienes ni idea de lo que…


- ¡Calla!- interrumpe irritado al fraile. - No sabes lo que es tener un hijo.


- Ni tú lo has sabido valorar jamás.- Agustín retira la capucha bruscamente y mira iracundo a la sombra- ¡Da la cara!


Poco a poco, con pasos pausados pero firmes, una silueta oscura, alta, con el cabello empapado y las facciones marcadas aparece recortada entre las sombras.


- Aquí me tienes.- La voz resuena amenazadora- No parece que te guste el lugar que he escogido.


- Algo hice mal contigo…- murmura Agustín.


- ¿Mal conmigo?- Una exagerada y sarcástica risa resuena al tiempo que un rayo ilumina la escena, otorgando una tétrica iluminación al rostro de Hernán Mejías mientras dirige una agresiva mirada al religioso- Dejaste morir a mi familia… a ambas. Te he salvado la vida, y traído a su lugar de reposo.


- Hernán…- preocupado el monje, trata otra aproximación- ¿Qué has hecho?


- Mis hombres están registrando tu monasterio- confiesa el comisario.


- ¿Qué pretendes encontrar?- Recrimina enfurecido Agustín- ¿O no
son tus órdenes las que siguen?

- ¡Mis hombres obedecen solo mis órdenes!


El sonido de un nuevo trueno, precedido por una fugaz chispa que por unos segundos alumbra la noche, parece romper no solo los oídos de quienes forman parte de la extraña reunión, sino algo más. El rostro del comisario pierde su fiereza y en sus ojos se adivina una pena que pocos han visto.


- La trajiste aquí.- La voz del comisario se torna suave- Recuerdo su entierro… Ese monasterio me daba escalofríos.- Una apenada sonrisa asoma a sus labios- Poco antes de que naciera María, empecé a venir a escondidas.- Confiesa al religioso con una sardónica sonrisa- Creía que de ese modo, sería lo bastante fuerte y valiente como para defenderlas a ella y a madre.- Sus ojos se tornan sombríos- Me arrebataron no a una, sino a dos familias…


- Fue un accidente Hernán.- Agustín, calmado y en un tono paternal trata de aproximarse al comisario, preguntándose, si realmente alguna vez tuvo la oportunidad de ser un niño inocente- No pudiste hacer nada. No pude hacer nada.


Agustín queda en silencio observando a Hernán, que permanece con la mirada perdida en la siniestra silueta del convento de Santa Ana, y la mente invadida de recuerdos. Buenos y malos, dulces y amargos, dichosos y tristes… recuerdos de la mujer que le dio la vida, y de la que le cuidó, crió y quiso como a un hijo… sus hermanos, los dos. María, la pequeña y dulce María, la luz de sus ojos… a la que el fuego le arrebató una noche; y Gonzalo… el pequeño hermano al que casi no tuvo tiempo de conocer, cuando le quitaron la vida a su madre, y a ellos, les separaron.

- Pase lo que pase, sé que siempre habrá algo que destruya lo que quiero. – Confiesa en un susurro.

Agustín observa con preocupación al hombre que tiene frente a él.


Pocas veces ha podido hacerlo en ese estado. Frente a él, no tiene solo a la autoridad de la villa, al chiquillo que una vez vio temblando en una escalera mientras el cuerpo de su madre se desangraba… tampoco es el aguerrido y perturbado muchacho que ha visto por segunda vez morir a su familia y partir hacia Sevilla a embarcarse a la conquista de nuevas tierras... la figura que tiene frente a él, es el hombre que tantas veces a lo largo de su vida le ha dicho que no le necesita con la voz, sus ojos, como ha sucedido solo en contadas ocasiones, claman al cielo otra cosa. Piden justicia, piden olvidar… pero sobretodo, hablan de penas y dolor.
No sabe bien a que se refiere Hernán, cuando asegura que todo lo que ama le es arrebatado. Pero no es la primera vez que le oye mentar declamar palabras similares. Sin embargo, en esta ocasión, sabe que hay algo más. Algo que desconoce, que se le escapa… observando con detenimiento al comisario, viendo como sus ojos se dirigen apenados y avergonzados hacia el cementerio de Santa Ana, pero evitan centrar la mirada en el mismo, el fraile siente un escalofrío que le recorre la espalda.

- ¡Que has hecho insensato!

Hernán no contesta, permanece bajo los olmos, inmóvil, como si tratara que la lluvia, que cada vez con más fuerza, se llevara con ella el dolor, la rabia y la repulsión que siente en esos momentos.

Pero eso es algo, que Agustín no percibe. Solo ve a un hombre fuerte, orgulloso bajo la lluvia. Y eso enerva al monje, que de un rápido movimiento se sitúa con rabia mal contenida frente al hombre más joven sosteniéndole por la pechera.

- ¿Qué has hecho?- Exige saber enfurecido, pero su expresión cambia a una de miedo cuando entre las sombras y la lluvia, encuentra los ojos de Hernán.



Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade

Mensajepor Sherezade » Jue Jun 07, 2012 2:00 pm

5-No se llega al alba, sino por el camino de la noche


Sentado en la cama, con la espalda apoyada sobre el jergón y observando la nada en el techo, Gonzalo oye la puerta del dormitorio abrirse.
Esperando encontrarse con el rostro somnoliento de su hijo o la mirada preocupada e inquisitiva de Saturno, alza el rostro.
Sin embargo, la figura que le observa no es ninguno de ellos.

- ¿Qué...- No puede terminar de articular las palabras, pues sus ojos, su atención queda perdida por la figura que con pequeños y calculados pasos, se adentra y sin girarse ni apartar la mirada de los ojos del maestro cierra la puerta a sus espaldas,...

Con infinito cuidado, la mujer desliza sus manos hasta los hombros, dejando caer la pesada tela que los cubre. Y tras un instante, se aproxima a la cama, hasta quedar frente al maestro. A través de las telas de su vestido, y con un movimiento apenas perceptible, aparta las rodillas del joven para encontrar en ellas, el último paso que la aproxima a Gonzalo.


La mano derecha de ella, aparta el cabello de la frente del joven, para permitirle ver mejor. Con un movimiento de muñeca, la mano se desliza suavemente por el óvalo del maestro ofreciendo una caricia con el dorso de la mano, hasta perderse en el cuello. Poco a poco, y esta vez con la palma y los dedos extendidos, continúa su periplo de caricias por los hombros, el pecho, el costado, la cintura... hasta detenerse en los muslos, mientras, muy lentamente, ella se ha ido arrodillando.

Una vez allí, de rodillas frente a Gonzalo, con las manos en sus muslos, le ofrece una comedida sonrisa que apenas dura un instante. Solo uno, pues irremediablemente, sus labios se entreabren, mientras los ojos, le miran entre largas pestañas, ofreciéndole lo que a él se le antoja una visión de Venus, de la lujuria personificada...

Y sin saber cómo han llegado hasta allí, él siente que sus manos, sus dedos, se deslizan por el suave brazo de ella, hasta llegar a los desnudos hombros, donde una pequeña y suave caricia, provoca en ella un suspiro.
Una respiración profunda y una mirada velada por la pasión... mientras las delicadas manos femeninas, inician un nuevo viaje desde los muslos del maestro al interior de su camisa. Las manos de este, sin embargo, continúan acariciando los hombros de alabastro, el cuello que se le ofrece palpitante con cada suspiro y el escote, que invita a perderse...

Antes de darse cuenta, ella se ha alzado ligeramente. Y sin saber quién ha iniciado la batalla, ambos se besan. El encuentro de dos bocas, culmina con el duelo de dos lenguas tratando de unirse en una sola, de conocerse, de acariciarse...

Ella le empuja sobre el jergón, y no sin dificultad a causa del vestido, se sienta a horcajadas sobre sus muslos, mientras prosigue con su exploración. Inspección táctil que se extiende por el cabello y el pecho del maestro, mientras este palmea las nalgas de su acompañante en un intento por acomodarse.

Interrumpiendo el beso para tomar aire, ella arquea la espalda, poniendo en contacto las caderas de uno y otra, en una fricción acalorada mientras sonríe pícaramente mordiéndose el labio inferior.

Sin detenerse apenas, desliza la mano derecha una vez más, por el cuerpo del maestro, hasta la cinturilla de su pantalón, donde, una vez que sus labios han tomado como prisionero el cuello del joven, la mano alcanza la abultada y palpitante extremidad que pide atención, que clama libertad...

Con suaves y repetitivos movimientos, ella lleva al maestro a borde del éxtasis, haciendo que cierre los ojos y que en una reacción involuntaria eche la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto la piel de su cuello...

Sin apartar la mano, de su cometido actual, y sosteniendo con la izquierda en una firme caricia el cabello de él, comienza a besar la nueva piel descubierta. Primero el pecho, la nuez, la mandíbula... para cambiar los labios, por la rosada punta de su lengua que desliza pausadamente por la mandíbula hasta llegar a la oreja, donde, con sumo cuidado introduce el lóbulo entre sus labios con una succión continua...

Cuando la respiración del maestro parece completamente agitada, ella inicia, a pesar de sus ropas, la más antigua de las danzas con sus caderas, mientras gime quedamente sin soltar a su presa.

Llevado por la lujuria y las sensaciones, con un rápido movimiento el joven revierte las posiciones, y la tienda sobre la cama. Quedando así, perdidas sus piernas entre las telas del vestido de ella.
La muchacha, viendo cumplido su objetivo, sonríe triunfal y desenreda sus piernas de entre la falda, mientras él la ayuda, deslizando sus manos desde los tobillos, pasando lenta y tortuosamente por las pantorrillas... los muslos... llevándose consigo las telas del vestido y los gemidos de placer y abandono de ella...


Los gemidos, son cada vez más fuertes, hasta llegar a convertirse en algo parecido a el llanto de algún animal, atrayendo su atención lejos de la nube de deseo que invade su mente... y obligándole a abrir los ojos, para encontrarse en el dormitorio, oscuro, frio... solo.

Mientras al otro lado de la puerta, lo que confundiera con gemidos placenteros, se repiten incesantes acompañados de un murmullo cuyo significado no llega a entender…




El fuego del hogar, ilumina la sala cubriendo la noche con el crepitar de la leña, acompañando el sonido de la tormenta y los gorjeos y murmullos de las dos únicas personas allí reunidas.


Una, es un hombre de mediana edad, que infructuosamente trata de consolar el incipiente llanto hambriento de la personita que sostiene en sus brazos, mientras ambos esperan que una de las dos puertas que se han cerrado recientemente, vuelvan a abrirse trayendo consigo a quienes se han parapetado tras las mismas.

Saturno, continua preocupado meciendo a la pequeña, mientras se encuentra dividido entre la responsabilidad que le han encargado, el silencio que proviene de la habitación de su amo y amigo, el maestro y el rostro entristecido y apagado de la muchacha que ha salido de aquella habitación, para encerrarse en la propia. No duda un instante, que Margarita regresará, como le ha prometido, para ayudarle a alimentar a la niña.
De repente, a los suaves y tenues ruidos de la noche, se suma uno más, un crujir de madera, una puerta que se abre… y percibiendo el sonido próximo, sonríe ligeramente y guiña el ojo a la pequeña mientras le susurra:

- La señora- susurra a la pequeña con una ligera sonrisa dibujada en el rostro, al percibir el sonido próximo- Acuérdate de lo que tienes que hacer… - guiñándole el ojo, aproxima el pequeño cuerpo envuelto en la mantilla blanca hasta su pecho, para susurrarle al oído- No me falles…- y se alza de la silla, meciendo a la niña con un movimiento repetitivo de saltitos y murmullos inconexos. Girando sobre sus pies, y con una estudiada y lastimera expresión en el rostro, comenta preocupado- No sé qué hacer, señorita. Tiene morro fino, que no quiere ni leche ni vino…

- ¡Satur!- escandalizada y asustada por el bienestar de la niña, Margarita se aproxima al criado presurosa y libera a la pequeña de los brazos de Saturno, para acunarla en los suyos propios- ¡Serás bruto! ¿Cómo se te ocurre hombre?

- A lo mejor el amo y usté no lo saben, pero yo soy bueno pa’ casi to’. Menos para ama de cría. Fíjese usté, que yo los únicos críos que he visto y arropao han sido Alonsillo y mi Gabi. Y ya ve usté lo que llego yo a ver a mi chiquillo. Pero no he hecho nada que no se haya hecho antes… que en mi pueblo, anda que no habré visto yo a zagales a los que se les da una gota de vino…

- Satur- comenta sonriendo la muchacha, mientras se sienta en la mesa y acomoda a la pequeña en sus brazos- Una gota de vino, no una bota, hombre- comenta risueña- Sé que lo has hecho con la mejor intención, y la niña está bien- sonríe viendo la sonrisa inocente y feliz de la personita que sostiene en sus brazos.

- ¿Y cómo le damos de comer? – Pregunta intrigado el hombre- porque yo he intentao darle de beber, pero… no creo que funcione. Que la jarra es pequeña, pero, se la acerco y no puedo… que parece que la niña se va a ahogar en leche. Y si fuera más mayor ella, y la jarra de vino, seguro que lo agradece, pero tan chiquitica…

Tratando de disimular la risa, Margarita toma la jarra de leche que ha ordeñado ella misma, y vierte un poco en un plato. La niña gime y se queja hambrienta, o cansada… y distrae a la joven, que pierde la concentración y vierte leche fuera del cuenco. Al derramar la leche, murmura una queja, que asusta a la niña y promueve en ella una serie de quejidos, que no son más que el inicio del llanto, promovido por el miedo, el hambre y el agotamiento de la pequeña.

El llanto, prosigue unos minutos, tras los cuales, una nueva puerta se abre… y por ella aparece, somnoliento y extrañado Gonzalo, que se detiene a la entrada de la sala, contemplando el perfil de mujer que, iluminada por el rojo de la lumbre, en sus brazos mece y apacigua a un bebé.

No es, hasta que no ve a Satur aproximarse a la mujer, con una hogaza de pan, previa petición de la misma, que no cae en la cuenta de la realidad de su ensoñación y reconoce en la mujer a Margarita y en la criatura, que hasta ahora no lograba identificar, a la niña que Miguel dejara a la puerta del hogar familiar.

Desde su posición privilegiada, Gonzalo observa todo lo que acontece en el comedor de su hogar, y la calidez del momento, la ternura con la que Margarita sostiene a la niña, o la naturalidad e inocencia con la que Satur parece hablar con ambas, se le antoja insólito. No porque sea completamente natural ver a su cuñada con un bebé en los brazos… sino, porque tras su sueño, hallándose todavía consumido por la modorra y la ensoñación, no se siente apto para nada más que para observar.
Queda extasiado, y extrañado ante la imagen que tiene ante él, donde, ajenos a la atención que reciben del maestro, Margarita y el criado se afanan por proporcionar sustento a la personita cuyas quejas inundan la sala y la noche.

En un cuenco de barro, leche tibia acabada de ordeñar espera ser mezclada con harina o migajas de pan, que pacientemente la muchacha desmenuza.

- Señorita,- interrumpe Satur- y eso no le hará… ya sabe ¿dejar regalo? Y perdónenme ustedes, pero es que yo oí una vez allá en Cuenca, que a los niños que se les da leche que no venga de mujer…- la voz del criado baja unas octavas y con un resoplido cansado y la expresión asustada continua con su explicación al ver el rostro intrigado de Margarita- que enferman señora. ¡Qué enferman! Que se deshacen por dentro… y a mí nunca me ha gustado ver a un enfermo, y solo de imaginarme a la palomita…

- Esto se ha hecho toda la vida Satur- explica la muchacha en un tono tranquilizador- Podemos darle leche sola, pero me da la sensación que Palomita, iba a pedirnos algo más- comenta risueña viendo como la niña estira los brazos en busca de la hogaza de pan, y parece haber olvidado el llanto.

Oyendo la risa infantil de la niña al dar alcance al pan seco que Margarita le tiende, Saturno ríe también.

- ¡Pardiez! Nunca había visto a un famélico tan feliz por ver un trozo pan! Porque esta de aburrimiento no es.- Replica a la muchacha incluso antes de que ella se exprese- Que entretenida estaba… ahí en brazos tiene usté los mejores oídos de la villa! Y el gusto que tiene… ¡Que no solo escucha! No se vaya usté a pensar, que tan pequeña y ya tiene opinión propia. Eso sí, educá está, que no contesta ni al Satur. Pero quejarse… ¡como toda una señora!

Margarita solo sonríe mientras sostiene en su brazo izquierdo a la pequeña, que continúa entretenida con la hogaza de pan seco, blandiéndola y haciéndola bailar en el aire con una alegre sonrisa, al tiempo que observa, con sus ojos azules a Saturno.

- ¿Ve usté lo que digo?- pregunta emocionado y risueño, viendo en los movimientos de la pequeña, una respuesta a sus palabras – Si es que solo le falta hablar…- Ese comentario provoca la risa en la joven, y una expresión de pena en Saturno, que alejándose replica – Y yo que creía que en esta casa, al menos ustedes las mujeres me respetaban...- confirmando por la periferia de su ojo, que el maestro está en el umbral del salón, decide retirarse- Pero no se preocupe, que el Satur se retira, y deja a las damas solas… ya no las avergüenzo más.

- Satur, por favor- azorada, Margarita trata de retener al criado- Perdóname, no era mi intención ofenderte… A Palomita, le gusta tu compañía y a mí no me molestas, de verdad

- No se preocupe señora- con una amplia sonrisa y guiñando un ojo acepta las disculpas de la muchacha mientras se aleja hacia su habitación- si es que estoy baldao, y estas cosas nunca se me han dao bien…- bajando el tono de voz y observando como la atención de la niña, ha cambiado hacia la figura que contempla la estancia entre las sombras, susurra- En cambio, seguro que en esta casa, hay alguien dispuesto a echarle una mano.


Al tiempo que la puerta de Satur se abre, y el criado entra en la habitación, sin perder de vista la escena que está teniendo lugar en el salón. La risa alegre e infantil de la pequeña resuena un instante mientras saluda feliz a Gonzalo, sacando al maestro de su ensimismamiento y atrayendo la atención de Margarita que intenta sostener a la niña firmemente para evitar que en sus juegos caiga o se haga daño.

- Ehh- exclama sonriente la muchacha- ¿Ya terminó el llanto, Paloma?- moviendo ágilmente los dedos por la tripa de la pequeña provocando una nueva risa, Margarita acomoda a la niña en su regazo.

Desde el umbral del salón, sonriendo ante la reacción que la pequeña ha tenido para con él, Gonzalo ve a Margarita pasando apuros, sin perder la sonrisa, por alcanzar una cuchara para poder dar de comer a la niña.

- Espera- Susurra quedamente, mientras se aproxima raudo hacia la mesa, para tenderle la cuchara a la muchacha, que lo mira sorprendida

- ¿Gonzalo?- pregunta extrañada al ver a su cuñado, quien únicamente toma asiento junto a ella y parece distraído por la criatura que le muestra feliz su trofeo, una hogaza de pan seco sostenida con una diminuta y regordeta mano, ejerciendo tal fuerza, que sus pequeñas y rosadas uñas, se tornan blancas.

Desde la puerta entreabierta de su habitación, por la pequeña rendija de apenas dos dedos que crean la hoja de madera y la jamba, Saturno observa y satisfecho ante la interacción entre las tres personas reunidas en torno a la mesa sonríe orgulloso.

- ¡Paloma! – exclama Margarita al ver a la niña golpeando con el pan al maestro - ¡Gonzalo! No te rías tú también- recrimina advirtiendo que ambos implicados ríen ante lo sucedido

- ¿Paloma?- pregunta el joven sorprendido, mientras retiene con cuidado el arma que la pequeña blande.

La joven, percibe la mirada de su cuñado, sintiendo el calor, no solo del fuego del hogar, o de la manta de la niña sobre su regazo, sino el recuerdo de la acalorada discusión y el abrazo que han compartido, los ojos que la envuelven… la inspección a la que está siendo sometida por la retina de Gonzalo.

- ¿No se llama así?- Comenta la muchacha distraída mientras trata, con la cuchara, de acercar pequeñas cantidades de leche y migas hasta la niña, que las devora con deleite – Satur la ha estado llamando Palomita…

- Satur…- Murmura el maestro distraído, pensando en las motivaciones del criado para nombrar a la niña, Paloma.

- ¿Entonces?- Pregunta intrigada la joven - ¿Cómo se llama? Porque nombre tiene que tener…

- Seguramente- Responde distraído el maestro limpiando con un paño la leche que cae por el mentón de la pequeña con una mano, mientras con la otra trata de evitar que con sus enérgicos y alegres gesticulaciones derribe la cuchara - ¿Eso será leche de cabra, no?- pregunta a su vez Gonzalo secamente, con un tono tajante que nuevamente hacen florecen en Margarita las dudas.

- No lo sabes, o no quieres decírmelo.- Exclama, más que pregunta la muchacha- ¡Y claro que es leche de cabra! Yo misma la he ordeñado, mientras tú estabas fuera…

- Ya hemos hablado de eso, Margarita- Responde el joven azorado, notando el cambio postural en la joven, irguiéndose él a su vez inconscientemente, en una actitud defensiva – Y no era necesario que salieras con este tiempo- como escuchando sus palabras, un trueno estalla en el cielo, y este parece abrirse haciendo que la lluvia caiga con inusitada fuerza, reflejando las tensiones que se acumulan rápidamente en el salón de los Montalvo.

La lluvia, cada vez más fuerte, es acompañada por un fuerte viento que azota las paredes de barro, y la puerta de madera. Maderas, tejas… parecen crujir oprimidas por el vendaval que parece fustigar a la noche con sus continuos quejidos ululantes.

El cielo profiere un bramido, un trueno, que resuena y retumba alentando las leyendas que hablan de maldiciones y llantos en las tormentas, que atemoriza a niños y valientes… y que en casa de los Montalvo, engendra el miedo, aunque solo sea por un instante, incluso en la joven Margarita. Miedos, que la criatura que sostiene en sus brazos advierte y experimenta a su vez, lanzando también, junto con el cielo, su incomodidad a la noche…

- Shhh…- trata de calmarla la muchacha- Ya está Paloma, ya pasó…- abrazando, no sin dificultad el pequeño e inquieto cuerpo de la niña contra su pecho, en un intento por apaciguar los temores y los llantos. – Va a despertar a Alonso- comenta azorada la muchacha al joven maestro que tiene sentado frente a ella.

Él, percatándose del apuro y la angustia, no solo de su cuñada, sino de la pequeña a la que han tenido a bien llamar ‘Paloma’, solo puede asentir con la cabeza, al tiempo que apoya su mano sobre la pequeña y cálida espalda de la pequeña, en un vano intento por transmitirle su tranquilidad…

- Te nota inquieta…- murmura Gonzalo, y su voz, más que su tacto, parece obrar como un resorte. La pequeña, rápida e inesperadamente voltea y se lanza, más que se aproxima al cuerpo del maestro, al refugio que presiente obtendrá en los brazos del joven Montalvo.
Y es entonces, cuando con una sonrisa, él se percata de lo propicio del nombre que Saturno ha dado a la niña: - Paloma- murmura sin perder el gesto, mientras envuelve en una caricia calmada y apaciguada a la niña, ante la atónita mirada de Margarita.



No es, hasta que Paloma, no se recuesta con un suspiro, serena, aunque con intermitentes sollozos y jadeos, sobre el pecho del maestro, que las dudas no embargan nuevamente a la muchacha. Y con la incertidumbre, sobrevolando sus agitados pensamientos, Margarita se levanta de la mesa, para comprobar que ni la tormenta ni el llanto de Paloma, han perturbado el sueño de su sobrino.

Apenas consigue llegar a la puerta, cuando el inconfundible sonido de una arcada a sus espaldas, llaman su atención.



Girando sobre sus pies rápidamente, la muchacha ve el pequeño cuerpo de Paloma, convulsionarse por las arcadas y la regurgitación, mientras su cuñado, con la preocupación reflejada en el rostro, se pone ágilmente en pie. Sin saber muy bien, que es lo que pretendía Gonzalo con el diligente movimiento, Margarita observa como el sonrosado rostro de la niña, toma una extraña tonalidad, y en una última convulsión, devuelve los contenidos de su estómago sobre el pecho del maestro.

Con rápidos pasos, Margarita se aproxima a su cuñado, que sostiene en brazos a la pequeña que una vez más, parece sumida en la más lastimera de las penas, e inicia una llantina, incómoda, cansada y asustada.

- Será mejor que te quites eso Gonzalo- Comenta la muchacha ante la mancha de vómito que permea la blanca camisa de hilo del maestro – Habrá que lavarlo, antes de que sea tarde…- apostilla cogiendo a la niña, y abrazándola tras comprobar que la pequeña apenas se ha manchado y parece más tranquila - Ya estás mejor, ¿verdad?- sonriendo ligeramente apoyando los labios sobre la frente de la curiosa paloma, que ha llegado con la noche- Ya no volveremos a darte leche de la cabra del Venancio...

- ¿Venancio te ha dejado ordeñar esa cabra?- pregunta sorprendido el maestro mientras trata, más que consigue, retirar la regurgitación de leche y pan que ha impregnado la blanca prenda.

- No es tan ogro- replica sonriente la muchacha, volteando mientras juguetea con las pequeñas y delicadas manos infantiles que parecen entretenidas con sus oscuros rizos- No le gusta que los niños se acerquen a su huerto, eso es todo- una sonrisa se dibuja cada vez más amplia en su rostro, recordando aquellas tardes de la infancia… una época, en la que el mero hecho de mirar las lechugas o las hortalizas del, ya entonces, celoso hombre, suponía una travesura. Ante la risa del maestro, la muchacha se gira afrentada- ¡Oye!...- con la risa alegre e infantil de la niña, el resto de la frase queda en el olvido, cuando Margarita vuelve a girarse con rapidez, las mejillas arreboladas, las palabras anudadas en su garganta ante la visión del maestro con la camisa abierta, limpiando el contenido del estómago de la pequeña, que ha encontrado en su pecho su última morada.

Un trueno estalla en el cielo y lo que ha pasado a ser un quejido continuo de maderas, tejas y noche con el ulular del viento, halla un nuevo sonido seco, brusco… que sobresalta a quienes se hallan reunidos en la sala de los Montalvo, incluido el criado que entre las sombras, observa preocupado la evolución de la escena, pues en sus planes no entraba una improvisación de la palomita, ni una posible amenaza.

Amenaza, es lo que percibe el maestro en ese sonido, al recordar las extrañas historias de familias enteras desaparecidas en la villa.


Con un movimiento resuelto, se sitúa junto a su cuñada e intenta discernir la procedencia del golpe. Cuando este se repite en la habitación de Margarita y en la entrada de la casa, el joven adquiere una postura defensiva, con los pies separados, plantados firmemente en el suelo, los muslos tensos y las rodillas ligeramente dobladas, la espalda erguida, los músculos de los brazos rígidos y sueltos, prestos a la batalla…

- A la habitación de Alonso.- Su voz, aunque apenas un imperceptible murmullo, tiene una fuerza, una convicción de la que Margarita no duda. Abrazando con más fuerza a la niña contra su pecho, y el temor de lo que puede haber provocado esa reacción de sobreprotección en su cuñado, la joven se mueve en la dirección que se le ha pedido, pero se detiene.

- Será una contraventana de mi habitación…

- Margarita- una sola palabra, una orden, una petición, una súplica cargada de emoción y nervios, preocupación y miedo… ella traga saliva, y viendo como Saturno aparece entre las sombras para acercarse a su cuñado, armado con el atizador del fuego, envuelve entre sus brazos el pequeño cuerpo de la niña, y se adentra en la habitación de Alonso. Antes de cerrar la puerta, mira una última vez con los ojos teñidos de miedo y devoción a Gonzalo.

En la pequeña y débilmente iluminada habitación de Alonso, donde apenas llega la luz de la luna, oculta por las nubes y la tormenta, Margarita abraza contra su pecho a la pequeña. Con la espalda apoyada contra la hoja de madera de la puerta, la muchacha cierra los ojos con fuerza, en un intento por calmar su desbocado corazón y alcanzar a oír algo más que los agitados latidos que inundan sus sentidos.

De repente, entre el martilleo de su sangre bombeando las venas, escucha un nuevo golpe seco, en la lejanía del hogar familiar, y sobresaltada se aparta de la puerta, mirándola de frente, desafiante… Erguida frente a la cama de su sobrino, abrazando con fuerza a la niña, consumida por un instinto de protección, recuerda las historias que recorren la villa, los terribles rumores sobre familias enteras que han desaparecido en mitad de la noche. Algunos cuentan que simplemente han abandonado sus hogares… otros, que las celdas oscuras donde reinan la miseria y la injusticia bajo el yugo de Hernán Mejías, han encontrado nuevos inquilinos… Algunos se atreven incluso a hablar de la Santa compaña… y como en todos los pueblos, siempre hay alguien, como Venancio, que dice hacer oídos sordos a todas las historias. Pero la muchacha, no puede evitar que un escalofrío recorra su espalda, al recordar como el hombre con el que los niños y los que antaño lo fueron, bromean acerca de su celo por proteger sus hortalizas durante la noche y no separarse del huerto, ha insistido en acompañarla a casa…


Los ruidos al otro lado de la madera parecen haberse calmado, cuando un nuevo golpe, y un murmullo que aunque pareciera el viento, a ella se le antojan un rumor de voces perturban el sueño de Alonso.

Allí, tendido sobre la cama, con el ceño fruncido, su sobrino, que momentos atrás dormía con una plácida sonrisa en el rostro, y parecía la viva imagen de la serenidad, se agita en sueños y murmura incómodo.


Sin perder de vista la puerta, y sabiendo la dificultad que puede encontrar si el chiquillo se despierta, Margarita, con la niña a un costado, se acomoda en el borde del jergón, y con suavidad desliza la mano por la frente de este en una serena y tranquilizadora caricia, que parece sedar al pequeño, que sonríe una vez más y murmura en sueños.

Pasan los minutos, y la tormenta arrecia. Margarita, aún sentada al borde de la cama de su sobrino, cada vez tiene más difícil oír lo que sucede al otro lado de la puerta, y esa incertidumbre acrecientan el miedo más que lo placan.
Sabe que su cuñado, años atrás fue un excelente soldado, no mintió cuando Alonso quiso imitar sus pasos al tratar de entrar en la academia de Carranza, pero los años han pasado. Ya no son los chiquillos que asustaban a la cabra del pobre Venancio, sino que van en su busca para alimentar a la familia… y las manos que años atrás pasaran horas blandiendo una espada, hoy solo sostienen conocimiento.

La niña emite un quejido adormilado, y Margarita aparta la vista de la puerta, para observar el cuerpo, que poco a poco se ha hecho más pesado, del dormido cuerpo que sostiene en los brazos, y lo acomoda en la cama junto a Alonso.

Escucha un trueno caer cerca, y su corazón desbocado se agita nervioso, cuando asustada presta oídos a los ruidos del hogar y percibe un nuevo golpe violento.
Decidida, y tras arropar a los niños, la muchacha toma la espada de madera que Alonso guarda en su habitación, y se encamina hacia la puerta contra la que algo pesado golpea con virulencia.

La lluvia cae ininterrumpidamente, pero algo más acompaña al sonido del agua chocando contra las tejas o el barro. El golpe procedente del dormitorio de Margarita le mantiene alerta. Sabe que su cuñada puede tener razón, y cabe la posibilidad de que las contraventanas, empujadas por el virulento vendaval que acompaña a la tormenta sea el único culpable.

Pero un sexto sentido, tal vez el sentido común acompañado del miedo a perder o poner en peligro a su familia, le advierten y le hacen mantenerse prevenido ante cualquier eventualidad.

Parado frente a su cuñada, en una postura defensiva y alerta, desde la que puede observar las posibles vías de acceso de una amenaza, sabe que ha cometido un error.
Es por ello que ha mandado a la joven al dormitorio de su hijo.

No necesita girarse para saber que antes de cerrar la puerta, Margarita ha quedado parada en el resquicio entre la jamba y la hoja de la puerta, observando, pendiente… y da las gracias en silencio cuando oye por fin la puerta cerrarse tras ella.
Es la única manera de tenerlos a los tres protegidos. La única solución viable para solventar los resultados de su descuido.

Como el maestro, el joven Montalvo sabe que algo sucede en la Villa. Ha oído los rumores en la taberna, en la escuela, en las calles. A nadie han dejado indiferentes las desapariciones de familias enteras, y las historias de las desapariciones se han extendido como la pólvora. En el barrio de San Felipe, en las últimas semanas han desaparecido dos familias, una de ellas, la de Miguel. El anciano carpintero vivía con su hija, su yerno y el hijo de estos, un zagal que asistió a las clases apenas un par de veces tiempo atrás pero que se inició en el oficio familiar la primavera anterior cuando el abuelo empezó a tener dificultad para seguir el ritmo de producción que las demandas exigían. La familia se había visto bendecida según unos, maldecida según otros, con el nacimiento de una niña.

Aún no había cumplido la pequeña el mes de vida, cuando una noche, la familia desapareció.

Cómo héroe, el enmascarado Águila Roja, sabe que mientras las desapariciones se suceden, también lo hacen los sonidos y las entradas de viandas en las mazmorras. Lleva semanas intentando descubrir la veracidad de la rumorología popular, pero no ha podido descubrir nada. Hasta ahora.

El sonido que le alertara minutos antes, se repite esta vez en la entrada.

- Amo…-murmura asustado Satur a su lado, blandiendo el atizador del fuego- Yo no es por nada, pero usted conoce las historias que se cuentan en la villa…

- Son habladurías Satur.- Espeta en un tono, que aunque quedo, no admite réplica. O eso cree él.

- ¿Y si no se han ido de viaje? – inquiere asustado el criado- ¿Y si no son los hombres del comisario?- su voz denota un miedo visible en el temblor de sus manos y lo inquieto de su mirada – Que oí yo una vez, una historia, en uno de mis viajes, que había en un poblado…

- Satur. Al grano.- comenta mientras se encamina hacia el dormitorio de Margarita. Antes de abrir la puerta, ambos perciben el sonido de la tormenta cada vez más fuerte, y el frio calando a través de la madera.

Abriendo lentamente la puerta, preparado para cualquier eventualidad, el maestro revisa la oscura habitación. Todo parece en su lugar, incluida la empapada ropa que la muchacha ha dejado sobre el baúl y la silla tras su salida nocturna al huerto de Venancio.
El sonido se repite, y más calmado, pero todavía presto a la batalla, encuentra en la
contraventana, azotada por el viento, la procedencia del ruido que les sobresaltara minutos antes.

Cerrando la ventana, con fuerza, haciendo resonar el golpe de madera en el silencio de la noche.

- La santa compaña amo. La santa compaña. Que vienen a buscar algo amo. Que algo hemos hecho mal.

- No digas tonterías- Susurra en respuesta el maestro - La Santa Compaña solo avisa, no hace desaparecer a la gente. Eso son solo leyendas.


- Pero usted bien que se las sabe…
- murmura.

- ¿Qué decías Satur?


- Nada amo, nada. – Señalando las empapadas ropas de Margarita decide aprovechar la coyuntura- ¿Sabe a dónde fue la señora a por la leche?


- Al huerto de Venancio- Murmura risueño, sabiendo a su familia segura. Viendo la expresión de sorpresa de su criado, sonríe y asegura nuevamente las contraventanas.


- Amo, ¿se ha fijao que en este cuarto hay goteras?


Antes de que el maestro pueda contestar, un nuevo golpe, precedido por un trueno resuena desde la puerta principal.


-
¡Ve con ellos!- ordena el maestro mientras se encamina a la entrada, nuevamente flexionando los músculos, presto a la batalla, con el pensamiento de las tres personas parapetadas tras una simple hoja de madera, sosteniendo con fuerza en su mano derecha el atizador que Satur tomara previamente.

Entre tanto, cumpliendo con la petición de Gonzalo, el criado corre hacia el dormitorio de Alonso. Pero antes de llegar, tropieza y cae,
chocando con brusquedad contra la pared próxima a la puerta.

- ¡Que noche más larga!- murmura para sí mismo mesándose el dolorido hombro- A ver si amanece de una vez…




Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Sherezade » Vie Jun 08, 2012 10:20 pm

6-De lance, en lance

Un sonido quejumbroso, acompañando el aura fantasmagórica que la noche tormentosa ofrece, con el lejano aullido de un cánido, y el incesante llanto de los cielos, se hace oír en la oscura habitación.
La hoja de madera se abre lenta y pausadamente, con el suave lamento de las bisagras que erizan la piel de quien lo escucha.

Margarita, asustada, aprieta con fuerza la empuñadura de madera de la pequeña, y sabe, inútil espada de juguete. Pero no tiene tiempo, ni esperanzas, de encontrar algún otro objeto que pudiera ser usado como arma.

Su única preocupación son los niños. No. Sabe que parte de su miedo, no reside solo en las historias que ha oído por la villa y que podrían poner en riesgo a las dos personitas que respiran tranquilas y ajenas, entre las mantas. No puede engañarse ni a ella misma.

Al otro lado de la puerta, está el hombre a quien confiaría, a quien en más de una ocasión ha confiado su vida, a quien una vez, encomendó su corazón. El hombre que a buen seguro los defenderá a toda costa. Y ese, es precisamente su mayor temor.

En la lejanía oye un nuevo golpe. Posiblemente en la entrada principal, o el dormitorio de Gonzalo, y con el pulso acelerado, la respiración contenida y el miedo a flor de piel, comprueba como la puerta que se abría lentamente, se detiene.

La persistente lluvia, continua incesante su danza bajo el son de la tormenta, atacando con violencia el suelo, encharcando caminos, inundando calles en su apasionado encuentro con la madre tierra… y al sonido de ese encuentro de la apasionada reyerta de la naturaleza, se le unen los lamentos del viento, y de algún cánido, que en la lejanía se une al plañidero aire en su queja.

Pero el maestro apenas oye nada de eso. Su atención fijada en un punto, en busca de un sonido que sobresalga por encima de los demás. Algo, tal vez una respiración que no debería estar ahí… pero no escucha nada, más allá de la respiración de su amigo, mientras se abalanza sobre la habitación de Alonso, dispuesto a ofrecer asilo a las tres personas que se ocultan tras la puerta.

Todavía tenso, por los pequeños charcos que su criado ha encontrado en la habitación de Margarita, y que no solo le han erizado el vello, sino que le han puesto extremadamente nervioso, busca al posible intruso que a buen seguro ha dejado esas huellas. Un descuido.
Pero él, el héroe sabio y audaz, el padre protector y precavido, el maestro sabio y perspicaz… ha cometido un descuido, que teme suponga un riesgo para su familia. Que sabe, pone en jaque a los suyos. Y no puede evitar, echar un vistazo a sus espaldas, a la puerta de su hijo, junto a la cual, sabe se halla Satur.

Con la camisa todavía abierta y a pecho descubierto, nota el olor agrio de la regurgitación de la pequeña, y respira hondo, tratando de mantener la calma. Agitado por el miedo y la incertidumbre, el maestro intenta fijar su atención en la más que probable contienda que va a tener lugar. Hecho, del que ha de salir victorioso.

Un nuevo golpe procedente de la puerta de entrada, atrae su atención, y con un ágil movimiento de muñeca, enarbola y agita el atizador, como si de una Wakizashi se tratase.

Tal vez no haga el mismo daño que la espada corta japonesa, pero el peso, las dimensiones… flexiona los músculos del brazo, bajo la blanca tela de la camisa, caminando resuelto, pero calmado, se dirige al lugar del que procede el sonido.

Sabiendo, que atrás deja a su familia al amparo de una puerta, de Satur desarmado, respira hondo, y con determinación en la mirada, va en busca de batalla…

La sala, que momentos antes había estado iluminada, no solo por las ascuas del fuego, sino por la presencia de tres personas, ahora se encuentra sumida en una penumbra casi lúgubre.

Saturno, ha comprobado en sus propias carnes, lo que la oscuridad puede hacer, al tropezar contra la mesa y dar con los huesos contra la pared.
Aun está mesándose el hombro, cuando ve al maestro esgrimir el atizador como si una ropera se tratase. Y al percatarse, más que saber del miedo y la silenciosa petición que le hace Gonzalo al girarse en su dirección, se pone en pie. Maldiciendo su suerte por no tener más que su cuerpo para defender a las tres personas que se encuentran tras ella, abre la puerta lenta y pausadamente, no queriendo hacer ruido. Pero la vieja madera emite un quejido, que consigue helar la sangre del criado, que recuerda, no sin pavor, el razonamiento para los ruidos y las desapariciones que le ha dado al héroe, al amigo, al hermano que es para él, Gonzalo de Montalvo.
Y es en la dirección a la que se ha encaminado este, que oye un nuevo golpe. Y con la puerta entreabierta todavía, cierra los ojos con fuerza en una silenciosa plegaria.

Sin abrir los ojos, sin percatarse de la sombra que se cierne sobre él, el criado abre la puerta un poco más, y aunque esta vez, es premiado con el silencio de la madera y las bisagras, recibe un fuerte y contundente golpe en la cabeza.



La experiencia y la calma es lo que permite a un soldado adelantarse a los movimientos de su oponente, y salir victorioso. Al menos, es lo que el teniente Espronceda solía decirle allá por Flandes.
Sabe, que recuerda esas enseñanzas, porque no puede permitirse pensar en la mujer y los niños que ha dejado a sus espaldas. Los que corren peligro, a buen seguro, por un error que él mismo ha cometido.

Sin cerrar los ojos, pero sí apretando la mandíbula, obliga al pensamiento a ocultarse tras las tácticas militares y la tensa calma, que le fue instruida desde su primer entrenamiento con un arma.

Respirando hondo, olvida el frio que siente con la camisa desabrochada, una nueva inhalación de aire se adentra en sus pulmones, y el pensamiento de su hijo, de Margarita y la niña quedan en un segundo plano, ofreciéndole, únicamente un motivo por el que mantenerse tenso: su seguridad.

Una silueta, se mueve entre las sombras a sus espaldas, pero no alcanza a verla ni a oírla.

Sin embargo, percibe una pequeña y sutil corriente de aire. Se gira con celeridad a su derecha blandiendo el atizador, medio metro de pesado y forjado acero, que se convierte, en sus manos, en una wakizashi. Tal vez la empuñadura no sea de madera, tal vez al esgrimirlo, el efecto del peso no sea el mismo en sus manos… pero la intención, un arma corta, de defensa en interior.
A buen seguro no podrá herir de severidad al objetivo, pero como aprendió en sus viajes, un arma no hiere solo por el filo, sino por la intención que se ponga en ella.

De repente, advierte una nueva ráfaga de aire. Volteando ligeramente la cabeza, nota algo fuera de lugar. La puerta, está entreabierta.

Momentos atrás podía haber dudado de los pequeños charcos en el dormitorio de Margarita, pero ya no puede negar lo evidente. Los músculos de sus piernas y sus brazos se flexionan, prestos a la contienda.

Tensando la espalda, agudiza los sentidos buscando algo más, que le indique dónde se encuentra la amenaza.
Escucha un sonido a sus espaldas, procedente de la habitación de su hijo, y cuando se dirige hacia allí con urgencia, escucha un grito de Margarita que le hiela la sangre.




En penumbras, sin más visión que la que le ofrecen su cansados ojos, en las sombras… Margarita empuña con fuerza la espada de madera a la que tantas noches ha dormido abrazado Alonso, y con la que ha entrenado y soñado, ser un valiente soldado.
No puede evitar, sin embargo, que esos recuerdos atados para siempre a la pieza de madera, se encadenen con los relacionados con otro soldado, que tiempo atrás también fue un niño jugando a ser un aguerrido adulto. Y en la pequeña y cálida habitación, pendiente de la puerta entreabierta, prestando atención a los sonidos de la sala, un nudo se atrinchera en su garganta, pensando en los ruidos y sus posibles explicaciones.

Ha notado, en la oscuridad, como la puerta ha dejado de abrirse, y ahora, con el pulso acelerado, el miedo en el cuerpo, y la protección de las dos personas a sus espaldas en la mente, aferra con fuerza la empuñadura en cruz de madera, de su única defensa, su única arma…
A punto está de dar un paso al frente o proferir una amenaza, cuando la puerta se abre con brusquedad, empujada por un peso al otro lado. Debido a la falta de luz, sólo percibe una forma, que se desploma pesadamente contra el suelo, y eso únicamente acrecienta su miedo. En especial, al percatarse, de que tras esa sombra, hay una silueta en el umbral de la habitación.

- ¡No des un paso más!- Amenaza asiendo con firmeza la espada, hasta que sus nudillos palidecen por la presión y la fuerza generada, mientras alza la espada al aire con un nervio y una garra, producto del pánico – ¡Estoy armada!- Su voz cada vez más elevada, percibiendo movimiento en las sombras- ¡NO TE ACERQUES!- Grita asustada, sus manos, cada vez menos firmes, y sus rodillas, flaqueando bajo las faldas, mientras en sus ojos, se mezclan la rabia, el miedo y el instinto de protección al notar, una vez más, movimiento en la sala.




Las gotas de lluvia caen incesantes, golpeando suelo, edificaciones y al pobre infeliz, que obligado, vaga por las calles oscuras de la Villa.
Puertas y postigos cerrados a cal y canto, tratando de mantener el calor del hogar, el poco que había en noches frías como aquella, en el interior, ofrecían un aspecto desolador y aún más tétrico, que se veía alimentado por el lejano aullido de algún cánido en la lejanía y los truenos que estallaban en la espesura de la noche con intermitentes bramidos.

La noche es oscura, fría y lluviosa. Pero a él poco le importa. Le han encomendado un trabajo y debe cumplirlo.

Desde las sombras, divisa su objetivo. Una edificación de dos plantas, con acceso exterior, a una galería cubierta. Quince escalones, cuenta desde su posición. Fijando la vista en el muro de adobe, distingue varias ventanas. No conoce la distribución interior, pero sabe que la planta baja, dispone de una sala común, cuatro habitaciones de diferentes tamaños. Actualmente, están todas ocupadas, se recuerda a sí mismo.
Desde la galería, hay dos ventanas. Una, por su proximidad a la puerta principal, deduce que debe tratarse de la ventana de la sala que la familia usa para la vida común. La otra, solo puede tratarse de un dormitorio.

Lleva varias horas esperando entre las sombras, y aunque no ha visto al maestro entrar o salir, sin embargo, sí que ha visto a la mujer, salir y volver a entrar. A sí mismo, ha percibido durante unos minutos, por entre las contraventanas de madera, el brillo de una vela. Un dormitorio, se confirma mentalmente en silencio.

Haciendo cálculos, y recordando los horarios de la familia, esos que conoce, por las noches en vela que ha pasado entre las sombras, observando, acechando… recabando información. Sabe que es posible que se arrepienta, ha tenido otras oportunidades mejores, pero el tiempo apremia, y esa ventana, es su única salida. Debe asegurarse.

Con toda la habilidad de que puede hacer acopio, prueba a abrir los postigos de la venta, y aunque sorprendido, agradece el golpe de suerte. Sin más dificultad que la que le ofrece el peso extra de sus empapadas ropas, entra en el dormitorio.

Con el único ruido que las gotas de agua al caer sobre el suelo producen en la silenciosa habitación, saca su vizcaína de la vaina que mantiene en su cinturilla, con un sonido metálico que parece retumbar rasgando el silencio. Pero no percibe movimiento en la cama o el dormitorio. Sin acercarse, y gracias a la luz que un certero rayo, ofrece en ese preciso instante, se percata de las sábanas vacías, del vestido de mujer, descansando sobre un baúl y una simple silla de madera a los pies de la cama, empapado, secándose…

Con una rápida inspección a la habitación, y escuchando ruidos en lo que debe ser la sala familiar, vuelve a envainar la vizcaína, y abandona la estancia por la misma ventana por la que ha entrado. Debe haber otro modo, decide.

Sabe que no tiene muchas opciones. Y que el tiempo apremia.

Buscando ayuda en el negro cielo, cierra los ojos un instante, y respira hondo con el pecho henchido, no solo por el aire, sino por el valor y la decisión que acaba de tomar.

Desenvainando la vizcaína una vez más, camina los escasos metros que le separan de la puerta de principal. Una simple hoja de madera, que hace las veces de entrada, salida y linde del domicilio de uno de los hombres, más conocidos en el Barrio de San Felipe.

Tal vez se trate de la experiencia, o puede que no sea más que un descuido de la familia, pero apenas tarda unos segundos en abrir la puerta.
Con movimientos sigilosos, practicados y certeros, abandona la oscura calle, para adentrarse con cautela en el hogar de los Montalvo.

En las penumbras de la entrada, percibe sonido de lo que cree debe ser la sala que la familia utiliza como cocina, sala de estar y comedor. Amparándose en las sombras, se funde con ellas y escucha con atención. En la sala hay dos personas. Un hombre, y una mujer. Pero hay un sonido que no es capaz de identificar, hasta que ese sonido se convierte en el quejido de un infante, un bebé.

Los cielos, parecen proferir un rugido, que se enfrenta con violencia contra el suelo, mientras una ráfaga de viento, ululante, desafía el silencio de las calles y estrella la hoja de madera entreabierta de la puerta de casa del maestro, contra la pared. El golpe, seco, certero y violento llaman la atención del joven Montalvo, que alertado, ordena algo a la mujer.

Pasan los minutos, y los movimientos en la casa se incrementan. Sabe que ya no solo apremia el tiempo, sino que la presión y las posibilidades de ser encontrado, disminuyen sus opciones de salir victorioso en su encomienda.

Aprovechando que el maestro, atizador en ristre, parece atento a la puerta de entrada, se dirige a la sala y al lugar donde está seguro encontrará el fin su empresa.

Frente a una puerta, tras la cual, no duda se encuentra ella, observa la figura de un hombre de espaldas a él. Y aprovechando la circunstancia, y que la atención del maestro, está puesta en la puerta, golpea con el mango de su vizcaína, la cabeza del individuo que se interpone entre él, y lo que se esconde al otro lado de la puerta.

El cuerpo, a buen seguro el criado, cae por su propio peso, llevándose consigo la puerta, y dejando entrever una silueta en el interior de la habitación.
La sombra, un contorno femenino en la penumbra de la estancia, parece no solo tenso, sino armado. Y su voz, su amenaza, y el objeto que blande en las tinieblas, lo confirman.

Maldiciendo para sus adentros, aprieta con fuerza la vizcaína al escuchar los pasos del maestro que se aproxima desde la entrada. Y jugándoselo todo a una carta, atraviesa la sala en dirección a la única puerta abierta, la misma habitación que ha visitado con anterioridad, y tras un leve y presuroso esfuerzo, abre la ventana y la atraviesa, mientras a sus espaldas, oye los gritos asustados de la mujer, llamando al maestro desesperada.

Y ya en la calle, mientras corre alejándose bajo la lluvia y las sombras, azotado por el viento, la presión y las violentas gotas de agua que caen bruscamente desde el cielo, maldice su suerte, su sombra por haber fallado en su empresa. Pero aunque ha errado en su empresa, ha obtenido algo, de esta incursión nocturna.

Una sonrisa satisfecha, asoma en su rostro, iluminado por un rayo que tras atravesar la negra noche, cae en las proximidades de la villa.



Avatar de Usuario
moli
Welcome to San Felipe
Mensajes: 155
Registrado: Dom Abr 17, 2011 12:16 pm
Sexo: Chica
Ubicación: Entre Pinto y Valdemoro

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor moli » Lun Jun 11, 2012 10:08 am

AY shere se mi corasao, tengo la lagrimilla en la mejilla, qué recuerdos, qué manera de volver al pasado y poder disfrutar de nuevo de tu pluma, de la belleza de tus palabras y de la delicadeza con que nos presentaste en su dia a estos maravillosos personajes y sus vidas e historias, he recordado la ilusion que sentia al ponerme ante el bichejo este del ordenador y encontrarme con tus relatos, me ha fascinado de nuevo, al igual que lo hizo en su momento, y he de decirte que pasara el tiempo y regresare a esos relatos y a esos momentos siempre que pueda porque no me cansaré de ellos, al igual que no me cansare nunca de leerte cielo. Un besazo enorme y gracias por haberlo rescatado ( ains, que me da que he sonado pedulante, pero me suda el woper, tenia que decirlo, hala, ahí lo dejo jajajjaajajaj)
Imagen

Avatar de Usuario
Bibitt
Almidonadora de la capa y del embozo
Mensajes: 3926
Registrado: Dom Mar 27, 2011 8:25 pm
Sexo: Chica
Ubicación: En el kamastroking del amitto ¡of course y de ahí no me saca nadie!

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Bibitt » Lun Jun 11, 2012 12:26 pm

pero me suda el woper, tenia que decirlo, hala, ahí lo dejo jajajjaajajaj)

Imagen Imagen Imagen Imagen Imagen Imagen Imagen Yo hoy me voy partiendo por todos los hilos por los que pasas
oye tú también tienes unos relatitos por ahí que podías compartir...
Shere, me fustigo pero todavía estoy sin ponerme al día, Imagen Imagen
Imagen

Avatar de Usuario
moli
Welcome to San Felipe
Mensajes: 155
Registrado: Dom Abr 17, 2011 12:16 pm
Sexo: Chica
Ubicación: Entre Pinto y Valdemoro

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor moli » Lun Jun 11, 2012 1:30 pm

si cielo, y deje pedazitos de alguno, pero pasa que era antiguo y lo perdíiiiiiiiiiiiiii Kagontoooooooooo jajajjaa
Imagen

Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Sherezade » Lun Jun 11, 2012 2:25 pm

Imagen Imagen Imagen ¡mi Moli! Eres enorme, corazón! Gracias a tí Imagen

A Bib, cómo se siga fustigando le acabaremos haciendo un examen después de llavarla a que la revise Juan
Amore! Si yo voy colgando porque es largo con ganas y si voy dejando trocito a trocito, aun estaremos aquí la próxima primavera Imagen Que tengo el siguiente en proceso de post-producción!!
Así que, si os parece, yo cuelgo y sin presiones ni obligaciones, si os apetece y cuando lo haga, aquí seguirá para que se lea ;)
Imagen

Avatar de Usuario
moli
Welcome to San Felipe
Mensajes: 155
Registrado: Dom Abr 17, 2011 12:16 pm
Sexo: Chica
Ubicación: Entre Pinto y Valdemoro

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor moli » Mar Jun 12, 2012 10:34 am

Eso, eso, tú cuelga, cuelga... pero cuelgaaaaaaaaaaaaaaaaa
Imagen

Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Sherezade » Jue Jun 21, 2012 10:11 am

Por cuestiones ajenas a mi voluntad, no he podido colgar antes nada Imagen No es media noche, pero es que ando con necesidad urgente de una cura de sueño y dudo que llegue a esas horas en plenas facultades Imagen Así que, a pelna luz del día, muy con plenas facultades, os dejo la continuación ;)



7-Heroicidades

En la penumbra del salón, ha visto a la sombra alejarse en dirección a la única puerta abierta. A pesar de la oscuridad, percibe su silueta moverse en las sombras, y no reconoce en ella, el perfil de Gonzalo. Esa observación provoca un escalofrío, que como un látigo recorre la espalda de la muchacha al contemplar el oscuro bulto, el cuerpo inerte tendido en el umbral.

- ¿Gonzalo? – pregunta asustada con un hilo de voz a la oscuridad. Y al recibir la respuesta del silencio, el miedo termina por invadirla- GONZALO- clama desesperada una vez más, al tiempo que su mano, sosteniendo todavía la espada de madera cae a su costado llevada por la gravedad y la desazón, mientras la debilidad de sus piernas, se hace cada vez más pronunciada, bajo las pesadas faldas.
Sin embargo, en esta ocasión, la réplica a su llamada aterrorizada, se convierte en un nuevo movimiento en la sala, frente al umbral. Una sombra alta, ágil y decidida, en la que reconoce el perfil de Gonzalo y cuya visión, libera ligeramente el nudo que el miedo ha provocado en su garganta, permitiendo, no solo el paso de la voz, sino de las lágrimas que reclaman libertad, por la tensión acumulada.

- ¡GONZALO, por favor!



Envueltos en las blancas y cálida sábanas, con los rostros tendidos cómodamente sobre los cojines, los dos niños sueñan apacibles, cada uno en su mundo de inocencia y felicidad. Ajenos a la tormenta que azota a la villa, a los truenos que rompen no solo el cielo en el exterior, si no la calma del hogar.

Apenas un quejido inconformista han emitido uno y otro ante la voz rasgada por el miedo de Margarita.

La niña, arropada no solo por las mantas, sino por el reparador y dulce sueño obtenido de sentirse protegida y querida las pocas horas que lleva rodeada de la familia del maestro, no se despierta ante la tormenta o los gritos de Margarita, pero busca cobijo en el calor que siente próximo entre las sábanas, abrazando las mantas y la tela del camisón de Alonso entre sus manitas.
Mientras tanto, el chiquillo, soñando con batallas y querellas donde no solo observar y venerar al héroe que vaga por los tejados ofreciendo protección y justicia a la villa y sus habitantes, si no siendo su compañero de armas, su escudero…voltea en la cama ante el grito de su tía y con el ceño fruncido, los puños apretados, dispuestos a presentar batalla, y de forma inconsciente, abraza con delicadeza el cuerpo que se aferra a su capa al tiempo que murmura una promesa de seguridad, escolta y abrigo.


En la sala, donde las ascuas de la lumbre apenas ofrecen luz o calor, Gonzalo sostiene el atizador con violencia, con fuerza y destreza, presto a seguir al intruso, que ha visto entrar, una vez más, en el dormitorio de Margarita. Imagen, que no puede evitar, crea una sensación cálida y violenta de rabia, que le consume, que acelera su pulso, y tensa sus músculos preparándose para la batalla, para descargar esa rabia, ese pánico que atenaza no solo sus pensamientos, si no a los suyos.


Escuchando la desgarradora llamada de la joven, el maestro se siente dividido. Quisiera seguir al intruso y hacerle pagar por el riesgo que los suyos han corrido sonsacarle de cualquier modo, y a cualquier precio, la razón de su intrusión a la morada de su familia. Pero en la voz de Margarita, reconoce el miedo, el pánico… y aunque quiere creer que ninguno de ellos ha salido malherido, pues no ha habido tiempo material, una parte de él, la que recuerda aquellas tardes cerca del molino, entre confesiones, promesas y sueños de adolescencia, tiene la imperiosa necesidad de calmar ese llanto, ese miedo; de confirmar que más allá del susto, todo está bien, que nada ha sucedido.

Y tratando de placar a su acelerado corazón que late a velocidades imposibles, sin soltar el atizador, se gira levemente al dormitorio de su hijo. La imagen que percibe entre las sombras, iluminadas por un rayo a través de la ventana, inclina la balanza de su decisión.

Frente a la puerta del dormitorio de Alonso, temblorosa como una hoja de olmo a las puertas del invierno, Margarita permanece de rodillas junto a lo que supone debe ser Satur.

A pesar de las sombras y la distancia, puede percibir a la joven atenazada por el miedo.

No logra verle el rostro, y tal vez no sea necesario, para saber que en ese preciso instante, tras la tensión vivida en lo que se ha asemejado a una noche eterna, lo que necesita es sentirse protegida. Está convencido de ello, pues es la misma necesidad la que le apremia, la que le insta a correr a su lado y abrazarla, comprobar que está segura, indemne.


Y cuando la muchacha eleva la cabeza, y su mirada se posa en la del maestro, él está seguro de lo que debe hacer. En especial, cuando una pequeña mano se eleva en una nueva y trémula llamada, una petición silenciosa que él no puede sino contestar, con rápidos pasos.

Al llegar a la puerta, extiende él también el brazo, y toma la pequeña, trémula y helada mano entre las suyas.

- ¿Qué ha pasado?- pregunta preocupado el maestro, al tiempo que ejerce presión en la mano que retiene prisionera.

Ella, devolviendo el cálido apretón, con las lágrimas en sus ojos y su garganta, responde a la pregunta moviendo la cabeza a un lado y al otro, indicando su ignorancia sobre lo acontecido al amigo, al criado.

Y sin pensarlo más, confirmando que el criado aún respira, pero que ha caído inconsciente por un golpe, corroborando que la figura que percibe en la cama, es la de los dos niños, el maestro hace uso de la mano de Margarita que tiene retenida entre las suyas, y estira sutilmente hasta aproximarla a su pecho, ofreciéndole cobijo y seguridad en un abrazo que ambos necesitan. Una caricia, que ambos devuelven y reverencian cerrando los ojos un instante al notar el pulso, la respiración y el bienestar del otro.

Sin soltar a la joven del amparo que supone para ambos el estar rodeado por los brazos del otro, observa como la figura de Saturno se mueve ligeramente justo antes de emitir una queja y se separan bruscamente.

- ¿Satur?- pregunta el maestro- ¿Qué tal te encuentras?

- Ouch- se queja el criado, mientras lleva una mano a la nuca al intentar erguirse- Gracias- replica con una sonrisa al recibir ayuda del joven Montalvo- ¿Están ustedes bien? Por el Satur no preocuparse, que uno no vuela, ¡pero tiene la cabeza a prueba de golpes!

Margarita aprovecha el momento, para ponerse en pie y acercarse a la cama, donde los niños continúan durmiendo.

- ¿Cómo están?- pregunta el maestro todavía arrodillado junto a Saturno, que se sostiene erguido contra la puerta, gracias a la ayuda que su amigo le ofrece.

- ¿Siguen durmiendo?- Con ojos vidriosos por el golpe mira con los ojos entrecerrados la silueta de la muchacha, pregunta en un susurro el criado, provocando una dulce sonrisa en el rostro de la joven. – Eso es que no me he caído demasiado bien. O que estoy perdiendo peso amo. Que estoy adelgazando y ya no soy el que era…

- A ver si lo adivino, tienes que comer algo para reponerte.

- O beber, seguro que si bebo algo… ¡Piense usté que vino y pan, mueven ejércitos amo! Y si mueven a un puñado de soldados, que no harán con el bueno de Saturno García…

No sin esfuerzo, el criado se pone en pie, y tambaleándose ligeramente, se encamina hacia la cocina, donde toma asiento a la mesa, en compañía de una hogaza de pan, la que momentos atrás blandiera la niña al aire cual trofeo o arma más preciada, dejando al maestro y su cuñada en la habitación.

- ¿Margarita?- pregunta preocupado Gonzalo, al acercarse a la trémula estampa que su cuñada ofrece mientras arropa a los niños. Ella voltea el rostro y le sonríe en las sombras, antes de sentarse en el borde del jergón, contemplando a los pequeños dormir.- ¿Estás bien?

Ella no responde, solamente cierra los ojos tratando de mantener a raya a las lágrimas que se acumulan una vez más entre sus pestañas dispuestas a salir, a bañar la mejilla de húmedas y saladas pruebas de tensión y miedo. Él, sin embargo, nota en su silencio la respuesta, y viéndose incapaz de controlar sus propias emociones, responde a su silencio, con una mano en el hombro de ella.
Gesto que la joven recoge, atrapándola entre su desnudo hombro y su pequeña y temblorosa mano.

- Deberías descansar…- murmura Gonzalo deslizando su dedo pulgar por el cuello de la muchacha, en una tímida, suave pero intensa y conmovedora caricia.

- Y si...

- Nada va a pasaros- Interrumpe él con seguridad y convicción.- Nada ni nadie, va a haceros daño. Te lo prometo.

Y tras observar unos segundos, la determinación de Gonzalo, no solo en su voz, sino en su postura, Margarita no puede menos que asentir silenciosamente.

Con una última caricia a los niños, se deja guiar por el maestro hasta su dormitorio, donde por pura inercia se tiende sobre el cobertor, y cierra los ojos, cuando a su vez, es arropada por el maestro.




Las gotas de lluvia golpean incansablemente las paredes y las tejas, empujadas por ráfagas de viento que intermitentes, aparecen y desaparecen ululando a su paso, creando en las calles un ambiente tétrico que parece acompañar lo vivido en el interior.

Con las sábanas revueltas, y el almohadón sufriendo las consecuencias de los bruscos movimientos, recibiendo no solo el reposo, sino los golpes y gestos creados por la actividad de quien habitualmente descansa sobre él, el jergón de Margarita recibe los inquietos gestos y desplazamientos de su dueña. Volteando a un lado y al otro, con el rostro contraído en una mueca incómoda y temerosa, la muchacha termina por abrir los ojos hastiada.


Hace un rato que los abrió por primera vez, y se ha obligado a sí misma a cerrarlos y a convocar al sueño. Pero no ha tenido éxito. Cansada y desganada, suspira, mientras cierra con fuerza los ojos una vez más, y trata de alejar las ideas que el miedo ha implantado en su mente.

De espaldas a la puerta, y observando la ventana, de repente se pone en pie como empujada por un resorte, como si las sábanas quemaran.

No recuerda cómo llegó a la cama, pero intuye que Gonzalo tuvo algo que ver.
Un escalofrío recorre su espalda, al recordar los acontecimientos de la noche anterior, y se decide a comprobar que todos duermen seguros. Necesita saberlo.

Al girarse, se percata de la luz proveniente de la cocina. La misma lumbre, que durante la noche, convertida en ascuas, se apagó sumiendo la sala en la más absoluta penumbra. La misma luz, que ahora ve a través de la puerta abierta de su dormitorio.

Paralizada por el miedo, se queda unos instantes observando, escuchando. O intentándolo a través del furioso sonido de los latidos de su corazón. Pero no oye ningún ruido.
Temiendo por el bienestar de su familia, toma una de sus alpargatas y tragando salida, yergue la espalda y se encamina lenta y silenciosa hacia la puerta abierta.

No puede evitar que una nueva oleada de miedo recorra su espalda. Recuerda perfectamente el rostro de Gonzalo cuando le prometió que nada iba a sucederles… la misma determinación que quedó grabada en su rostro cuando ha estado dispuesto a cometer una temeridad por el bienestar de los suyos. EL mismo riesgo, la misma imprudencia, en los que estuvo a punto de caer, al seguir al intruso. Los mismos, por los que cuando no era más que un chiquillo, sus padres, su mentor… solían reprenderle.

Pero recuerda también cómo, en lugar de seguir sus impulsos heroicos y pendencieros, en la noche pasada, atendió su silenciosa súplica. Del mismo modo que recuerda la forma en la que se sentó junto a ella y la abrazó. Cerrando los ojos para evitar que las lágrimas que se agolpan una vez más en sus párpados caigan, respira hondo y continúa.

Sabiendo que de lo heroico a lo temerario solo hay un paso, y que Gonzalo es más que probable que lo haya dado ya, avanza un poco más y atraviesa el umbral.

La imagen que la recibe en la sala, la deja sin respiración.

Allí, sentado en una silla, aparentemente dormido, Gonzalo mantiene en sus brazos a la niña.
Un abrazo, que a pesar del sueño, Margarita comprueba sorprendida y encandilada, no disminuye en fuerza o delicadeza para cuidar y proteger el precioso cargo que se supone, también duerme.
Sin embargo, de entre la blanca prisión de tejido que es la olvidada mantilla que Gonzalo ha utilizado para cubrir a la niña, la pequeña mira con grandes y vivos ojos todo lo que ocurre a su alrededor. Desde el maestro, con la respiración calmada y las facciones relajadas, a las sombras que la lumbre hace danzar en el techo. Y por supuesto, a Margarita. La novedad en la sala.

La joven que, embelesada por la imagen, no se ha movido de la puerta hasta que la niña no le ha ofrecido su particular bienvenida con la inocencia y el júbilo de la risa infantil.

- Shh- Recrimina saliendo de su ensimismamiento, mientras se acerca- Vas a despertar a Gonzalo- le susurra con ternura al tiempo que trata de cogerla sin perturbar el sueño del maestro.

La niña, sin embargo, parece encantada con el predicamento, y demuestra su alegría con una nueva oleada de risas. Ante la incomodidad de Margarita.

- Tranquila- murmura él, con una media sonrisa y los ojos aún cerrados.


- ¿Te ha despertado?- pregunta ella intranquila.


- Hace un rato- confiesa sonriendo, abriendo los ojos y observando el rostro de la muchacha a la luz del hogar- ¿A ti?


Está acostumbrado a hablar con ella sin apenas usar palabras, aunque en ocasiones eso les ha llevado a equívocos y malos entendidos. Pero esta vez, ambos saben que la pregunta abarca mucho más.


Encogiéndose de hombros, abrazándose a sí misma, toma asiento junto a él. Y es entonces, cuando se percata de que la puerta de su dormitorio, no es la única abierta. Desde ese privilegiado punto de la sala, puede ver, no solo su dormitorio, y el cabecero de su cama, sobre el que descasan los blancos almohadones. Dirigiendo su mirada en la dirección opuesta, sin necesidad de girarse en el asiento, la puerta de Alonso, abierta de par en par, le permite vislumbrar la silueta de la cama, y el plácido rostro de su sobrino, cincelado entre las sombras sobre el pálido cojín.


Sentados uno junto al otro, en el silencio de la sala, con el único sonido del crepitar de las llamas en el hogar, bajo las danzarinas sombras que decoran el bajo techo de la habitación, con la tormenta azotando el exterior… Margarita y Gonzalo, se acompañan en la calma, el miedo, el cariño y el valor.

Porque no hay mayor heroicidad que aquella que nace de quien únicamente hace lo que puede por proteger a los suyos mediante los pequeños detalles y la paciencia. Ya que, el valor, es hijo de la prudencia, no de la temeridad.


Imagen

Avatar de Usuario
moli
Welcome to San Felipe
Mensajes: 155
Registrado: Dom Abr 17, 2011 12:16 pm
Sexo: Chica
Ubicación: Entre Pinto y Valdemoro

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor moli » Jue Jun 21, 2012 12:39 pm

Esto... por curiosidad Imagen esto va a seguir o tas dormia que es mejor que estar durmiendo??? Imagen
Imagen

Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Sherezade » Sab Jun 23, 2012 4:13 pm

Estaba dormida Moli. Pero ya me voy despertando. Dejo los siguientes y me despido hasta la próxima Imagen Creo que finalmente colgaré todo lo que queda para así poder empezar con el 'nuevo' En un par de semanas ;)


8-En las sombras

La lluvia sigue cayendo incesante en las calles, en su continuada querella contra el suelo, creando charcos que crecen con cada minuto que pasa, sin que la tierra pueda absorber la cantidad de agua que los cielos dejan caer con virulencia desde hace unas horas en la villa.

Charcos, que apenas reciben más visitas que las de nuevas gotas de claro y frío líquido. Sin embargo, en las desiertas calles de la villa, una figura oscura, se mueve entre las sombras, deslizándose, ocultándose, fundiéndose con ellas. Sus pasos son certeros, decididos y calculados. Pero nadie lo sabrá cuando llegue la mañana.
Sus pisadas apenas tardan en ser borradas por el cenagal en el que se han convertido las vías, pasajes y caminos que habitualmente vibran con el movimiento de las gentes que las transitan. Gentes, que al llegar al mañana, no verán en el barro, más que ondas oscuras de tierra, provocadas por la lluvia y el viento. Apenas una silueta difuminada de una bota aquí y allá…

Él lo sabe, y a pesar de lo nefasto del clima, agradece las inclemencias del tiempo, que unido a las intempestivas horas, permiten que su tarea sea más simple.

En la penumbra de esta oscura noche, divisa la silueta de su destino, y una vez más, sonríe orgulloso y altanero. Ha cumplido con su misión. Tal vez no tal y como tenía pensado, gruñe maldiciendo y renegando bajo la lluvia. Pero ha tenido éxito.

Espera, más que sabe, que quien le contrató, lo vea del mismo modo. Al fin y al cabo, posee información nada desdeñable.

El contorno del edificio parece crecer con cada paso. Cada vez más cerca, y rememorando lo acontecido esa noche, las dudas y el arrepentimiento se agolpan en su mente.

Algo no encaja, musita entre dientes. Es la primera vez que le descubren.
Lleva cumpliendo con encargos similares, desde que puso los pies en la villa. Jamás ha sido descubierto, ni tan siquiera por ese que llaman Aguila Roja. Y sin embargo, allí donde soldados, fieros y celosos mercaderes, han fracasado, un maestro de escuela, un hombre culto, sencillo y pacífico ha triunfado.

Pero a pesar de haber descubierto al intruso entre las sombras de su hogar, que podría achacarlo a lo desvelado y lúcido del maestro, la diligencia y presteza con la que se ha hecho cargo de la situación, apartando a la mujer y enviándola al dormitorio de los niños, sumado a la habilidad con la que blandía el atizador como si de un florete o una ropera se tratase, le tienen intrigado. Y a buen seguro, esas incógnitas, le mantendrán ocupado unos días.

Y con ese enigma en mente, se aproxima al portón de madera.



En la penumbra apenas puede distinguir la elegante fachada, o el intrincado trabajo en piedra que rodean la puerta, mucho menos la balconada sostenida por el busto de dos ángeles. Pero no le hace falta.

Sabe que no debe usar la puerta principal, mucho menos la aldaba. Así que rodea el frontal de la casa, y se encamina al pasaje de Agüera, y a la puerta de servicio.

Desde allí, y travesando las cocinas, y los oscuros pasillos que separan las dependencias del servicio de la casa señorial, accede, a través de una puerta tapizada, a un pasillo ricamente decorado con alfombras, sillas tapizadas y cuadros con honorables y venerados rostros de antepasados y antiguos inquilinos de la casona.

Elegantes y ornamentados candelabros y candiles de plata, proporcionan al pasillo una iluminación apropiada no solo para ver el camino a seguir, si no que alumbrando la pieza de decoración apropiada, parecen ilustrar la distinción de la casa.
Al llegar frente a una puerta de madera noble, engalanada con un tirador de hierro, labrado con un intrincado y sutil diseño, detiene sus pasos y sus pensamientos para prestar atención a cualquier ruido.

Hasta el momento, no se ha cruzado con nadie en la casa, y sabe que tras esa puerta, se halla la única persona a la que le debe explicaciones, o ante la que se debe dejar ver. Pero ha de ser cuidadoso.

El caballero con el que debe encontrarse, aunque respetado e importante, o tal vez por eso mismo, guarda secretos. Secretos, cuyo conocimiento puede resultar interesante o suponer una pena de muerte.

Aún y así, decide arriesgarse. La información que tiene, bien vale, no solo el oro sino el riesgo.


En la habitación principal, con paredes decoradas con un intrincado papel pintado, importado de la vecina Francia, engalanadas a su vez con candelabros de plata cuyas velas, permanecen apagadas, la estancia, recibe la luz de la lumbre. El hogar, preside la decoración de la estancia. Se trata de una estructura de mármol italiano, ornamentada con intrincados diseños en plata y oro, a juego, no solo con el papel pintado, sino con las caras y elegantes tapicerías de los divanes y sillones, que descansan sobre la importada y cálida alfombra.

El tapiz, pues por el intrincado diseño de los hilos, y el trabajado dibujo que presenta el paño, bien podría haber estado colgado en algún pasillo o estancia de una casa señorial, no solo recibe la madera de las patas de los muebles. Sino que, sobre ellos, dos figuras reciben la luz de la lumbre y la suavidad del tejido sobre el que descansan.

A pesar de la escasa luz, se perciben las siluetas de un caballero, cuya melena, comienza a clarear a buen seguro debido a la edad o la genética, y una moza.
Ella, tendida boca arriba, parece vestir un simple vestido. Las faldas, de tosca y recia tela, arrugadas entorno a las piernas, pequeñas, torneadas y pálidas, apenas cubren sus vergüenzas. Sin embargo, sí que ocultan la mano masculina que se pierde entre ellas, y que reaparece, guiando a la muchacha a una nueva posición, sobre el cuerpo rollizo del caballero.

La puerta se abre, tras una llamada que ha sido desatendida por ambos. Con ella, nueva luz ilumina la estancia permitiendo a uno y otro, observar las grotescas reacciones de los contendientes en la batalla más antigua que conoce el hombre. La contienda, que apacigua el deseo, mediante el burdo encuentro propiciado, en este caso, por el dinero.

Con un gruñido violento, el hombre, tendido en el suelo sobre unos cojines de tafetán bordado en oro, sostiene con brusquedad a la muchacha para impedir que se aleje, o que abandone su cometido.

- ¿Que quieres?- pregunta sin apartar sus manos de la cintura de su acompañante, a la que sostiene y guía- ¿No ves que estoy ocupado?- Exige a la oscura figura que ha accedido al dormitorio, luciendo sucias botas de montar.

- Creo que le interesa lo que tengo que decirle- murmura desde la puerta, una voz serena, decidida, grave. La voz de un hombre que, sin apartar la vista del frente, conoce todos los recovecos de la estancia, todos los detalles de los objetos y de lo que en ellos acontece. Incluido el hecho de la cama, que apenas separada unos metros de la alfombra, descansa impoluta, cubierta por una colcha de tafetán de seda.

Girando el rostro para observar al recién llegado, la pareja situada frente a la chimenea, detiene bruscamente su ejercicio, cuando ella es lanzada con violencia a un lado.

- ¡Vete!- Grita él, mientras apartando las oscuras faldas, que cubren sus piernas, se pone en pie. Encaminándose hasta una mesa de madera, que junto a la ventana, cubierta por espesos y ricos cortinajes, mantiene al alcance decantadores y vasos de trabajado cristal importado. - ¿Qué haces aún aquí?- pregunta enfurecido al voltearse y ver a la joven en la misma postura en la que ha quedado frente a la lumbre.- Márchate hasta que vuelva a llamarte. ¡No quiero interrupciones!- Advierte, en referencia a la conversación que tiene pendiente con la visita. Y viendo la puerta cerrarse tras la joven, con el vaso lleno de amberino líquido en la mano, se dirige a visitante- ¿Y bien?

- Objetivo cumplido, señoría- replica con voz atonal y severa- Está allí. Tal y como imaginábamos. Ahora está, bajo la protección del maestro.

- Ya veo.- Responde pensativo- ¿Algo más?

- El maestro sabe que un intruso ha irrumpido en su casa.

- ¿Te ha seguido?

- No. – Intrigado, su interlocutor le observa alzando una ceja a la espera de una explicación- La cuñada, parecía reclamarle- responde, con desdén, a la silenciosa pregunta.


- Habrá que hacer algo al respecto. – Musita sacando de un pequeño arcón de madera lacada, con incrustaciones en oro, un diminuto y pesado saco de terciopelo, que tiende al hombre de negro.

- A su servicio, señor Cardenal- Diligente, sopesando en la mano el saco de monedas, se despide el soldado, por el momento.

Mientras tanto, con un nuevo brillo en los ojos, el cardenal Mendoza toma un trago de su copa, y deja que sus pensamientos y su mirada se pierdan en la rojiza danza de la lumbre.




En las sombras, no solo se amparan los secretos, las maldades o se urden planes imposibles. En las sombras, se reúnen los amantes, se fraguan los sueños, y se hacen promesas al destino.


En una pequeña habitación, se halla una de las pruebas más claras de ese hecho. Entre blancas y cálidas sabanas, sobre un viejo jergón de lana, Alonso despierta. Aun con los ojos cerrados, el chiquillo bosteza estirando los brazos y sonriendo satisfecho, se arrebuja entre las telas. Feliz, cálido, confortable… No percibe luz por la ventana, y nadie ha venido a despertarle aún, por lo tanto, deduce que la mañana aún no ha llegado. Dispone aún de unos minutos, posiblemente, unas horas de su cálido o confortable remanso de paz.

Pero su vejiga, tiene otros planes.

Perezoso, se levanta de la cama, sin apenas apartar las sábanas, y distraído, busca el orinal que durante años ha permanecido bajo su cama. Con los ojos entreabiertos, cubiertos por las pestañas, y velados por el sueño, se percata de la puerta abierta y contrariado mira en dirección al salón. Contrariado, con el ceño fruncido y frotándose los ojos con la mano cerrada en un puño, se dirige a lo que ha atraído su atención.

Allí, al calor de la lumbre, sentados en sendas sillas, su padre y su tía, parecen dormidos. Su padre, mantiene la espalda recostada contra el respaldo y las piernas, estiradas frente a él, cruzadas en los tobillos. Siempre le ha parecido el más alto de los hombres, pero, verlo ahora tendido de esa manera sobre la silla, la idea de su padre como un gigante, se le antoja no solo divertida, sino más real que nunca. Sobre todo, viendo en sus brazos, la diminuta figura de un bebé. No sabe de dónde ha salido, y puede que más despierto, su presencia le cause algo más que contrariedad, pero ahora mismo, su atención, se dirige a la mano, que junto a la del maestro, sostiene al pequeño contra el pecho del hombre de la casa. La mano femenina, apoyada descuidadamente sobre la figura del bebé, que con pequeños y rollizos dedos parecen sostenerla en su sitio, pertenece a Margarita. La muchacha, sentada en la silla, cubierta por una mantilla, que en algún momento de la noche ha ido a buscar a su habitación, con una expresión de infinita calma dibujada en las facciones, mantiene la cabeza apoyada sobre el hombro del maestro. Este, a su vez, mantiene la barbilla equilibrada sobre una espesa, suave y fragante almohada que, no es otra cosa que, los oscuros y perfumados, cabellos de Margarita.

Ensimismado en la visión de su familia en tan curiosa postura, Alonso, todavía adormilado, no se percata del sonido de la puerta al abrirse, ni de las pisadas o el rezongar de quien las inflige contra el suelo. Saturno, mesándose la nuca, con el rostro cubierto por el dolor y el sueño que no ha tenido, queda perplejo ante la estampa.

Pero allí donde el niño, solo se extraña, él sonríe enternecido, hasta que repara en la figura, con camisón blanco estática.

- ¿Qué haces levantao?- susurra, intrigado

- ¿Qué hacen aquí?- pregunta el chiquillo en el mismo tono de voz, sin apartar la mirada de la imagen que parece haberse quedado grabada en su mente- ¿Y quién es?- señala a la personita, que duerme plácidamente en los brazos de su padre.

Contrariado, el criado mira al chiquillo, sonriendo divertido

- Anda, pues si es verdad que no te has enterao!- El niño, con los ojos apenas abiertos, le mira intrigado y niega con la cabeza mientras encoje los hombros- Como perro guardián tú no tienes precio, chiquillo. ¡Vaya manera de dormir!- el niño, bosteza sonoramente, pero no aparta su mirada intrigada del criado- ¡anda pal jergón!

- Pero Satur…- suplica con poca convicción mientras vuelve a bostezar

- A dormir.

-Pero es que… ellos…- arrastrando las palabras por el sueño, el niño trata de hacer oír su queja entre bostezos.

- Ellos hacen en las sombras y dormidos, lo que no se atreven a admitir despiertos- Alonso, ya junto a la cama, le mira sin comprender sus palabras.- Esos dos deberían despertarse, para que los sueños se hagan realidad…- Con un suspiro desganado continua, mientras arropa al niño, inconscientemente, su explicación.- Si es que ya lo digo yo- comenta alejándose tras palmear cariñosamente al chiquillo en el hombro- Soñar está muy bien, pero hay que ver las señales. No se puede seguir un rayo de luna. No se puede.- Se lamenta mientras se aleja a su propia habitación, olvidando el motivo por el que había salido en un primer momento- No se puede, no señor. Si uno no abre los ojos y mira, es imposible. Y estos dos, ver, se ven… pero cuando el otro no mira.

Alonso, apenas escucha la puerta de Saturno cerrarse, ni ha prestado demasiada atención a sus palabras. Solo sabe, que desde su mullido cojín, arrebujado entre las sábanas, y sin comprender el porqué de la estampa, puede ver a las tres personas que duermen en el salón.
- Ya lo preguntaré mañana. Porque soñar está bien, pero a veces, hay que mantenerse despierto, Se dice a sí mismo mientras se acomoda en el cojín para tener una mejor vista.




La noche, fría, húmeda y tenebrosa, aún lo asemeja más para aquellos reunidos en el antiguo jardín del convente de Santa Ana. Antaño, un lugar lleno de vida, y color. Hoy, sometido al poder de la madre tierra que lentamente ha cubierto bancales de piedra, jardineras olvidadas y plantas consumidas por el tiempo y la falta de cuidados. La maleza, sobrecogedora y viva, cubre todo aquello que ha encontrado a su paso, envolviendo la zona, de un misterio mayor del que los habitantes de la villa le otorgaron en su día.

Bajo la lluvia y las sombras de los olmos, ante la atenta mirada de la inerte y enigmática forma del convento, dos hombres, continúan con su discusión.
Agustín, sostiene a Hernán por la pechera y con rabia en la mirada, trata de obligar al taciturno hombre de negro a confesar. No sabe el qué, pero apenas intuirlo, y recordar como esos ojos fríos tiempo atrás pertenecieron a un muchacho asustado pero inocente, le remueven la conciencia al fraile.

- ¡No sabes lo que has hecho! – Grita, zarandeando al comisario y empujándolo contra la gruesa y resquebrajada corteza del robusto olmo más próximo.

- Sé lo suficiente- Se excusa el más joven, apartando con un simple movimiento de muñeca al clérigo. - ¿No es eso, lo que me decías?

La sutil, pero violenta embestida hacen perder al religioso el equilibrio, pero rápidamente se endereza.

- ¡Insensato!- le espeta entre dientes, mientras observa con rabia y conmiseración mezcladas en la mirada, a Hernán.- Hay secretos que se guardan para pro…

- ¡Déjate de estupideces viejo!- Interrumpe Hernán el discurso que ya ha oído, en su opinión, demasiadas veces.

- No te lo han contado, ¿verdad?- pregunta de repente Agustín, con un brillo en la mirada, mientras Hernán, mira en otra dirección fingiendo indiferencia. Su rostro, empapado por el agua, pero no todas las gotas que perlan e iluminan su rostro, son dulces, y eso devuelve al clérigo la visión del muchacho que años atrás, estuvo bajo ese mismo olmo, preguntándose qué iba a ser de él. Pero esa visión, apenas dura unos instantes, y es reemplazada por el soldado que regresó de las Américas, convertido en un aguerrido soldado, un hombre curtido, todavía siendo niño, y que encontró no solo un camino, sino una posición, un nombre, unos errores…- No ves más allá de sus encantos.- Murmura apenado- Nunca lo has hecho. No eres más que un mercenario.

- ¡Soy la ley!- brama enfurecido a la noche, mientras el cielo parece darle la razón irrumpiendo con un brillante rayo la oscuridad, para seguir con un ensordecedor trueno- Solo cumplo las leyes…

- ¿Y qué hay de los muertos, y los niños?

- No eres mejor que yo, Agustín.- Comenta con desgana, mientras fija la vista en el horizonte y la silueta del convento.

- Algún día, espero que puedas arrepentirte de tus pecados.- Murmura a través de la lluvia, el monje, haciendo estallar en una socarrona carcajada al comisario

- Ingresaste en ese monasterio para obtener asilo y protección… ¡No me hagas reír!

- Espero que al menos ella, nos perdone a ambos.- Ese último susurro atrae la atención del moreno soldado, que le mira interrogante- Espero que tu madre tenga a bien perdonar en lo que he convertido a sus hijos, lo que la vida os ha deparado…

- ¿A nosotros?- Hernán se voltea rápidamente, con la mirada cubierta por la intriga. Pero, sus ojos, apenas ven nada más que oscuridad.

El lugar que momentos atrás, había ocupado Agustín, ahora era un espacio vacío en la noche, cubierto por las incansables gotas de lluvia.



Última edición por Sherezade el Dom Jun 24, 2012 9:14 am, editado 1 vez en total.

Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Sherezade » Sab Jun 23, 2012 4:16 pm

9-Luna del cazador

La mañana llega a la villa entre nubes de tormenta y perezosas gotas de lluvia que no cayeron durante la noche. Los tímidos rayos de sol, entran avergonzados por las sombras que cubren la villa, iluminando charcos y los pocos rostros adormilados que a estas horas ya han saludado al nuevo día.

Entre esos rostros, los asustados ojos de quienes por primera vez, en mucho tiempo, ven la luz del sol a las puertas de los dominios de Hernán Mejías, comisario de la villa. Arremolinados en torno a un viejo y sencillo carromato de madera, un puñado de personas, con el miedo reflejado en el rostro, miran en derredor buscando algo que les ofrezca un atisbo de esperanzas, que les libere del pánico y de esa prisión en la que han permanecido las últimas semanas.

Junto a ellos, dos hombres altos, con oscuras vestiduras, equipados con sendas vizcaínas y pequeños arcabuces al cincho. Las oscuras figuras, pulcramente vestidas de negro impoluto, permanecen junto a ellos, sin apenas moverse o decir nada. Una mirada, un gesto y sus palabras, escuetas, directas y simples, son obedecidas sin más que alguna lágrima. Los gritos, han sido vedados de este encuentro. Y una vez más, su palabra, ha sido ley.

La resistente y pesada puerta de hierro y madera, que hace las veces de entrada a las mazmorras, se cierra con un golpe seco que aleja no solo las voces de los condenados en el interior, sino las esperanzas de quienes aguardan su destino concentrados en las proximidades del forcaz.
El pequeño carromato de dos varas, súbitamente empieza a ser el receptor de algunos de los curiosos y asustados prisioneros congregados en la plaza.
Ninguno de ellos, mide más de metro y medio, ninguno, ha probado alcohol, conocido a alguien en el bíblico sentido de la palabra, ni ha llegado a ver los doce años todavía.

Todos, sin embargo, han experimentado el miedo en sus carnes. Todos, tienen hermanos pequeños, que aún no han cumplido el año. A todos, aguardan un destino incierto si suben al carromato. Pero si se quedan, han oído y visto lo que le puede suceder a quien entra en los calabozos. Nunca, se ha visto a nadie salir… Todos, sin excepción, han sido arrancados de sus casas en la noche, como antes de ellos, lo fueron otros.

Caminando junto al forcaz, uno a cada lado, los soldados vigilan que los chiquillos permanezcan quietos y callados sobre el carruaje, y que los dos que arrastran de las maderas laterales, no bajen el ritmo ni varíen la dirección.
Haciendo uso, de las vías exteriores de la villa, esas que vadean el riachuelo, y se adentran en los caminos menos transitados, el silencio se apodera, como un manto de pánico, de los niños que se arrebujan en sus delgadas piezas de ropa, buscando una respuesta, un consuelo, que no hayan.

- Julio- llama uno de los dos soldados a su compañero- ¿Por qué nos los llevamos a todos?- pregunta obviando la presencia de los ocho niños- Creía que solo eran los más pequeños.

- Calla y obedece. Eso es lo que has de hacer- Replica su compañero- Las órdenes no se discuten- Su voz, todavía cargada de juventud, trata de sonar seria y decidida, pero su joven edad, hace mella. En especial, al recordar, no sin alivio, que le han liberado de una carga, que le iba a pesar toda su vida.

- Ya, pero…

- El comisario llegó anoche y cambió las órdenes.- Le corta secamente- Lo único que tienes que saber, es que estos niños deben ir al antiguo orfelinato de Santa Ana. Las monjas se harán cargo.

Y ante las miradas asustadas de los niños, a través de un paseo de hojarasca y malas hierbas, divisan la imponente silueta del temible convento de Santa Ana. El antiguo santuario, que años atrás, empezó a acoger a los niños abandonados, hasta que, a una edad prudencial, los chiquillos pasan a ser empleados en los cuidados de los diezmos, o las casas señoriales próximas.




El fuego, que durante toda la noche ha ardido con calma en el hogar, crepita bajo un puchero, en el que unos huesos, algunas verduras, y mucha agua bullen con tranquilidad, emitiendo una fragancia, que nada hace por calmar el apetito del hambriento.

Pero en ese momento, cuando el sonido del fuego, el caldo en ebullición y las escudillas chocando contra la madera sobre la que son colocadas, el hambre, parece ser la última de las preocupaciones de quienes despiertos, se sumen en sus pensamientos ante los tímidos rayos del amanecer.

Gonzalo y Margarita han despertado un rato antes, con la ayuda de Saturno rezongando y los hambrientos quejidos de la pequeña niña, que la noche anterior llegó a sus vidas. Ante la primera incomodidad, no solo por la noche en sendas sillas de madera, sino por despertarse uno junto al otro, han recurrido a la vieja conocida, que es la ignorancia. Sin embargo, aunque ambos pretenden olvidar la forma en la que han pasado la noche, el recuerdo del pánico vivido, las miradas de soslayo hacia la puerta, la ventana y sobretodo, hacia los otros habitantes de la casa, avivan los pensamientos, y la memoria como certeros látigos.

Margarita, situando la escudilla sobre la mesa, se queda quieta junto a la mesa, observando con atención, en la distancia, la figura dormida y plácida de Alonso. El chiquillo parece no haberse enterado de nada, y el mero recuerdo de lo que pudo haber pasado, la hace estremecerse.
A sus espaldas, con la jarra de agua que acaba de llenar de la barrica, Gonzalo se percata de su escalofrío y no puede evitar verse consumido por el recuerdo, y la incertidumbre.
No puede evitar preguntarse acerca de las intenciones del intruso, del mismo modo, que el casi obligatorio planteamiento de las posibilidades de una repetición, tengan lugar, le impide alejarse demasiado. Es por ello, que se siente dividido.
Una parte de él, la misma que la noche anterior hubiera salido en pos del hombre que irrumpió en su casa al amparo de la noche, desea salir en busca de respuestas. Tal vez Agustín, a quién buscó en un primer momento, o Miguel de Almansa, que dejó a la niña en sus brazos, puedan aportar luz. Aunque duda, que el monje aporte respuestas claras, sabe que no le engañará.

Oyendo un ruido procedente de la habitación de su hijo, que se despereza sonoramente, mientras abraza las mantas, una sonrisa asoma a su cara y cae en la cuenta de que, hasta que Saturno no regrese, no podrá marcharse. Pero sabe, que al igual que él, la mujer que ahora cubre de besos y hace reír al chiquillo, también marchará.

Suspirando cansado, en un intento por desechar la idea y el pánico que tratan de hacer mella, continua con los preparativos del desayuno, hasta que es distraído por el sonido seco de la puerta al cerrarse

- ¡Amo!- llama la voz nerviosa de Satur- ¡Amo! ¡Venga aquí, por favor!

Su voz, ha sido oída también por Margarita y Alonso, que miran al maestro con el rostro lleno de preocupación y extrañeza, respectivamente. Pero Gonzalo, aplaca sus nervios y detiene sus preguntas antes de que sean realizadas, con un solo gesto de la mano.

- ¿Qué pasa, Satur?

- Amo, no se lo va a creer…- El criado deja la jarra de barro sobre la mesa, camina en círculos nervioso, se mesa el cabello y vuelve a coger la jarra.- Viniendo de dónde el Venancio, me he encontrao con El Tejas, que ya sabes usté que ese hombre, vive en el paseo que hay en Comendadores, y como resulta que duerme menos que usté, porque …

- Al grano, Satur- interrumpe el maestro

- A eso voy, a eso voy.- Replica con las manos en alto tratando de apaciguar la poca paciencia de su amo y amigo- Se acuerda de los cuentos chinos esos que dice usté que son las desapariciones de la Villa?- Con los ojos abiertos, y la expresión entre asustada e intrigada, aguarda unos segundos en una pausa dramática que parece llenar el recibidor de la casa, de silencio- En el camino viejo, el que rodea la Villa por el lado del río… han visto un carromato con los niños de los desaparecíos. Y no los guiaba la Santa Compaña. Tenía usté razón, que por otro lado no es nada raro, pero no se lo puedo decir mucho que lue…

- ¿De qué hablas, Saturno?

- El comisario hombre, ¡el comisario!- Replica exasperado-Eran sus hombres los que llevaban el carromato. Pero no sé pa’ que los llevan al Camino de los Olmos…

- El camino da a la carretera, y un poco antes, al Convento de Santa Ana- comenta distraído el héroe, buscando posibles respuestas a las preguntas que se agolpan en su mente.

- Pues no sé que es peor, si las celdas del señor comisario, o ese sitio. ¡Usted lo ha visto!- un escalofrío recorre su espalda- Esos jardines abandonaos, el cementerio viejo… todo lleno de malas hierbas, que parece un manto aquello. ¡Y a saber que se esconde ahí debajo! - De repente un sudor recorre su espalda - ¡Amo! Que ese es también el maldito camino que lleva a la roca grande.- Comenta asustado, con el rostro pálido y la mano cubriendo su boca.- Esa en la que casi me entierran…

- No te separes de los niños. Me oyes- Ordena serio, manteniendo el miedo y la incertidumbre, ocultas tras el rostro sereno y serio, sin embargo, su voz, sus ojos, lo delatan.

- Con mi vida amo. Ya lo sabe usté. Yo, la sombra de Alonsillo, y con la palomita lo mismo. Pero… ¿Va a salir usté hombre?- comenta con una expresión preocupada que pasa a convertirse en miedo, al ver a Margarita, en la sala, preparando su chal sobre el respaldo de una silla- Amo, ¿y qué pasa con la señorita?

Volteando la cabeza, Gonzalo ve la mesa, alrededor de la cual su hijo, distraído y somnoliento, toma su desayuno, mientras se deja mimar por Margarita, que le aparta el pelo del rostro, y le susurra algo que hace reír al niño. Ambos, alzan e rostro al percatarse de otro ruido, el llanto infantil de Paloma, y el maestro ve claramente sus rostros. Ella, con una curiosa calma iluminando el rostro cansado; él, los ojos velados por el sueño, y una sonrisa traviesa, que murmura algo provocando la risa en su tía, que vuelve a atusarle el pelo antes de levantarse de la mesa.

- No te preocupes- Musita el maestro sin apartar la vista de lo que ocurre en la sala. Una idea cruza su mente, pero sabe que no puede proponérselo a ella. No importa cuánto insista, o los argumentos que aporte. Conoce de antemano su respuesta.

Con una expresión cansada, y la mirada perdida, toma una decisión.

Por la mañana, aprovechando la compañía de Catalina, la luz y el gentío que, como ellas, se dirigen a sus respectivos lugares de trabajo, Satur la escoltará en la distancia para asegurarse que llega sin incidentes al palacio de Santillana. Los niños, acudirán con él a la escuela, donde podrá tenerlos vigilados hasta que Satur regrese, llevándose consigo a la pequeña e informándole del bienestar de Margarita. Cuando caiga la tarde, y el sol se aleje en el horizonte, será él quien vaya en busca de su cuñada para escoltarla hasta el hogar. Al menos, esa es la intención de Gonzalo, hasta que pueda obtener respuestas y bajar la guardia.



En una oscura habitación, a la que apenas llega la luz de los primeros rayos de sol, filtrados por las cortinas, una vela de cera de abeja en un sencillo candelabro de plata, es la única fuente de luz, junto con el fuego que arde en suaves y rítmicas llamaradas que parecen acariciar la madera de abedul en el hogar.
Bajo la luz directa de la vela, sobre una superficie de limpia y brillante madera de roble, un papel recibe la caricia de una pluma de cisne, biselada recientemente con el cortaplumas que descansa próximo. A su paso, la pluma deja el recuerdo de la tinta, en un suave y elegante trazo, que dibuja poéticas y enigmáticas palabras: Luna del cazador.

La mano que ha trazado las letras, toma el decorativo frasco que contiene el secante, y con cautela deja caer un poco por encima del texto.
Mientras de manera mecánica, termina de preparar la nota, una sonrisa satírica ilumina el rostro del escribano al pensar en lo poético de su elección.

Desde hace algún tiempo, en algunos lugares a las diferentes lunas se les otorga un nombre, del mismo modo que en otras épocas, se le ha otorgado no solo nombre sino rostro y divinidad, ha sido Selene o Diana.
Se comenta que allende de los mares, recibe otros nombres, y que su aparición, no solo augura magia y ropa blanca. “Los marinos, lo saben bien”, piensa recordando un viaje por mar.
Lo mismo ocurre con la luna llena, que aparece una vez al mes en la cúpula celeste. Dos, cada dos años aproximadamente, y que tiempo atrás se consideró un signo del maligno.

La luna del cazador, es la luna llena de octubre, para la que apenas faltan unos días. Momento en el que, con la caída de las hojas y el ciervo cebado por la proliferación de alimento del estío, los cazadores pueden montar sus caballos, y seguir el rastro del zorro, para darle caza.

Con la nota cerrada, toma el lacre rojo, y sobre unas gotas del mismo, imprime el sello negro que adorna su mano derecha.
Estirando el brazo, tira del cordel de hilo de oro que pende del techo junto al pequeño escritorio, y aguarda la llegada del servicio a quien instruye:

- A la hora sexta, antes de que el sol esté en lo más alto, las campanas llamen a oración y las sombras, sean apenas visibles bajo los pies de los transeúntes de la avenida de Marqués de Campo, las notas deben estar en manos de sus destinatarios.




Las pisadas apenas resuenan sobre la espesa alfombra de intrincados dibujos florales que descansa sobre el frío suelo, como sempiterna compañera de secretos y misterios. Los tupidos cortinajes de terciopelo azul, cayendo a ambos lados de las amplias vidrieras, caen sobre ellas, en su letargo matutino, mientras los tímidos rayos de sol, se dejan ver entre las nubes y la niebla, ofreciendo un aire triste y enigmático a los majestuosos jardines cuyas vistas, las cortinas enmarcan.

Unos sillones, creados por los maestros ebanistas, descansan sus felinas patas sobre la alfombra, mientras, en sus tapizados de tafetán azul con bordados en oro, se apoya, más no descansa, el cansado cuerpo de un hombre de cierta edad.

Habitualmente, cuando visita esa sala, no toma asiento jamás. Pero en las últimas horas, siente que ha envejecido todo lo humanamente posible. Tras acudir, presto y preocupado, a una llamada, bajo la lluvia halló una verdad que no quería encontrar: Había fallado.

La educación de aquel hombre, antaño un chiquillo se le fue de las manos antes de que pudiera hacer nada. “He vivido toda la vida engañándome”, se dice en un cansado suspiro, mientras cierra los ojos y trata de recuperar algo de la paz, que esta noche, le ha robado.

Al llegar a su hogar, atribulado por las decisiones y los acontecimientos, una nueva y desagradable sorpresa le da la bienvenida. El peor de sus temores, era cierto.

Horas antes, una carta que anhelaba recibir, le había reportado preocupación y desasosiego. Y tras los hechos acaecidos durante la noche, bajo las tímidas luces de la mañana, duda de las enérgicas decisiones tomadas a lo largo de toda una vida, de los caminos elegidos en cada bifurcación del camino.

- Soy demasiado viejo para esto…- murmura al silencio, la plata y los elegantes muebles que le acompañan.

Ensimismado en sus pensamientos, no percibe la puerta abrirse. Ni escucha los pasos de quien le ha mandado llamar, ese, ante el cual, jamás permanece sentado. Al percatarse de su presencia, se pone en pie rápidamente y se disculpa con una formal reverencia.

- Majestad.

- Tranquilo Agustín. Ya he oído lo que ha sucedido en el monasterio- replica el monarca indicándole nuevamente la silla- ¿Qué otras nuevas me traes?- pregunta con un tizne de expectación en la voz.

- Me temo señor, que no tengo nada bueno que aportar.

- ¿A qué te refieres?- pregunta extrañado y preocupado- No juegues conmigo Agustín! Su cuidado quedó a tu cargo, y sé que siempre has velado por ellos. Por TODOS ellos.

La mirada puesta en una margarita de la cadena de flores dibujada en la alfombra, el fraile siente una punzada al notar el énfasis en esas últimas palabras. Sabe que no es así.

- Majestad, siempre he velado por ellos, como si fueran los míos propios.

- Lo sé, amigo mío.- el monarca recuesta su espalda contra el respaldo y con las manos entrelazadas, los codos apoyados en los reposabrazos labrados, suspira pensativo.- Sigo pensando en ellos como en unos chiquillos, pero los años no pasan en balde para nadie…

Una sonrisa de complicidad, ajena al otro, se refleja en los rostros de los dos hombres, cada uno sumido en sus pensamientos, y en la verdad que en esas palabras encuentran.

- Sólo quiero saber.- Insiste el monarca- Aun recuerdo la primera y única vez que vi a su madre- replica con una sonrisa soñadora, rememorando aquella dorada cabellera, la inocencia reflejada en el rostro angelical del sonrosado rostro, y los dos faros azules, coronados por rubias pestañas- Era un ángel.- Frunciendo los labios, alza el rostro hacia la ventana y deja que su mirada se pierda en el horizonte.- ¿Ha muerto, verdad?

- Lo lamento majestad.

- Debí suponerlo cuando no recibí noticias.- Su rostro, que ya da muestras de su edad, como el de Agustín, parece envejecer por el recuerdo y la dureza de los recuerdos, el dolor y el lamento- Dime, ¿Llegó al menos a Almansa? - El fraile, niega secamente acompañando sus palabras de una disculpa- Quiero justicia Agustín. No me importa como lo hagas… Quiero que mi hija y mi nieta, reciban cristiana sepultura, y saber la verdad.

- Así se hará, señor.- Promete el fraile a modo de despedida, mientras se aleja hacia la salida.

- ¿Qué hay de tu hijo?- pregunta súbitamente el monarca, mientras el monje se aleja.- ¿Vive?

- Vivía ayer, señor.- Responde únicamente el franciscano, con una nueva inclinación antes de alejarse por los pasillos que le conducirán al patio de armas, y la puerta exterior del palacio.





Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Sherezade » Dom Jun 24, 2012 9:22 am

10-Miedo y sueños…

La suave tela de lana, acaricia y cubre los desnudos brazos, proporcionando calor, cobijo y protección. La mirada, generalmente despierta y vivaracha, recorre sin embargo el horizonte sobrecogida, temerosa… el cuerpo temblando, insegura su propietaria. Un sonido, solo un sonido ha provocado el brusco cambio en la mirada, la tensión en la espalda y el miedo pertinaz que parece haber tomado como rehén el menudo cuerpo.

Margarita mira angustiada en derredor, sin llegar a ver nada ni a nadie, consumida por el miedo.

Apenas recuerda como ha llegado a ese punto, a ese lugar… Sabe, que esta mañana estaban alrededor de la mesa, acabando el almuerzo y Satur conversaba con Alonso sobre un sueño de gentes encantadas…

- Yo ya vi algo parecido una vez, allá por Galicia.- Responde Saturno a la explicación del chiquillo- Que no solo de pescado, lluvia y meigas viven esas gentes…- Alonso, en ese momento le dirige una mirada suspicaz desde su posición, sentado junto a la niña, sosteniendo su pequeña mano, mientras ella descansa sobre el regazo de Margarita- No me mires así Alonsillo, Que lo que tengo que decir, es muy serio. Hablaban de un chiquillo que se quedó convertido en piedra por un susto…- El criado, tan ensimismado está en su relato, con la mirada fija en la pequeña, que no se percata de los tres pares de ojo que le miran escépticos- Y luego en… ya no recuerdo donde, oí de un soldado que besó una estatua en una iglesia, una moza de muy buen ver, de la que se cuenta que hasta las mejillas se le coloreaban. Había un soldado a su lado. Otro. Una estatua vamos.- Explica, mientras continúa ignorando a los presentes, la mirada fija en la niña- Y cuando fue a besar a la moza, el centinela le arreó un mamporro que lo dejó seco. Una hostia con un puño de piedra es lo que tiene…

- ¡Satur!- Llama exasperado Gonzalo, ante el vocabulario del criado. Su hijo, sin embargo, parece ajeno a las expresiones empleadas, y solo quiere saber si la historia tenía final.

- Sí, claro que lo tiene. Que del susto, el tipo, el del beso… se quedó empedrao. Y allí sigue. O eso dicen, que yo no lo he visto. O se lo llevaron a su casa, ya no sé. Pero que el zagal se quedó de piedra, por el miedo, es verdá.

El sonido de la puerta, aparte de distraer la conversación, trae de nuevo los miedos de la noche anterior, crispando los nervios. A todos, excepto a Alonso, que, jugando todavía con la mano de la niña, bromea sobre el nombre que le había elegido Satur.

- Yo creo que tú no tienes nombre de Paloma,- comenta a la niña, que tiene toda su atención puesta en el rubio muchacho, cuyo tono de voz y carismáticas facciones, la tienen embelesada- ¡No vas a volar ni a llevar mensajes! – Ambos niños ríen, y su risa queda grabada en el recuerdo de Margarita a lo largo del día.

Lo siguiente que recuerda, sin embargo, es caminar por la calle desierta, rumbo al palacio, respondiendo como puede, a las curiosas preguntas de Catalina acerca del bebé. Después de eso, el día en la morada de Lucrecia, cumpliendo sus encargos, es una sombra fugaz, de la que apenas recuerda nada, únicamente la sensación que la ha acompañado desde la noche anterior, la misma por la que, ante cualquier sonido fuera de lo habitual, una parte de ella, busca a los niños y a su cuñado.


Recuerda que salió del palacio de Santillana, sola. Catalina debía cumplir un último encargo para la marquesa, y el fin del mismo, no estaba claro. La ansiedad por ver a los niños, por asegurarse de que a ningún miembro de la familia, le había ocurrido nada, es el único pensamiento que la llevan a enfrentarse sola a los oscuros caminos que la separan del hogar.

Las nubes de tormenta han regresado a la villa, y ni siquiera la luna ilumina su camino. Sus pasos son rápidos y decididos. La falda alzada con una mano, para permitir una agilidad, que, de otro modo, no podría obtener. La otra, frunce con fuerza el blanco tejido de la mantilla contra su pecho, ofreciendo calor y seguridad.

El viento parece haber cesado en su violenta encomienda, y apenas resuena el mecer de las hojas a su alrededor, su respiración, y los latos de su corazón, sus únicos compañeros.
Una lechuza llama desde un árbol cercano, y emprende el vuelo decidida frente a Margarita, para dar caza a un ratoncillo al otro lado del camino. Asustada, la joven grita y se detiene, para acabar riéndose de sus propios miedos.

Retoma el camino, dejando en el embarrado suelo, la sutil marca de sus alpargatas, y aunque no fueran las únicas muescas en el camino, la oscuridad que se cierne sobre el camino, no le permitiría percatarse de ello.
No es, hasta que una rama a sus espaldas, cruje, que no se gira y se percata de la sombra.
Esa sombra oscura, que parece llevar la misma dirección que ella. Esa sombra, que parece llamarla por su nombre, en un susurro.

Pero ella no atiende, el latido de su corazón, violento, rápido, certero y ensordecedor, inunda sus oídos. El miedo, se atrinchera una vez más, en un nudo en su garganta, y el pánico, endurece sus músculos, que imprimen una palidez en sus manos, que se aferran como garras a la tela, mientras sus cansadas piernas reciben una nueva e inusual fuerza, que la correr. Sus ojos, sin embargo, no perciben el camino, ni los árboles que se ciernen sobre ella, ni siquiera, la sombra que con cada pisada, le gana terreno…

Sus azoradas pisadas, la conducen a unos jardines olvidados. Sus pies, que se habían liberado del yugo de las faldas, repentinamente encuentran dificultad a la hora de moverse, de avanzar. Algo parece retenerla, enredándose en sus tobillos, y dificultando su marcha, mientras, cada vez más cerca, oye el sonido de la voz que la persigue.

Forcejando para liberarse y ganar terreno, acaba siendo derribada contra la maleza. Sin apenas tiempo de reacción, se ve envuelta en una aromática prisión. Y, asustada, trata de ponerse en pie, pero termina sentada, arrebujada en su mantilla, aguardando.

La suave tela de lana, acaricia y cubre los desnudos brazos, proporcionando calor, cobijo y protección, mientras espera que la sombra, llegue hasta ella, que la mañana la despierte… que todo termine.

La mirada, generalmente despierta y vivaracha, recorre sin embargo el horizonte sobrecogida, temerosa… el cuerpo temblando, insegura su propietaria. Buscando entre las sombras, un perfil, un rayo de luz… que ansía, pero que no llega.

Un sonido, solo un sonido provoca un brusco cambio en la mirada, la tensión en la espalda y el miedo pertinaz que parece haber tomado como rehén el menudo cuerpo de Margarita. Allí, a lo lejos, entre el eco de sus violentos latidos y su agitada respiración, una voz pronuncia su nombre, clamando al silencio y a la oscuridad, buscándola….




Distraído camina por las fangosas calles donde las pisadas y el trajín habitual, no parecen haber otorgado una mayor consistencia al barrizal en que, tras las tormentas nocturnas, se habían convertido los caminos.

Ha transcurrido un largo día. Una vez más, la noche es oscura y sus pasos, sus movimientos, silenciosos y ágiles, pasan desapercibidos entre las pocas gentes con las que cruza o comparte camino. Su mente, ajena a todos esos rostros, solo piensa en los últimos acontecimientos.

Si la noche anterior fue extraña y tormentosa en todos los aspectos, la mañana llegó como una exhalación llena de una luz y unos aromas, que no creyó volver a ver y sentir… el día, sin embargo, ha sido un cúmulo de pensamientos, ideas, y lo peor: de miedos.

Tiempo atrás le enseñaron que el miedo es bueno, siempre y cuando no domine tu vida; el miedo, está siempre dispuesto a ver las cosas peor de lo que son… También sabe que no hace falta conocer el peligro para tener miedo; de hecho, los peligros desconocidos, son los que más temores infunden.
Y ese último caso, es el suyo.

Ha pasado el día preocupado. Sabe que cometió un error, por el que posiblemente, termine lamentándose, por
el cual a buen seguro, se está lamentando ahora. Pero no ha podido averiguar nada. Habitualmente impertérrito, frunce el ceño, y una nube de temor y arrepentimiento, se cruza en su mirada una fracción de segundo, mientras sus músculos, invisibles bajo la ropa, se tensan de forma agresiva, reflejando esa tensión, únicamente en las manos, que cerradas en sendos puños, lanzan en silencio una señal de advertencia a cualquier observador.

En sus pensamientos, se cruza, aprovechando la tensión, o tal vez inducida por la misma, la imagen de su hijo.
El chiquillo no ha preguntado nada, sobre la novedosa presencia infantil en el hogar familiar. Ya desde buena mañana, sin embargo, ha estado tranquilo y solícito con ella. Nada ha preguntado. Al menos, no a él. Y aunque agradece que su hijo tenga a alguien con quien hablar, y a quien expresar sus dudas y temores, una parte de él se duele, por no poder ser él quien ofrezca esas respuestas.

Alonso está creciendo”, se dice a sí mismo, con el esbozo de una sonrisa dibujada en el rostro. Lo ha notado en la forma en la que se ha hecho cargo de la presencia de la niña en la escuela. Con absoluta naturalidad y dotes de mando, ha calmado el revuelo que ha causado su presencia, durante el breve instante que él se ha visto obligado a salir a atender a unos padres.
Una nueva sombra se cierne sobre su rostro, al recordar la conversación. Nada extraña en los últimos tiempos. Una familia más, que se ve obligada a enviar a sus hijos a buscar un empleo, por el bien de la familia. La proximidad del invierno, el frio, y el hambre acuciante que aunque dura todo el año, parece hacerse más presente en los fríos meses invernales, no ayudan a las familias. Ni a los muchachos, a seguir siendo niños.

Solo puede rezar, porque Alonso pueda disfrutar por un tiempo más de la inocencia de la niñez. Aunque sabe, que parte de la madurez de su hijo, se debe a esa inocencia interrumpida por las circunstancias, por los golpes que la vida ha dirigido hacia ellos.

Al menos, se consuela, también nos ha reportado buenos momentos. A su alrededor, el ambiente ha cambiado, y ya no hay paredes, y el olor que desprenden las calles de la villa, se ha visto súbitamente sustituido por el fresco y calmante olor de campo abierto.

El bosque se expande a su alrededor, y en la lejanía divisa algunas luces procedentes de los hogares de los guardeses, gentes del campo… y a lo lejos, la silueta sutilmente iluminada del Palacio de Santillana. Esa visión, unida al olor que inunda sus fosas nasales, y su pensamiento, evocan su recuerdo.
Su sonrisa, su voz… el cabello que ha sido, la noche pasada, su almohada. El cuerpo, que en las incómodas sillas, se ha servido de su calor, buscando comodidad y apoyo. Y pensar en ella, en la oscura noche, en la que, la luna apenas ilumina, oculta tras las nuevas lunas de tormenta, le aportan un nuevo desasosiego.

Esa misma tarde, ya no recuerda cuando, pues la falta de luz, y la distracción de sus pensamientos, apenas le permiten saber el tiempo que ha pasado, su hijo le ha hecho cumplir una promesa.
Alonso, el niño, el muchacho, tan pronto ha oído las campanas de San Felipe llamando a Vísperas, sentado en el suelo, terminando sus tareas, sin perder de vista a su jovencísima nueva amiga, ha preguntado por ella. Insistiendo, aun cuando no se le ha opuesto resistencia, en la necesidad de ir en su busca. Hablando de hipotéticos peligros, de la necesidad acuciante de asegurar su bienestar, en las infantiles palabras del chiquillo, que han traído a colación, las mismas que él acuñara años atrás, para conseguir que la audaz muchacha de oscuros bucles, permitiera ser escoltada…

La insistencia de su hijo, aunque apremiante y agradable, no le ha permitido salir armado. Pero espera no encontrarse con ningún contratiempo.

A lo lejos, entre las sombras, en que todo parece haberse sumido con la llegada de las nubes, cree distinguir su silueta aproximándose hacia él. Menuda, ligera, audaz, solitaria…

Intenta darle alcance, sin asustarla. Pero tras verla reír ante el vuelo de una lechuza que en un primer momento la ha sobresaltado, no puede evitar sonreír orgulloso, y embelesado ante la imagen. Y decide, dejar que no note su presencia, y cubra sola parte del camino, de manera que el miedo no la domine, o crea, que ha sido él quién se ha dejado llevar por el pánico.

Pero, el destino, tiene otros planes.


Súbitamente, la ve girarse y a continuación salir huyendo. Trata de llamarla, pero el miedo ha hecho mella, y parece no oírle.

Cegada por el pánico, la muchacha parece correr llevada por la idea de que el mejor camino para salir, siempre es a través, y se adentra en la maleza, en una violenta carrera. Hasta que, repentinamente, su silueta desaparece.

Consumido por el pánico, clama a la oscuridad y al silencio su nombre. Pero apenas una lechuza, parece replicar a la llamada.

Cuando la encuentra, un escalofrío recorre su espalda, aunque sólo sus ojos, dan muestras del miedo, la incertidumbre y la preocupación que le embargan al verla.

Allí, sentada entre la maleza, a los pies de un gran roble, abrazada a sus rodillas, haciendo uso de la toquilla de lana, más como refugio, que como protección contra el frío, está Margarita.
La mirada perdida, las lágrimas, silenciosas y perladas, se acumulan en las comisuras de sus ojos. Atrapadas, únicamente, por las oscuras pestañas, que como la estatua que Saturno describiera en el desayuno, parecen cinceladas en azabache, en un rostro de alabastro.

- ¿Margarita?- susurra, acuclillándose frente a ella, extendiendo la mano con suavidad hasta alcanzar la helada y diminuta mano de la muchacha.

Su voz, parece pasar desapercibida. Sin embargo, el ligero tacto de las yemas de sus dedos, contra el dorso de la delicada mano, parecen activar el resorte de la racionalidad en ella, y con un rápido y simple parpadeo, la oscura y penetrante mirada de la sevillana, se posa sobre él. Lágrimas liberadas de la delicada prisión, se deslizan brillantes y saladas por las mejillas de alabastro, para caer sobre el blanco hilo de su camisa, cuando Margarita se abraza contra su pecho.

Ella se deja llevar por la seguridad que la presencia de su cuñado le ofrece, y se arrebuja entre los protectores brazos de Gonzalo, intentando recuperar la calma. Una calma, que, recordando, es incapaz de saber a ciencia cierta, cuando perdió.

Allí, sentados bajo el roble, ofreciéndose el uno al otro protección, seguridad y consuelo, permanecen un rato, hasta que, finalmente, Gonzalo nota en su cuello la caricia de las pestañas de Margarita y la suavidad de su mano derecha.

Alzando el rostro, todavía encarnado por la carrera, las lágrimas y el frío, con una mano, mientras la otra permanece envolviendo la espalda, el maestro atrae a la muchacha tanto como le es posible hacia él. Y sin saber a ciencia cierta quién inicia el gesto, ambos se pierden en un suave y cálido beso, del que reciben tanto como entregan, al que ofrecen, todo lo que tienen, y lo que recuerdan. Porque a pesar, del pasar del tiempo, hay cosas, que no se olvidan…

- ¿Estás bien?

- Mhhhmmm…- murmura asintiendo, con una sutil y calmada sonrisa dibujada en la mirada- ¿Y tú?- De repente, su espalda se tensa y la calma la abandona- ¿Y los niños? ¿Dónde están? ¿Están bien? ¿Por qué los has dejado solos?

- Margarita- Su voz, serena, seria, casi una orden, detiene la agitada sucesión de preguntas de la joven.- Volvamos a casa.

Una vez más, obviando los instantes que han pasado recibiendo consuelo, del otro, dejan que sus preocupaciones les invadan, y retoman sus posiciones de maestro, y cuñada. De padre, y tía… para encaminarse hacia la villa. Hacia el hogar, donde, una vez más, las responsabilidades, los deberes, les apremian.

Ambos ignorando, u olvidando, aquello que infundió el ataque de pánico en la joven. Al menos, por el momento…





Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Sherezade » Dom Jun 24, 2012 9:28 am

11-Dos caminos…


Las campanadas llaman a Completas, mientras el firmamento, una noche más, vuelve a estar cubierto por oscuras nubes de tormenta acompañando el aciago ánimo de los frailes, que en silencioso recogimiento, se encaminan a la iglesia, atravesando el claustro, pasando en una oscura y silenciosa procesión hacia la puerta de madera que conecta el mandatum, la panda situada en el claustro junto a la pared sur de la iglesia, donde todos los sábados, y los Jueves Santo se celebra el ritual del lavatorio de pies.

Las silenciosas figuras, ataviadas con las marrones túnicas, las cabezas cubiertas por sendas capuchas con esclavina, se mueven, como habitualmente, en una sosegada y casi tenebrosa romería. Hasta la noche anterior, los monjes que formaban parte de la peregrinación canónica, habían sido, por lo general, cuatro más.

En su pequeña celda, sentado en una simple silla de madera, Agustín piensa en la injusta muerte de Fray Felipe, el cano hospedero que estuvo en el lugar menos indicado, en el momento menos indicado. Junto a él, otros seis monjes recibieron heridas. Por fortuna, solo Felipe recibió una herida grave, el resto de los heridos, a excepción de los tres monjes que a estas horas descansan bajo los cuidados del médico del monasterio, salieron indemnes.

Sabe que fueron los corchetes de Hernán, quienes se atrevieron a atacar el lugar santo. Ese era el motivo de su llamada. Con los codos sobre la mesa, y uniendo las manos, entrelazando los dedos, aprieta con fuerza las mismas, mientras trata de controlar el disgusto y hallar la calma que en estas últimas horas ha perdido.

Su audiencia con el monarca a primera hora de la mañana, no ha ayudado a apaciguar el desasosiego que su reunión con Hernán, y el descubrimiento del ataque al monasterio, le han causado.

Sabe por el joven Emilio, que Gonzalo acudió la noche anterior en busca de respuestas, pero ni las obtuvo, ni ha regresado en el día de hoy a por ellas. Suspirando cansado, el fraile se da cuenta de que, aunque lo hubiera hecho, no le habría podido ofrecer ninguna que satisficiera las
curiosidades del joven maestro.

Al pensar en él, no puede evitar que la conversación con el monarca retorne a su mente.
Si bien es cierto, que el día anterior su hijo aún vivía, a estas alturas, no solo no puede confirmar a ciencia cierta su supervivencia. Mira con desazón la nota que llegó a sus manos la mañana del día anterior. Y a pesar de que el sol recorre siempre la bóveda celeste a la misma velocidad, por alguna razón, siente que estos dos aciagos días, han sido para él terriblemente lentos.

A sus espaldas, dos golpes resuenan en la puerta, captando su atención. Por un momento, piensa que pueda tratarse de alguno de los monjes, que acude en su busca para acudir al oficio.
A alguno de los frailes, en especial, a fray Tomás, uno de los más ancianos y respetuosos para con la regla del santo, nunca le ha agradado que ningún monje se ausente del oficio. Aunque para ello, hubiera de ir él mismo en su busca.
Según las escrituras de la regla, era preceptivo que toda la comunidad se reuniese en la iglesia y formase parte de los oficios de Maitines, a media noche; Laudes, dos horas antes de la salida del sol, y Vísperas, seis horas después del medio día. Sin embargo, al tiempo que los otros cinco rezos, podían llevarse a cabo allí donde se hallara el monje, durante las horas mayores, o rezos de obligado cumplimiento, algunos de los monjes con responsabilidades comunes, o cargos de responsabilidad superior, podían ausentarse de los oficios y el cenobio, si era menester.
Aunque, aquellas normas, tendían a ser olvidadas por fray Tomás. En especial, cuando el implicado, era Agustín. Al contrario que el estricto monje, él no había entrado a formar parte de la comunidad eclesiástica, a una edad temprana. Tenía, no solo una historia, sino un carácter, que chocaban con el ideal que, de alguna forma, Tomás tenía en mente que debía ser un buen monje.
El hecho de que Agustín, llegase una noche al monasterio, y hubiera sido acogido, admitido y nombrado miembro de la orden, en un espacio de tiempo ínfimo, bajo expresos deseos del abad, tampoco ayudaban en demasía.

Suspirando con desgana, al notar que la llamada en la puerta no cesaba, y temiendo encontrarse con la imagen del enjuto e iracundo monje, en un momento en el que no se veía con la paciencia suficiente para resistir el envite que a buen seguro iba a presentarle, se dirigió con lentos pasos hasta la puerta, y con un rápido movimiento de la mano, movió bruscamente la hoja de madera. Allí, frente a él, con el puño en alto, y la sorpresa dibujada en el rostro, estaba Emilio Almansa. El joven novicio, le miraba perplejo, mientras intentaba recuperarse del sobresalto.

- ¿Qué ocurre, Emilio?

- Don Agustín, gracias a Dios, que está usted bien.

- ¿Acaso no te ha enseñado Tomás a no jurar en vano?- su voz, serena, su expresión, solemne, apenas reflejan emoción alguna y el muchacho, una vez más se sorprende fascinado ante el fraile, el hombre, el soldado, que tiene frente a él.

- Disculpadme…

-¿Qué ocurre, Emilio?- insiste el fraile, dejando paso al novicio. Habitualmente, el muchacho no se aproxima si no ha sido llamado. Y tras los acontecimientos de los últimos días, sabe que esta novedad en su actitud, ha de tener un propósito.

- Que…que…quería…-el muchacho tartamudea, y su nerviosismo es evidente, no solo en su voz, sino en los erráticos gestos de sus manos. No es, hasta que no cierra los puños, con una fuerza considerable, que no encuentra la calma y el valor suficientes, no solo para dejar de tartamudear, sino para dirigirse con una certeza con la que jamás antes, se había dirigido a Agustín- ¿Dónde está?

-Hijo, no sé a qué te refieres. Pero a estas alturas, ya deberías saber que hay cosas, que es mejor ignorar.


- La nota, sé que era de él. – Replica Emilio, seguro de sí mismo, empujado por la rabia- No puede mentirme, don Agustín.

- ¡Ya está bien!- brama el cano fraile, y sin apenas mover un músculo, sin agitar lo más mínimo el saco de su túnica, exuda una fuerza y un poder, que al más joven inunda de pánico.

- Sólo quiero saber que están bien.- Suplica abatido el novicio con la mirada fija en las losas del suelo, hasta que al alzar la mirada y encontrarse con la expresión fatigada y sombría de Agustín, un escalofrío recorre su espalda. No necesita preguntar, esa mirada le da más respuestas de las que necesita. – María… - Su joven voz, parece haberse tornado más grave, más madura. Rasgada por el recuerdo de alguien a quien recientemente había visto sonreír, hablar llena de júbilo de esperanzas y sueños. Ahora sabe lo que su hermano no le contó, comprende por qué Miguel apareció en la noche buscando a Agustín. Ahora entiende todo lo que está sucediendo.

Bajo las sombras y el amparo que la galería cubierta ofrece, los pasos, aparentemente perdidos del joven novicio le llevan en su privada y particular procesión alrededor del claustro. Cómo ánima en pena, ha salido de la celda de fray Agustín, empujado por la sutil sugerencia del monje al necesario descanso tras un día largo y aciago. Sabe que apenas quedan tres horas para que las campanas vuelvan a repicar llamando a Maitines.

Ausente, avanza prácticamente arrastrando los pies y el ánimo, con la mirada perdida al frente, la mente abandonada al ayer. Recordándola, recordándoles. Grabados en su memoria a fuego los recuerdos y las promesas.

Súbitamente, su paso se ve interrumpido por la procesión de la veintena de monjes que regresan del oficio a sus respectivas celdas y jergones de paja en el dormitorio común. Algunos de ellos, saludan al joven novicio con una leve inclinación de cabeza que pasa desapercibida por el pensativo muchacho. Otros, sin embargo, parecen no percibir la taciturna sombra de Emilio.

Entre ellos, Fray Tomás, que con las manos en la bocamanga del hábito, queda a un lado de la galería, con la vista fija en los monjes, en un aparente intento por conservar el orden. Algo, que en su caso, no resulta extraño.
Sin embargo, una vez que el resto de monjes se han alejado lo suficiente, se aproximan al joven Emilio, el fraile y su acólito, un novicio llamado Antonio, de tez dorada y curtida por el sol, recuerdo de sus raíces en un pequeño pueblo dedicado a la agricultura, no demasiado agraciado en las habilidades interpersonales.

- Hijo- llama el mayor para atraer la atención del despistado novicio- No te he visto en la iglesia durante el oficio- murmura aparentemente calmado, aunque con un brillo irritado en la mirada.

- Yo…

- ¿Han sido malas noticias, hijo?- el muchacho, ligeramente aturdido por sus recuerdos, apenas logra asentir – Vaya, ¿tal vez esa dulce hermana tuya, con la que te visitaste recientemente?- Asustado, Emilio alza el rostro enajenado. La visita de su hermana a la villa, había sido llevada con la más absoluta discreción. Allí había permanecido durante meses, junto a su joven esposo. Un soldado, un hidalgo, sin título nobiliario, pero sí propietario de unas tierras fértiles al este de las Españas, muy próximas al lugar de origen de los Almansa.

Teóricamente, los hombres de Dios, no pueden tener contacto con mujer alguna, a excepción de las madres y las feligresas que acuden a confesarse a la iglesia. Su hermana, sin embargo, estuvo sentada con él, conversando largo y tendido, a él fue al último que abrazó. Aún recuerda el cálido y maternal abrazo de aquella muchacha de rubios cabellos a la que siempre llamó ‘Mía’.

- No será necesario que te excuses. – Susurra fray Tomás, con un rápido vistazo a la entornada puerta de la celda de Agustín- Tú serás reprendido. Pero hay que enseñarte con el ejemplo. - Abstraído, una vez más en sus pensamientos, el joven Emilio, apenas parece percatarse de las palabras que el anciano y quisquilloso fraile pronuncia.

Tras dar las buenas noches, el joven novicio se dirige con lánguidos pasos, una vez más perdido en sus pensamientos, hacia una dirección incierta. No obstante, no lo hace solo.

- Síguelo- La voz, apenas un murmullo en la silenciosa galería, pasa desapercibida, para casi todos los habitantes del monasterio.


La puerta de roble, que conectaba el transepto sur con el mandatum, se abre lentamente. Las grandes bisagras, apenas emiten quejido alguno con el movimiento de la pesada hoja de madera noble.

La gran iglesia, con sus grises y frías losas de piedra, tiene un extraño y místico brillo debido al danzar de las rojizas llamas de las velas que, situadas en puntos estratégicos, ayudan a apoyar esa visión de magnificencia mística. Situado en lo alto de la puerta doble, orientada al oeste, como dicta la tradición, según el eje-litúrgico, el rosetón principal con sus coloridos cristales, empujados por los rayos de luna, que buscan las vidrieras para introducirse en la oscura edificación, dibuja coloridas formas en el frío suelo.

Es ese mismo rosetón, que con rosados, amarillos, azules y verdes, ilumina la yacente figura del monje. Tendido en el suelo, con los brazos extendidos en cruz, alumbrado teatralmente por las velas y las vidrieras, casi pareciera abatido por el enemigo, en lugar de postrado ante el altar. Los marrones ropajes de saco, aunque pesados, no encuentran movimiento o brizna de aire que los perturbe, que los mueva o los haga crujir. Ni un sonido sale del cuerpo.
El rostro, apoyado de manera imposible sobre la frente, parece besar las lóbregas y sencillas losas de piedra, que casi cien años atrás, portaran de las canteras los constructores. Piedras, que han sido golpeadas por la mano del hombre y de la naturaleza, pisadas y bendecidas. Más, rara vez besadas.


Únicamente los penitentes se postran sobre ellas, y dejan que el frío que desprenden, acaricie y abrace facciones y extremidades, que llegan a ser olvidadas, durante el acto de contrición.

Unos pasos firmes y seguros, resuenan en la nave. Una sombra alta, fornida, y vestida de colores oscuros, calzando unas negras botas de caña alta, camina sin ocultar su presencia entre los pilares que separan las tres naves de la iglesia conventual.
Habitualmente las puertas de la iglesia permanecen cerradas, permitiendo la entrada de los feligreses únicamente a las litúrgicas celebradas los domingos. Sin embargo, no era difícil encontrar abiertas la pequeña puerta del transepto norte, conocida como puerta de difuntos por su proximidad con el cementerio; o la hoja derecha del portón que separa el atrio, el patio situado a los pies de la iglesia y que servía de entrada a la misma, del Nártex, el pequeño y oscuro vestíbulo, que da la bienvenida fría, sombría y austera a la nave principal, donde, por lo general, hombres y mujeres debían separarse a derecha e izquierda.

Esa última entrada, es la que ha usado el nocturno visitante. Sus botas, de elegante y caro cuero, resuenan apenas rompiendo el silencio sepulcral del lugar. Poco a poco, alejándose de las sombras, se aproxima hasta el penitente monje que, ajeno a todo, continúa con su rezo hasta que la oscura, embarrada y fría bota, queda a escasos centímetros de su rostro. El olor a cuero, barro y el inconfundible olor a corcel, inunda las fosas nasales del monje, que contrariado ante el cambio, parpadea sin apartar la vista del suelo. Al ver en la periferia de su visión, la oscura masa de barro, contiene la respiración tratando de parecer un cadáver, o de pasar desapercibido.

- Levántate. – Le espeta la voz seria y serena del propietario del oscuro calzado.- Quiero que me expliquéis, dónde está mi hija.

- ¡Guillermo!- Susurra asustado el joven Almansa.- ¡Creíamos que habías muerto!

Y la sorpresa de Emilio fue compartida por una sombra, que oculta tras una columna, había estado observando todos los posibles movimientos del penitente. Movimientos, que no tardarían en ser comunicados, en especial, el referente al abrazo fraternal que el muchacho profería al serio y misterioso Guillermo.


El crepitar de la cera ardiendo, resuena junto a las respiraciones en la amplia y despejada nave de la iglesia conventual. Las tenues luces, no solo iluminaban apenas determinadas zonas, sino que proyectan tétricas sombras en los altos muros, hasta perderse en las tinieblas que los recovecos y la escasa luz hacen proliferar.

El tenso soldado, mantiene sus pies separados y firmemente situados en el suelo, la violencia y severidad de su postura erguida y rígida apenas pasaría desapercibida para cualquiera versado en armas o que hubiera habido de enfrentarse al enemigo en el frente. Sin embargo, el joven Emilio apenas veía en el militar, otra cosa que no fuera a su amigo, al muchacho con el que de niño, recorría los prados a lomos del corcel, el mismo que tiempo atrás gustaba de escoltar a la pequeña Mía, el único, fuera del hogar de los Almansa, con permiso y derecho para llamar a la alegre y dulce María por el apelativo familiar. El mismo joven, que junto a Miguel ingresó en el ejército siguiendo la tradición familiar, a pesar de ser el heredero de unas productivas y ricas tierras muy próximas a las tierras de Almansa


- Guillermo, me alegra tanto verte!

- Emilio- amonesta el combatiente con un tono frío y disciplinado, sin variar la formal y severa actitud- ¿Dónde está mi hija?

- Gui…Gui…Guillermo yo…- el joven novicio parece aturullarse, no solo tiembla su voz, sino que sus gestos, al igual que sus palabras parecen no hallar un camino oportuno.- Mi…mi.. ¿Mía?

La pregunta, el diminutivo de una de las mujeres más grandes que ha conocido jamás, parece obrar el milagro. Envuelto por el pesado olor a cera, pero ajeno a la misma, los severos ojos claros del soldado, cubiertos por un velo de ternura y tristeza parecen anegarse por las lágrimas.

- Ella ya no está- su voz, parecía haber perdido toda disciplina y severidad.- Yo…- Su voz adquiere un imperceptible temblor que solventa aclarando la garganta e irguiendo el cuello- Sé lo que sucedió ayer noche. Necesito saber que está segura.

- ¡Espera!- exclama repentinamente Emilio interrumpiendo al soldado- ¿Cómo es posible que sepas eso?

- Eso no es algo que deba preocuparte.- Recuperando su tono serio, el más alto de los hombres, alza la mano, grande, fuerte, bronceada por el sol en un intento por detener, lo que sabe podría llegar a convertirse en un interrogatorio curioso.

- Pero…

- Sé lo suficiente.- Vuelve a interrumpir el moreno soldado de ojos claros- La puerta de difuntos está abierta y hay una nueva tumba- dirigiendo su acerada mirada al joven novicio, recupera la seriedad y agresividad de la que hiciera gala no solo en su vida diaria, sino en el frente- ¿Dónde está?

Oculto en la penumbra, situado tras una de las amplias columnas de piedra que no solo sostienen el techo, sino que de forma funcional divide las tres naves de la basílica, la enjuta y morena figura de Antonio, permanece atento a los movimientos y palabras que los dos hombres intercambian en el curioso encuentro.

En más de una ocasión, su falta de iniciativa propia le ha llevado a cumplir encargos como el actual, las órdenes de fray Tomás, en muchas ocasiones no eran más que interpretaciones de la regla o los sermones, en los que tanto en uno como el otro, llevados por un fervor exacerbado, veían soluciones y razonamiento no solo en sus propios actos, sino en los de la naturaleza o el prójimo.


Eso mismo, es lo que hacía en esos instantes, oculto en las sombras, observando al soldado y al novicio. No solo cumple una orden de un hombre al que considera superior en muchos aspectos, si no que busca una explicación para la intrusión de los soldados y la muerte de fray Felipe.

- ¿Quieres hablar con él?- la juventud de Emilio, en esos instantes es palpable en su tono de voz esperanzado, en sus facciones, que a pesar de lo funesto del día, denotan optimismo ante la perspectiva que la reunión puede aportar.

- No- Responde secamente Guillermo, terminando con la esperanza del joven novicio.- Sólo quiero saber que está bien.- Pasando su mano derecha por la oscura y espesa melena , suspira cansado antes de decidirse a explicarle toda la verdad a su joven amigo.- Emilio, han desaparecido unos niños, familias enteras en la villa.

- Es…es… eso son rumores. No puede ser.

-Emilio- interrumpe el moreno soldado posando una mano grande, fuerte, de curtida y bronceada piel sobre el hombro del muchacho- Una carreta con niños ha sido llevada a Santa Ana.

- No- el pálido rostro de Emilio, parece grisáceo por el miedo, casi pareciera translúcida- No puede ser verdad…

- Necesitamos saber que la niña está segura.

- No sé donde está.- Responde algo más calmado el muchacho- Pe… Pero creo que Miguel sí.

Apretando con energía el antebrazo del novicio con la mano derecha, mientras palmea su hombro un breve instante con la izquierda, el militar agradece la información y se despide de él justo antes de girarse para alejarse por la nave principal.

- Aún no puedo…- el novicio, queda parado en el centro del transepto, con la mirada perdida convertido por unos instantes en una escultura de carne y hueso de la contrariedad. - ¿Cómo…?

- Íbamos de regreso- comenta en queda voz- la niña estaba intranquila y Mía quiso parar- una ligera sonrisa se dibuja en los labios de Guillermo al recordarlas a ambas- Estábamos en un claro del camino, y frente a nosotros, dos caminos parecían bifurcarse en un bosque. Era el Bosque Amarillo. Ya sabes de quién son esos bosques. Pero dado que su casa está en la villa, y puesto que no hay ninguna alquería, ninguna casa de labriego entre el lago y el bosque, sabíamos, o más bien creíamos, que no nos vería parados en sus bosques. Los caballos parecían inquietos, Mía decía que presentían algo…- comenta con una risa amarga, y la voz teñida por el recuerdo, con la mente lejos del monasterio, el olor a cera quemada y la compañía de Emilio- Yo sólo podía oírlas a ellas. La niña reía divertida al ver caer las hojas mecidas por el viento, mientras María le explicaba algo en susurros… No recuerdo cuanto tiempo estuvimos allí. Necesitaba estirar las piernas, pero no quería alejarme de ellas. – Su voz adquirió un tono sombrío, la imagen bucólica que su mente había traído a colación con la explicación, se torno oscura y lúgubre. – Casi parece la historia de mi vida. Te parecerá una estupidez, pero creo que me lo diré de aquí a la eternidad, y si tengo la oportunidad, será lo que le explique a mi pequeña: Dos caminos se bifurcan en un bosque y yo, tomé el menos transitado, y eso, hizo toda la diferencia.*

Ambos quedan en silencio, pensando, recordando todos esos caminos bifurcados, en los que uno u otro, tomaron el camino tupido que requería uso, o el que se perdía en el horizonte. Entretanto, Antonio trata de pasar desapercibido en las sombras, mientras trata, sin mucho éxito, de entender la conversación, al menos, las palabras que el quieto aire ha traído a sus oídos a través del amplio espacio de la basílica.

- Iré a ver a Miguel.- Murmura Guillermo recuperando ligeramente la compostura-Gracias Emilio.

- ¡Guillermo!- Llama el novicio a la figura que se aleja- Quieres que…

Sin embargo, el soldado pareciera no oírle. O finge no hacerlo. Sus pasos marcados, pausados y firmes le alejan por la nave principal hacia la puerta este, apenas una sombra oscura viéndose abrazada por las tinieblas cada vez más. Con cada paso, la luz pareciera huir del soldado, cómo si supiera de la tiniebla que atenaza y consume en interior, el pensamiento, el alma del soldado.

Atravesando el atrio, se aleja del monasterio sumido en sus pensamientos. En sus recuerdos de infancia en los que, apenas aparece el hombre cuyo apellido y sangre lleva, el hombre con el que apenas ha coincidido en su vida más que en contadas ocasiones. El hombre, en cuyas manos ha confiado lo que más quiere. A pesar de todo, siempre le han enseñado, y ha comprobado en sus propias carnes, que su padre es un hombre capaz de mantener seguros a quienes ama, y a quienes le son encomendados. Por eso pensó que su pequeña estaría segura al cuidado de su abuelo. Su mayor tesoro, no podría estar en mejores manos. Aún y así, necesita saber, quién cuida de su pequeña. Quién le otorga el cariño y los cuidados que María le habría brindado, y quien la protege, y se asegura que viva con la misma inocencia con la que su madre vivió su infancia. Y esas respuestas, sólo Miguel Almansa puede ofrecerlas.


*Inspirado por Robert Frost, con su ‘Road not taken’ Al César, lo que es del César.



Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Sherezade » Dom Jun 24, 2012 9:35 am

12-Angel sin alas


La luz de la luna, es un tenue candil que ilumina apenas el embarrado camino que les dirige a casa. Sus tímidos rayos se cuelan entre las oscuras e insistentes nubes empeñadas en formar parte de la noche, e iluminan, con su suavidad y timidez, las entrelazadas siluetas del maestro y su cuñada.



Ella abrazada a sí misma apretando con un tímido y pequeño puño, el blanco mantón que cubre sus hombros y la protege del frío, mientras su otra mano, de forma distraída pero constante, sostiene entre sus dedos la tela de la camisa del joven que la acompaña. Él, por su parte, envuelve con su brazo los hombros de la muchacha, reteniéndola contra su costado, alejada de todo mal, protegida, amparada, de forma inconsciente junto a su corazón. El lugar que, desde niños, le pertenece y del que, con pequeños pasos y batallas diarias, en especial contra sí mismo, ha vuelto a tomar posesión.



El extraño paseo, es tan parecido al ayer, a la juventud, que por un instante, ambos, ajenos al pensamiento del otro, caminan olvidando el hoy, el barro los miedos, las pesadillas y lo que quiera que les aguarda la noche.



Cuanto más próximos a casa se encuentran, la realidad parece hacer mella, como las sombras en la luz de la tarde al anochecer. Pero al igual que entonces un candil o una vela pendida disipan las sombras, la risa infantil al otro lado de la puerta, hace olvidar los pesares y lo aciago del presente.



Al entrar en la estancia principal de la casa, separada de la entrada por una espesa cortina, que rara vez permanece corrida, se encuentran con la encogida figura de Alonso, tendido en el suelo riendo a carcajadas, mientras sostiene en una mano la talla de un caballo de madera. Uno de sus juguetes favoritos, que a su vez, es sostenido por unos sonrosados y pequeños dedos que sin fuerza ni intención, más parecen acariciar el lomo del equino.
Los dos niños están sentados en el suelo, próximos al fuego riendo ante la mirada de Satur, que cucharón de madera en mano, los mira con una incrédula expresión.



- ¡Habrase visto!- Exclama el hombre – Claro! Reíros del Satur, reíros! – frunciendo el ceño, el menudo hombre apunta a los chiquillos con la cuchara en ristre y amenaza- ¡Pero a ver si os reís tanto cuando sea a vosotros a quién ataca el cocido!



- ¡Satur! – Consigue exclamar Alonso entre carcajadas.- ¡¡El cocido no ataca!!



- ¡JA! Que no ataca, que no ataca….- farfulla entre dientes ofendido mientras remueve el puchero- pues a este no le caigo bien. Que me ha saltao- de pronto se detiene y mira concentrado el fondo del perol- yo no te caigo bien, pero ellos no te han hecho na’. Tienen que comer los chiquillos, y a ti te había llegao la hora. Si no quieres quedar reseco, no me ataques!


Alonso, vuelve a estallar en una nueva oleada de risas, sosteniéndose el vientre mientras la niña, a su lado, golpeando la talla de madera y palmeando el rostro de Alonso, ríe divertida más por el predicamento de su compañero de juegos, que por los comentarios del criado.



- Para…. Para…- pide el niño sin parar de reír, ante la extrañada y divertida expresión de los adultos presentes.



- ¿Qué pasa aquí?- Pregunta Margarita, sonriendo relajada, contagiada de la inocencia y la tranquilidad que impregna el ambiente.


Desde su posición, en la entrada a la sala, Gonzalo observa el cambio en la actitud de su cuñada, la forma en la que la tensión la ha abandonado, para ser sustituida por una calma, que se refleja no solo en su voz o en los hombros, si no, casi pareciera transpirar por todos sus poros. Algo, que los niños perciben y devuelven con sendas sonrisas y abrazos. Uno, con más acierto que otra, se percata sonriendo, al ver como la pequeña trata de abrazar sin mucho éxito a Margarita, mientras esta es abrazada por el tembloroso cuerpo, todavía afectado por la risa, de Alonso.
La mujer, sin embargo, devuelve el abrazo al niño con un beso en la frente, para prestarle atención a la más pequeña, que a pesar de haber visto su intento fallar, no pierde la sonrisa o el balbuceo, ganándose así la atención no solo de Margarita, si no de Alonso, que una vez más estalla en risas ante las rápidas cosquillas de su tía.



Arrodillada junto a los niños, Margarita escucha como Alonso narra divertido y orgulloso el día, mientras ella, distraída, trata de alejar, sin éxito, la experiencia de la noche anterior y la sombra que ha visto en el camino, de su mente. Aún no ha hablado de ello con Gonzalo. Durante el camino a casa, sus pensamientos y el miedo habían tomado sus fuerzas y su habilidad para hablar, hasta que la sensación de protección que su cuñado le ha ofrecido, ha proporcionado la calma suficiente para alejar las circunstancias de su encuentro y sustituirlas por el recuerdo y el sosiego.
Ahora, sin embargo, los recuerdos regresan a un primer plano en la mente de Margarita. Los ruidos, el miedo, la sombra… la de intruso, la de quien quiera que estuviera siguiéndola por El Camino de la Marquesa, como habitualmente era conocido la vía entre la Villa y el Palacio de Santillana.



Jirones de vapor procedentes del puchero, se elevan por encima de este, disipándose y perdiéndose en el aire de la sala. El potaje, que no es más que un puchero de sopa de avena a la que, en esta ocasión, el criado ha podido añadir unas verduras y un par de trozos de carne, cuya procedencia, ninguno en la casa se atreve a averiguar, inunda la casa con su olor, y no solo abre las fosas nasales, si no que abre el apetito.


- ¡Satur tiene un perro en las tripas!- comenta risueño Alonso a la niña sentada a su lado, al escuchar los sonidos procedentes de las tripas del criado. Y aunque a duras penas entiende la pequeña las palabras, sí que percibe el tono, y ríe divertida y alegre tal vez, a la atención que el muchacho le presta.



- ¡Será posible!- Se queja el menudo hombre de las reacciones infantiles, al tiempo que se aproxima al maestro - ¿Va todo bien, amo?- Su preocupada expresión, y la mirada de soslayo, llena de cariño e inquietud que dirige a la joven de oscuros cabellos, que continúa sumida en sus pensamientos mientras juega distraída con los niños, delata la verdadera motivación de su desazón.



Con las manos apoyadas sobre el respaldo de la silla que tiene frente a él, no pierde de vista a las tres personas que, a escasos metros, continúan sentadas en el suelo. Y sin pensarlo apenas, pues no lo necesita, en un susurro se confiesa al criado: - No lo sé, Satur, no lo sé.- Con un cansado suspiro, Gonzalo yergue la espalda, y sonríe desganado a su amigo, apoyando la mano en su hombro en una breve, silencio e intensa muestra de aprecio y agradecimiento - Vamos a cenar.- Comenta en voz alta- ¡a ver si así, dejan de sonarte las tripas!- el jocoso comentario, cumple con su objetivo, y mientras Alonso, vuelve a verse abatido por una nueva oleada de carcajadas, su tía, esboza una sonrisa ante el repentino peso del cuerpo del niño que busca apoyo en la figura arrodillada de su tía, mientras trata de recuperar la respiración y el equilibrio.



- Pues estamos apañaos!- Comenta indignado el criado- En esta casa, uno no puede ni tener hambre- prosigue airado dirigiéndose al chiquillo no me respetan señora... no me respetan...- Y viendo como la risa del niño parece no cesar, sorprendido agudiza la mirada y fija la misma en el chiquillo- ¿Y a ti que te he dao yo de comer hoy, si se pué saber!?


La mesa de madera más próxima al hogar, que la familia suele usar, precisamente por esa cercanía como mesa de estudio, trabajo y comedor, se ve sumida en una pequeña pero intensa cacofonía de sonidos. Alonso y Satur, discuten las propiedades que el potaje tiene para con el alma. En realidad, Satur discute, y Alonso, busca entre pequeñas y mal disimuladas risas, la forma de tentar al criado para que continúe.
Gonzalo y Margarita, sin embargo, sabiendo del lujo que supone la oportunidad de una nueva comida, y el no poder desperdiciarla, apenas ofrecen más vida a la estampa que los mecánicos gestos de la costumbre, dan cuenta de la cena, mientras sonríen distraídamente, contagiados por la hilaridad de Alonso.



La pequeña Paloma, a quien minutos atrás dieran su leche, divertidos y concentrados Alonso y Margarita, ahora dormita en la cama del primero, por ser la más cercana a la mesa y el lugar elegido, temporalmente, como habitación infantil.



Repentinamente, el llanto de un infante resuena en la pequeña casa.



- ¡YA voy yo!- Exclama el criado poniéndose en pie, mientras se limpia la cara con la manga de la camisa, para segundos después, y viendo la suciedad de sus manos, frotar las mismas sobre la pechera de su camisa.- No se preocupen ustedes, que la palomita y yo, ya nos conocemos- comenta sonriente y orgulloso. Nunca hubiera imaginado, el menudo hombre, que sería capaz, no solo de cuidar, sino de recibir el cariño inocente e incondicional de un niño



- Sí,-ríe Alonso dejando su vaso sobre la mesa-Doña Almudena, ya le ha cambiado hoy el pico y le ha enseñado a Satur cómo hacerlo- no puede evitar, ante su propio recuerdo, arrugar la nariz, preocupado y asqueado a partes iguales, inundado por la memoria del olor y el proceso llevado a cabo para la higiene de las deposiciones de la niña, que en estos momentos, se estarían llevando a cabo en su propia habitación.- ¿Cómo puede alguien tan pequeño oler tan mal?


- Tú no eras mucho mejor, hijo-comenta risueño su padre.



Los llantos de la pequeña, parecen no remitir, y Saturno, preocupado, aparece con ella en la sala, en busca de ayuda.


- Pues sí que te conoce, Satur, sí.- comenta jocoso Alonso ante la incomodidad del hombre, que mantiene a la niña, sujeta por debajo de los brazos a una distancia prudencial.



- ¡Que me ha vomitao! Y no para de llorar, y menearse…- preocupado, el criado busca la mirada de su amo y amigo, y de la joven, que frente a él, permanece sentada en la silla- No se habrá puesto mala, ¿verdá?



- No creo Satur,- replica Gonzalo calmado



- ¿Tiene calentura?- pregunta repentinamente Margarita, que parecía sumida en sus pensamientos- ¿Le has cambiado el pico?


- Fie…pi….- azorado, ante el creciente nerviosismo de la pequeña, Saturno no es capaz de responder a las preguntas. Y pasando a la pequeña, a la calmada figura de el maestro, ésta, aunque no deja de llorar, si remite ligeramente sus sollozos y los erráticos y nerviosos movimientos. - ¡Será posible!- Indignado, el criado hace aspavientos con los brazos -¿Por qué con usté se para?



- Porque Gonzalo, está tranquilo Satur- responde con una leve sonrisa Margarita, mientras reprende cariñosamente a Alonso que, una vez más, parece sumido en un ataque de risa.- está intranquila, y necesita sentirse segura



- Mujeres…- farfulla por lo bajo- da igual la edad que tengan.- Comenta el criado mientras se sirve un poco más de vino, y reparte las últimas gotas de la jarra, entre los otros dos adultos- ‘Estabilidá’…



Pasan los minutos, y al tiempo que el llanto de la niña se debilita, también parece moderarse la hilaridad de Alonso. Éste, llega incluso a quedarse completamente callado, observando detenidamente los hechos y los gestos que acontecen a su alrededor.



No sabe exactamente cómo ni cuándo, pero Paloma, ha pasado de la seguridad de los brazos de su padre, a los tiernos y cálidos de su tía, donde es acunada distraídamente, mientras su sonrosada y regordeta mano, parece enredada en un oscuro y frondoso bucle azabache.



- ¿Dónde están los padres de Paloma?- con la mirada fija en las dos personas que tiene frente a él, ambas con la mirada perdida, una vencida por el llanto y el calor, y la otra, sumida en sus pensamientos, las palabras fluyen de los labios del chiquillo ajeno al brillo extrañado y preocupado de su padre- ¿Porqué no está con ellos?- el zagal continua con sus preguntas, sin ser consciente, de estar realizándolas en voz alta, hasta que llega a la última, a la que realmente quiere hacer, y no se atreve- ¿Está los padres de Paloma, en el cielo con madre?



Es en ese instante, que busca con la mirada una respuesta. Satur, permanece con la cuchara en el aire, esperando él también una contestación… Gonzalo, el maestro, el padre, el héroe que todo lo sabe, permanece callado. Una sombra sobre su rostro, y la duda en el pecho y la mirada, si sus padres están muertos, ¿Qué será de ella?... y Margarita, la mujer maternal y cálida, que siempre tiene presta una respuesta o una sonrisa, permanece con la mirada perdida, ajena a todos y a todo.



- ¿Tía Margarita?- Susurra Alonso, preocupado, ante la mirada perdida y el aspecto frágil y pensativo que su tía ha adoptado en los últimos minutos. Ella, sin embargo, continúa lejos de la mesa, de su familia. Sumida en sus pensamientos, Margarita parece no escuchar la preocupación del chiquillo.- ¿Tía?- vuelve a preguntar un poco más alto esta vez, consiguiendo devolver a la muchacha a la realidad, y obteniendo una ligera y suave sonrisa a cambio- ¿Qué te pasa?


- Perdona cariño- replica ella, poniéndose en pie, para llevar a la cama a la niña, que una vez más, se ha quedado completamente dormida- estoy más cansada de lo que creía.



- Lo ves Alonsillo! La tía está cansada- comenta el criado al ver la misma mirada de preocupación del chiquillo, reflejada en los ojos del padre.



- Creo que es hora de irse a dormir- Replica Gonzalo en un tono de voz, que no admite réplica alguna



- Pero…



- Alonso- interrumpe su padre- Es hora de dormir.



Una vez que los niños vuelven a estar bajo la protección de las sábanas, los tres adultos quedan sentados en la mesa, y una vez más, Margarita, parece ajena a todo lo que le rodea, como si tan solo su cuerpo permaneciera en la sala, mientras su mente, vaga perdida, muy lejos de la cálida estancia. Saturno, al igual que el maestro, no puede evitar, con algo más de recato que este último, observar la taciturna figura de la muchacha. Por la mente del menudo hombre, sólo pasa, junto con la tristeza y la preocupación, la idea de que algo ha sucedido en el camino a casa. La misma sensación, que se aferrara a su mente, al ver la expresión y la atención que el maestro dedicara a la muchacha y los niños al entrar a la casa: ‘Estos dos tienen que hablar’. Así, sin más, con un exagerado y bostezo, que acaba repitiendo, esta vez, involuntariamente, se pone en pie.


- ¡A dormir tocan!- Anuncia dando una suave palmada sobre el respaldo de la vieja y desvencijada silla en la que ha estado sentado- Que no sé como aguanta usté en la escuela con tanto zagal suelto amo. Pero yo estoy reventao… vamos, que parece que un carro cargao con toneles de vino, y el gordo del Viñas sentao arriba, me ha pasao por encima….



La puerta de Satur siendo cerrada, es el último ruido que se deja oír en los siguientes minutos en la sala. Ni siquiera el crepitar del fuego, que como tantas veces, pasa a ser un rumor más de la noche y el hogar, parece oírse. Únicamente los ladridos de un perro en la lejanía, y el relincho del caballo llamando al silencio al cánido, se escuchan y parecen obtener reacción en las dos personas sentadas todavía a la mesa.



Margarita, para preocupación de Gonzalo, apenas parpadea. Con la mirada perdida, y ambas manos sosteniendo el vaso vacío sobre la mesa, sus labios se mueven apenas, y pronuncian en un quedo susurro unas palabras que el maestro no esperaba oír, ni logra comprender: –Había alguien más.



Y sin perder la ligera presión que sus manos delgadas y femeninas ejercen sobre el vaso, y la mirada perdida en el punto lejano e invisible a donde su mente la transporta, la muchacha empieza a relatar, más para sí misma, que para la audiencia que su cuñado supone, lo que recuerda de la noche. El oscuro y silencioso camino, la lechuza y su presa. La sensación de ser observada. Su nombre, convertido en un susurro. La sombra, que a sus espaldas, parecía ampararse en la oscuridad. El miedo, el pánico de saberse sola, de temer por su sobrino, por esa pequeña que en unas horas, ha pasado a formar parte de la familia. El temor, a que la silueta que la noche anterior irrumpiera en sus vidas en forma de sombra oscura, e hiriera a Satur, regresara, esta vez, para herirla a ella. Que pretendiera mantenerla alejada de los suyos. Su voz, quebrada, por la emoción, y el miedo, provoca un escalofrío en la espalda de Gonzalo, que se siente perdido. A pesar de saberla en casa, de verla, no puede apartar de su mente, la imagen de esa misma mujer, arrebujada en la mantilla de lana, entre las hojas caídas y las sombras de la arboleda. Sola, asustada, perdida. Tal y como la tiene ahora frente a él, y como en aquel instante, nota crecer en su interior la necesidad de protegerla, de clamar al cielo en busca de venganza, de hacerla sentir segura. Con un ágil movimiento, Gonzalo se sienta en la silla más próxima a Margarita, y toma sus manos, temblorosas, pálidas y delicadas, entre las suyas, recias, fuertes, firmes, seguras. Haciendo notable el contraste, pero ignorándolo. La vista fija en los oscuros y vidriosos ojos de la muchacha, inundados de lágrimas y miedo, con la sombra del pánico oscureciendo el óvalo que tantas veces besara en su juventud, que tanto anhela poder besar una vez más, entre promesas de seguridad eterna. Pero no le parece justo. Se limita, a deslizar una de sus manos, por los hombros de la morena, para infundirle todo el valor, y el apoyo de que se ve capaz, en un gesto simple pero cargado de emoción.



Sabe que ella necesita seguridad, y con la proximidad de los niños, necesita calmarla cuanto antes, para evitar despertarlos y verse obligado a explicarle a su hijo, algo, que ni él mismo entiende. Porque, ¿cómo responder a sus preguntas, sin decir la verdad? En los últimos tiempos lo ha intentado varias veces, y sabe que eso es lo que ha provocado, principalmente, que la mujer que solloza entre sus brazos, no pueda ser consolada como desearía.



- Volverá, Gonzalo- solloza ella contra su cuello, impregnando la tela de su blanca camisa, de saladas y húmedas lágrimas.



- No- Murmura él apretando el hombro delicado y redondeado, mientras deposita un suave beso en la oscura y espesa melena- Nada os va a pasar.- Ella emite un nuevo sollozo ahogado, pero parece más tranquila, mientras se deja sostener, no solo por la mano que se desliza hasta la cintura, si no por el pecho sobre el que se ha visto apoyada en busca de consuelo.



- Cómo puedes estar tan seguro…- el susurro, casi parece acariciar el cuello del joven, con su respiración entrecortada, sus húmedos párpados y las palabras, convertidas en pequeños y cálidos golpes de aire, que se deslizan por la oscura piel del cuello del maestro. Haciendo, cada vez más presente, la proximidad del cuerpo femenino, de toda ella. Sensación, que él acepta de buen grado, apretando inconscientemente sus fuertes dedos en la tela del corpiño, como si el tejido fuera la tersa y cálida piel de la muchacha.



Ella, percibe el gesto, y, llevada por la sensación de seguridad, por la necesidad de alejar el miedo y hallar en su cuñado la protección, el consuelo, devuelve el abrazo, apoyando la mano que su cuñado aún sostiene, sobre el desgastado tejido que oculta el pecho de su del maestro.



Y, sin saber exactamente quién iniciara el duelo, los castos besos que ambos ofrecen a su acompañante sobre el cabello y el hombro, son devueltos con ansia y pasión creciente, buscando, cada uno en el otro, la seguridad del bienestar de aquel que sostienen en los brazos, de aquél, que les sostiene. Hasta que, los exploradores labios, se encuentran en el campo de batalla que es el consuelo desmedido, y tras un instante fijando la mirada el uno en el otro, tal vez buscando consentimiento, tal vez, asegurándose de no obtener un rechazo, se funden en un cálido y apasionado duelo las lenguas. Iniciando así, un camino imparable hacia la búsqueda del consuelo, del deseo que ve por fin, la oportunidad de ofrecer y sentir lo que les ha sido negado por el destino.



Los besos, apenas han sido el primer paso, que ha abierto las puertas a las sensaciones y los sentidos. El tacto sigue de cerca, ofreciendo caricias, sintiendo, las emociones, las sensaciones perdidas del ayer, pero, por encima de todo, buscando al otro.



Llevados por el deseo, y la canción más antigua de todas, esa que entonan las terminaciones nerviosas ante el contacto humano, dirigidas por la pasión, ambos se encaminan torpemente, en una danza de tropiezos y caricias, hacia el dormitorio de Margarita. El más cercano y de más fácil acceso, teniendo en cuenta el estado de embriaguez pasional que les domina.



La puerta del dormitorio, es cerrada con un golpe del pie del maestro, y asegurada con el peso de la espalda de la muchacha contra la hoja de madera. Entre besos y caricias, la ropa empieza a suponer un obstáculo, y sin apenas separarse, y mucho menos alejarse el uno del otro, las piezas de ropa empiezan a caer al suelo. Formando, en el oscuro suelo del femenino dormitorio, charcos de tejido que parecen dejar un rastro hasta el lecho.



Desde que el duelo se viera iniciado, una sola vez han buscado en el otro la seguridad, el compromiso… han visto reflejado el anhelo, la pasión, el instinto de protección y la necesidad.



En una maraña de blancas sábanas, que minutos atrás estaban perfectamente colocadas sobre el jergón, los sudorosos y jadeantes cuerpos, continúan con su danza. Ignorando, que las caricias que reciben, están plagadas de la misma emoción que ellos destilan: miedo al rechazo, a una última oportunidad, al despertar.



Gonzalo besa, una y otra vez, las encendidas mejillas, que minutos atrás acariciaran las lágrimas, los ojos, en los que tiempo atrás se viera reflejado, y en los que ahora, a oscuras, prefiere no saber si realmente es su reflejo el que verá, en los oscuros luceros de la muchacha.



Ella, se deja llevar, y acaricia, sostiene, atrae el cuerpo que tantas veces deseó poder abrazar y que la abrazara, intentando, fundirse con él, hasta más allá de lo posible. Intentando disfrutar de esta ocasión, como si fuera la primera, pero temerosa, de que ésta, sea la única de que dispone.



La luna, tímida pero hambrienta, se cuela por la ventana iluminando sobre las pálidas sábanas, los cuerpos brillantes y entrelazados de los amantes; la oscura cabellera que se extiende por encima del cojín y el pecho del maestro, que, con los ojos abiertos, mantiene abrazado el cuerpo menudo, y apenas cubierto por una fina sábana, de la muchacha.



Ella, aunque parece dormida, permanece inmóvil, temerosa de ser rechazada, de ser agradecida y despojada; se mantiene en una recatada posición, próxima al hombre con el que acaba de llegar al éxtasis. Con el que ha recordado, lo que es ser amada, venerada… lo que no ha sentido en años. Exactamente los mismos, que hace que no era la receptora de sus besos y su cariño. Besos, que le han hecho olvidar, por unas horas, que no son más que dos extraños que se han vuelto a encontrar. Dos extraños, que nada tienen en común, más allá del techo que comparten, y la necesidad de proteger, no sólo a quien reposa en el mismo jergón, pues eso, es algo que cada uno ignora, que el otro siente, si no a las dos personitas que unos metros más allá, deben estar soñando. Un escalofrío invade su cuerpo, y, aunque trata de disimularlo, él lo nota. Alargando el brazo, y con infinito cuidado, Gonzalo estira la manta que apenas cubre las piernas de la muchacha, para arroparla.



Y sintiéndose abrazada, relajada y segura, Margarita se deja vencer por el sueño. No en brazos de Morfeo, si no en los del hombre al que, aunque no haya sido con palabras, acaba de decir ‘te quiero’.



Cuando la luz de la luna, empieza a ser sustituida por el rojizo tono del amanecer, un sonido procedente del interior de la casa, llama la atención de Gonzalo que, en duermevela, permanece enredado entre las pálidas sábanas y el cuerpo de la muchacha.



Con sumo cuidado, para evitar despertarla, consigue sentarse al borde del jergón. Y en su nueva posición, no puede evitar girarse y observar la figura de Margarita. Allí, tendida sobre las blancas sábanas, con una sonrisa relajada en el rostro, los bucles oscuros esparcidos sobre la mullida almohada de lana, el dorado cuerpo, iluminado por los primeros e insolentes rayos de sol, que se cuelan por la ventana, y cubierto por la fina y nívea sábana, que al moverse la muchacha, apenas cubre más allá de lo imprescindible, casi pareciera un ángel terrenal. Un ángel sin alas, que una vez más, ha tocado no sólo su alma, si no su cuerpo.



Una vez más, el ruido aleja sus pensamientos de la figura yaciente, y obligado a reaccionar por la urgencia, asentando los pies en el frío suelo, con un rápido y ágil movimiento, tensando los músculos de las ejercitadas y fibrosas piernas, ejerciendo fuerza con los gemelos, dirigiendo la energía a los masculinos tobillos, se pone finalmente en pie.

Un nuevo crujido de madera, seguido de un sonido similar al de una pisada, le pone en alerta. Sabiendo que dicho ruido, no es provocado por su hijo, ni por Saturno, a quien oye roncar a través de los muros de adobe, se dirige presto a la puerta. Preocupado, únicamente por la seguridad de su familia, parece olvidar más la localización de sus ropas, que la desnudez o el frío aire, que contrasta con la calidez de su todavía sudada piel.
Con un rápido movimiento de muñeca, abre la puerta que separa la habitación de Margarita de la oscura y despejada sala principal. El silencio parece envolver la estancia, que junto al frio, crea una pesada película en el aire. Una tensión, palpable que el cuerpo del maestro, acostumbrado a la presión y la emoción de la batalla, percibe en cada uno de sus poros la posibilidad de la acción. Una acción, tan distinta a la que acaba de experimentar, que los músculos se tensan preparados para la contienda.


Sin perder el estado de alerta, y comprobando que la puerta de la habitación de su hijo, permanece cerrada, tal y cómo ellos la dejaron la noche anterior, Gonzalo acompaña una vez más, la hoja de madera con la que guardar a quien todavía descansa entre las sábanas, ajena a la preocupación del maestro, acerca de su seguridad.

La puerta del patio, extrañamente abierta, alerta al maestro sobre la posibilidad del retorno del intruso, y el aire frío y húmedo que se cuela no solo por las rendijas de las contraventanas de madera, si no por el hueco que el quicio de la entrada ofrece, le hace consciente de su propia desnudez. La escasez de ropa, aunque poco molesto mientras descansaba sobre el jergón de lana, ahora, en la amplia sala de uso común, a escasos metros de su hijo, y a punto de enfrentarse a una más que probable amenaza, y sin tiempo a recuperar su ropa, se le antoja una situación incómoda y desagradablemente inoportuna.

Pero los pensamientos sobre su comodidad o su recato, apenas duran el tiempo suficiente como para permitir, de haber sido hombre propicio a ello, que el rubor se asome a sus mejillas. Sabe, ahora a ciencia cierta, que en su casa hay un intruso, y debe defender a los suyos, así que, toma el atizador de su lugar de descanso junto al hogar. Doblando ligeramente las rodillas, para afianzar sus pies sobre la fría superficie que constituye el suelo, dirige su cuerpo hacia el único lugar en el que puede encontrarse la extraña visita, la entrada de la casa, tras la cortina que divide la entrada, su dormitorio y las escaleras, de la zona familiar.

Unos apenas audibles pasos, le ponen en alerta.

El maestro, yergue la espalda, tensando los músculos de la misma, preparado para plantar batalla, y sin soltar el atizador, se encamina al lugar del que procede el ruido.

Entre las sombras, divisa la silueta alta y robusta de un hombre de melena un poco más corta que la suya propia. A pesar de la penumbra reinante en la entrada del hogar, identifica una ropera colgada al cincho de su oponente.

Blandiendo el atizador de hierro forjado en la mano derecha, realizando una filigrana en el aire con el mismo, mediante un sutil movimiento de muñeca que realza la musculatura de sus antebrazos, el maestro se ve sorprendido por la reacción del intruso.

- ¿Tanto te has domesticado que ya no recuerdas que a la batalla se va apropiadamente vestido y armado, amigo mío?

El maestro, realmente consciente de su desnudez, por primera vez en los últimos minutos, toma la espesa cortina que habitualmente recogida a un lado del arco, decora el mismo y en contadas ocasiones, es usada a modo de división entre las estancias familiares, y la entrada a la vivienda.
Allí, completamente desnudo, con un atizador de hierro en la mano derecha, y con las partes pudendas, cubiertas por un pesado y colorido cortinaje, permanece Gonzalo de Montalvo, padre, maestro, héroe y amigo, aguantando estoico la sonora carcajada, que Miguel de Almansa profiere en el silencio de la noche.

Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Sherezade » Dom Jun 24, 2012 9:50 am

13-¿Quién soy?

En la pequeña celda, solitaria pero abarrotada de útiles y objetos varios, apenas se escucha nada más que el chisporroteo de la llama roja y dorada, que arde insistente pero calmada, lánguida en su danza de cera blanquecina y mecha ennegrecida, en un viejo y deslucido candelabro, que, con el paso de los años y la mugre acumulada, perdió, no solo el lustre, si no el trabajo de orfebrería que tiempo atrás, tal vez, hiciera de él un bello ornamento.



La vela, consumiéndose en débiles suspiros, alumbra la postrada y pensativa figura del alto y fornido hombre, con la piel tostada por el sol, el trabajo a la intemperie, y los años pasados de lance en lance, de batalla en batalla… las últimas, entre algodones, sedas y, por qué no, colchones.


Con un suspiro exasperado, golpea la mesa, un puño grande, fuerte. De una mano acostumbrada a las armas, a repartir la justicia de quién paga, sobre quién ordena y, debería callar... una mano, más dada a sentenciar, y dar muerte, que a dar cariño o recibirlo, golpea con violencia la maltratada mesa, que no solo vio tiempos mejores, si no que, además, ha sido mudo testigo de condenas. De las que más tarde recibirían los presos al otro lado de la pesada cortina de terciopelo granate, y de aquellas que, como latigazos o embestidas de acero, recibiera una y otra vez, por parte de la vida, el canoso hombre, que por un instante, parece tener el peso del mundo, de los recuerdos sobre sus hombros.


Hernán ha pasado una noche más, en su pequeña oficina. El diminuto cuchitril, en palabras de la marquesa de Santillana. El único lugar en el que, parapetado tras los recios, fríos y anchos muros de piedra, puede dar rienda suelta a los recuerdos, a la rabia.



Varias veces, alguno de sus hombres ha intentado aproximarse.





Sólo un valiente ha cruzado el cortinaje, y han sido sus palabras, no su figura la que ha atravesado el umbral.




Erguido, con el temblor disimulado en una ‘descuidada’ mano, sobre la empuñadura de la ropera, la oscura figura del corchete, voz en cuello, intentaba fingir una seguridad que no tenía.



Un grito de súplica reverbera en la oscura, fría y húmeda prisión, recordando al comisario, que las osadías, se pagan caras. Y sin poder evitarlo, recuerda algunos de los pagos que ha tenido que sufrir él mismo. Temeridades del pasado, que pasaron factura en su momento. Con un escalofrío al notar la soledad y la oscuridad de su pequeño despacho, cae en la cuenta: algunas, ven incrementado su valor con el paso de los años. Al menos, es lo que le parece en estos momentos, la situación en la que se encuentra.



Apenas recuerda la última vez que vio la luz del sol, que percibió los cálidos rayos y se sintió agradecido o relajado. Y no puede evitar, aunque le sigue doliendo el hacerlo, culparla a ella.



Traicionado por la mujer por la que habría dado la vida, y por la que en más ocasiones de las que recuerda, se la ha jugado. La mujer, por la que lo ha dado todo. La única a la que ha amado. A la que se sometió. Por ella, cuando apenas les unía una peculiar amistad, atraído por su belleza, embriagado por su personalidad, dejó de ser un ave de paso, para anidar en sus brazos, en su lecho, y de ahí, a la corte, a las intrigas… A lo que para unos, era traición, pero para ellos, era deber.





La inocencia que perdió en los campos de batalla que la vida le tendió, que creía no haber recuperado, pero sí haber aligerado el peso que, aunque de forma inconsciente, atrapada en lo más profundo, le atenazaba con remordimientos por la maldad y la crueldad que repartía, que reparte. Todo quedaba olvidado en sus brazos, en el lecho que tantas veces compartieron, y que, de alguna forma, casi consideraba suyo.


-Mío- musita con resquemor a la oscura y fría penumbra, con una sarcástica y melancólica sonrisa. Una parte de él, siempre ha estado convencido que todo lo que ama, le es arrebatado. Su madre, sus hermanos, sus padres adoptivos. Por un momento ríe apesadumbrado, ante la fugaz idea, de que, junto a ellos, le fuera arrebatada la inocencia. Tal vez, la puerilidad, pues de lo otro, apenas recuerda haberla visto, ni siquiera en los ojos de Nuño. El pequeño marqués consigue arrancarle una sonrisa de orgullo, que apenas dura un instante. Algo más, que tampoco le pertenece ya. Las confianzas, el cariño y la entrega, dedicados al joven marqués, al que ha llegado a considerar un hijo, y que en ocasiones duda, que no lo sea, le han sido vedadas.


Su intención de continuar frecuentando la compañía del niño, y asegurándose de su bienestar, se ve enturbiada, por la presencia casi continua del ave de rapiña, que es la madre. Un ave, que, como siempre, percibirá en él, el menor atisbo de duda, de incertidumbre, para alcanzar sus propósitos. Y a buen seguro, intentará conseguirlos a través del lecho. Algo, que no puede permitir. Ya le utilizó en el pasado para conquistar sus planes, y ahora, que su delicada posición en la Logia peligra, no dudará en volver a hacerlo. Pero es un soldado. Un hombre, que puede que no haya visto tanto mundo como aquellos a los que Lucrecia devora con la mirada, pero que ha vivido y conocido lo suficiente, en especial en lo que a traiciones se refiere, para permitir que ella vuelva a hacerlo.


Las voces de sus hombres en el exterior, le recuerdan las últimas órdenes que han recibido. Las que más le han costado cumplir, en especial, al saber al monje implicado.



- Maldito Agustín- masculla entre dientes, recordando al anciano franciscano que, no siendo más que un niño, juró protegerlos a él y a su hermano. Nunca supo nada más de ese hermano. Hasta su último encuentro con el viejo. Y esas últimas palabras compartidas con el monje, en las proximidades del convento de Santa Ana, han sido las principales causantes de que su mente haya vagado hacia aquél niño que, con los ojos anegados en lágrimas, en una habitación donde el acre olor a sangre, impregnó sus sentidos por primera vez, era alejado de su lado.



¿Habrían hecho sus hombres lo mismo a esos niños que ahora estaban bajo el asilo del convento? Y sin poder evitarlo, esa pregunta, se encadena con otras en la turbada mente del soldado, en especial con una, que hacía tiempo no pronunciaba.


Una pregunta que años atrás le quitaba el sueño, mientras buscaba respuestas a los acontecimientos de su vida. Una pregunta, que tras conocer a Lucrecia, y cumplir con las órdenes que se le encomendaban, pasó a ser olvidada. Para no ser vocalizada, ni en voz alta, ni el silencio: ¿Quién soy?



Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Sherezade » Dom Jun 24, 2012 9:52 am

14- Recuerdos y advertencias, en el reino esmeralda

La luz del alba, despunta y aleja las sombras con la sutileza y el cansancio de quién, aun adormilado, parpadea y observa con la mirada borrosa al nuevo día. Pocos son, lo que a estas horas, observan al mundo con algo más que el velo del sueño, el cansancio o incluso el alcohol sobre los ojos. Ni siquiera en las tabernas conocidas por la vida nocturna, hay demasiado movimiento o miradas vivaces saludando a la nueva jornada que tímida, da sus primeros pasos.
Mas en las proximidades a la iglesia de San Felipe, en la avenida de los cuchilleros, dos sombras, caminan en la misma dirección, sin apenas verse, sin hablarse, pero conscientes y pendientes la una de la otra.

A cada una, le ha sorprendido el amanecer de una forma bien distinta. Uno, ha sido el sorprendido, el otro, la sorpresa. A pesar de ello, algo tienen en común, más allá de las pisadas firmes y seguras, del barro en las botas, o la tensión y decisión marcada en los hombros y el rostro. Ambos, buscan respuestas.

A uno de ellos, los últimos instantes de la noche, le han descubierto en la cama. Relajado, y descansando, pero lleno de incertidumbre y pasión consumida y sedienta, por la mujer, que en sus brazos, le ha hecho tocar el cielo, ha visto su descanso perturbado por un ruido. Dicho sonido, ha resultado ser la sorpresa. Nuevas preguntas, nuevas dudas… nuevos miedos, que se han visto acrecentados, por el desgarrador llanto, en el silencio de la noche, de las campanas del convento de Santa Ana en la lejanía.


El otro sin embargo, ha despedido la noche de la misma forma en que la ha vivido, vagando por las calles de la villa en busca de respuestas. Cargado de preguntas y misterios, ha recorrido los rincones habidos y por haber, para ver despuntar el día con las mismas dudas, pero solo una respuesta para una de ellas. Y ha sido, al ir en busca de dicha pregunta, que se ha encontrado en el salón del primero, con el badil de hierro en la garganta. Sorprendido por el sigilo con el que la pesada pieza de hierro, ha sido descolgada de la chimenea y alejada de su utilidad para remover las ascuas, para ser blandida por una hábil mano que, cómo él, ha escuchado sorprendido y extrañado el tañer de las campanas del alejado, y oscuro convento.

Miguel de Almansa, y Gonzalo de Montalvo, caminan decididos en busca de respuestas hacia un encuentro en el aciago lugar donde, años atrás desaparecieron las religiosas al completo. Y aunque las historias se repetían sin descanso y variaban, como suele suceder con toda historia que tiene un atisbo de realidad, hasta convertirse en leyendas, en este caso, negras. Rumores hablaban de la conexión entre repentino crecimiento de la flora en el cercano cementerio de los olmos, de las tumbas que crecían en número, y de las religiosas, que disminuían el suyo. No eran pocos, los que por aquella época recordaban haber visto a las religiosas aquejadas de fiebres, agotamientos súbitos y fétidos alientos, presagiadores de la peste. Otros, sin embargo, aseguraban haber visto a esas mismas mujeres, con los cuellos hinchados, y dificultad para respirar, aquejadas de garrotillo.


Sea como fuere, el convento permaneció cerrado y vacio durante varios años, hasta que un pequeño grupo de monjas, se hizo cargo del mismo. Aunque nuevamente, los rumores hablasen de obligación, desazón y gritos de súplica de estas mismas, al conocer su nuevo destino.
A pesar de la verdad que hubiera en dichas historias, la imponente y oscura edificación, volvía a estar habitada. Hacía apenas unos años, que las monjas habían llegado y abierto el hospicio, para alejar a los huérfanos de las calles. Tal vez por ello, o en vistas de la necesidad de trabajo en las descuidadas posesiones que el convento poseía en el valle, al crecer, los niños ganaban su sustento ayudando en la labranza de las tierras y el cuidado del reducido, pero respetable ganado que con los años, había pasado a poseer el santo lugar.

- Miguel- la voz serena y decidida del maestro, interrumpe el silencio, que parece haberse convertido en un compañero más de viaje.

- Sé lo que me vas a preguntar amigo- replica el soldado, interrumpiendo las palabras del joven Montalvo- Estará allí.


Ambos continúan en silencio pensando, una vez más en el motivo de sus andanzas. Saben que la única persona que les puede proporcionar las respuestas, es muy probable que se niegue a hacerlo, y que arguya a las mil y una posibilidades para las que ambos han buscado réplica. Conocen demasiado bien al hombre, cómo para no intentar adelantarse a sus movimientos y a pesar de ello, la duda de salir victoriosos de esta empresa que se han autoimpuesto, les acompaña desde el mismo momento en el que han decidido emprenderla.

Las distintas tonalidades de verde de la arboleda, las plantas silvestres y la flora en general que riegan ese pequeño rincón del mundo, parecen vibrar de buena mañana bajo los tímidos rayos de sol que inician un camino que terminará con el atardecer. Entre el verde, algún que otro pequeño punto de vibrantes blancos y amarillos asoma con la picardía y el valor con el que las flores silvestres se atreven a hacer gala en el melancólico y adusto reino esmeralda del cementerio de Santa Ana. Los viejos muros de piedra, vestigios de la antigua casa solariega en cuyos terrenos se edificó el monasterio, apenas parecen querer hacerse notar en el esplendor de la vegetación. Apenas unas piedras, ligeramente cubiertas por musgo y una pared, robusta, orgullosa y vana, resisten el dominio de la flora aceitunada.


La pared, que resiste los embistes del tiempo, muestra la jamba de una puerta, y lo que antaño debía ser una ventana. Apenas la forma de una y otra quedan patentes, ante los embistes que la madre naturaleza ha arremetido contra ellas. Musgo, hiedra y alguna planta silvestre, muestran en el muro, como si de heridas esmeraldas se tratase, la resistencia y audacia de unas piedras que, recuerdan los más ancianos de la villa, tenían una historia.

Como un espectro, cómo si formara parte de aquella melancólica escena, la figura de un monje encapuchado asoma entre el musgo y la maleza. Una parda estatua, que entre las sombras y la vegetación, se alza imponente pero inadvertido, fundiéndose con el aspecto general del lugar.

Agustín alza el rostro y en sus facciones, apenas visibles por la tenue luz de la mañana, se adivina la sorpresa ante la presencia de los dos hombres.

- ¿Qué os trae hasta este lugar?- pregunta sereno y directo, sabiendo que los recién llegados, se precian ambos por la sinceridad y el aborrecimiento del artificio.


- Hasta ese convento, - comienza Gonzalo de Montalvo señalando la lóbrega edificación que, apenas a unos metros del ligar en el que se encuentran, se alza solemne y temible por encima de la arboleda- En los últimos días, han sido llevadas al menos dos carretas con pequeños grupos de niños que, en las pasadas semanas han desaparecido de sus hogares, junto a sus respectivas familias.

-Solo una cosa tenían en común, dichas familias:- continúa el maestro- un lactante. – Y observando detenidamente el rostro del franciscano, tras una breve pausa prosigue- Pero tú eso ya lo sabías.

- Y vosotros también- replica el monje estoicamente- ¿Qué os trae pues, a este lugar?

- Tenemos preguntas.

- Ambos deberíais saberlo ya, - interrumpe Agustín firme y claramente- En la vida, las preguntas no son la solución, si no las incógnitas que nos absorben y los distraen buscando una solución que se haya por si sola.

- ¡No sabes aún qué es lo que queremos saber!

- Sé lo suficiente. – La voz de Agustín, parece convertirse en un bramido sobrecogedor- En vez de hacer preguntas, deberíais ocuparos de lo que ya sabéis.- haciendo una breve pausa durante la que mira a ambos hombres significativamente, pero acaba posando su mirada en el soldado prosigue:- Y vosotros deberíais saber ya, que hay cosas que, es mejor no saber. – Con esas últimas palabras, dirige una mirada fulminante y llena de significado a Almansa, que con una ligera caída de ojos, esquivando los del religioso, y fijándolos en el suelo, parece entender todo lo que la silenciosa mirada del monje, pretende decirle.

Gonzalo, el espectador silencioso, sabe que algo se le escapa. La expresión anteriormente decidida y serena de Miguel, ahora transformada por el abatimiento y una sombra que se asemeja demasiado a la sumisión, para la tranquilidad del maestro.

- ¿Qué es lo que me estáis ocultando?

- Si dudas de mis palabras y advertencias…

- ¿Es una amenaza?- La mirada fija en el que fuera su mentor, la voz serena y amenazante, interrumpe el maestro.

- No es más que una advertencia- replica el monje devolviendo la mirada y el tono confiado y seguro a Gonzalo- Que aunque sé que no seguirás, por mi tranquilidad, necesito que al menos oigas.


-Agustín…- la voz de Miguel, es apenas un susurro, una advertencia velada hacia el monje que, erguido y desafiante, mira a Gonzalo sin pronunciar palabra, casi, sin mover un músculo. Cómo una estática muestra que, debido a la temática de la conversación, únicamente consigue enfurecer al joven maestro.

- ¿Advertirme, Agustín?- el tono irónico del joven, no pasa desapercibido en el franciscano, en cuyos ojos, un pequeño y delator brillo traiciona la estoica postura del veterano hombre- ¡Deja tus enigmáticas advertencias y sé claro de una vez!

- Alguien entró en su casa la noche pasada, Agustín- confía el joven y moreno soldado Almansa esta vez, con un tono grave y acerado.

- ¿Entraron en tu casa?- la azorada pregunta, resuena en el lugar como un trueno en la noche. No solo por el silencio que desgarra, si no por la fuerza y el ímpetu con que es descargado.

- No sé quien fue. No pude seguirle- pronunciado esas palabras, el maestro recuerda el motivo. La llamada asustada de Margarita, su silencioso ruego… el abrazo. E inevitablemente, esos recuerdos le llevan a la tarde anterior, a esa misma mujer, atemorizada, arrebujada en su mantilla… su cuerpo presa del pánico, temblando como una hoja…

- Gonzalo,- Agustín, no ha perdido de vista la expresión del que fuera su pupilo años atrás, y la adusta expresión, los puños apretados presos de la rabia o el pánico, le son demasiado familiares, como para dejarlos pasar- ¿Ocurrió algo más?- El maestro, todavía sumido en los recuerdos, en la rabia y el deseo de venganza, parece no oír al otro hombre, que empieza a atar cabos- Hay cosas más importantes, Gonzalo…

- ¿Más importantes? – Enfurecido, el maestro se encara con el monje, tomándolo por la sotana- ¿Tan importante como familias desapareciendo? ¿Qué le espera a mi hijo?- apretando con fuerza, y zarandeando al franciscano, vuelve a preguntar- ¡DIME! –demanda voz en grito- ¿Y a Margarita, quién la seguía?

Con un fluido movimiento de sus brazos, el monje sitúa ambos antebrazos entre los del joven que, todavía preso de la rabia le sostiene con fuerza, y dirigiendo las manos hacia los lados, se libera.

- Sabes qué es lo que buscaban en tu casa.- La voz áspera y serena de Agustín, no revela la incertidumbre de la que se siente preso, ante lo que se ve obligado a pronunciar – En cuanto a Margarita…- de los labios del monje, un suspiro y una expresión apenada se asoman al nuevo día- No sabía que la habían seguido. Eso presenta un problema.- Girando el rostro ligeramente hacia Miguel, le dirige a éste varias preguntas acerca de la seguridad del encargo.

- ¿Quién es esa niña? – Pregunta a modo de réplica el enfurecido maestro-¿Qué tiene que ver con las desapariciones de la villa?

- Es mi sobrina- la voz habitualmente firme y decidida de Miguel, es apenas un susurro, que parece perderse con el viento- Ella es una de las personas que buscan…

- ¿Quién?

- Quién mandó matar a su madre.

- El comisario - ¿Hernán? Los dos hombres más jóvenes replican a la vez, cada uno con una ligera inflexión distinta en su respuesta, pero ambos, con el mismo sentimiento de rabia, destilado en palabras.

Y sin embargo, es el monje, quien ofrece la sentencia, con dos simples palabras, que ocultan en su significado, una complejidad absoluta:

- La Logia.




Avatar de Usuario
Sherezade
Welcome to San Felipe
Mensajes: 311
Registrado: Lun Abr 18, 2011 8:22 am

Re: Rayo de Luna, por Sherezade (N.R. -17)

Mensajepor Sherezade » Dom Jun 24, 2012 10:13 am

15-Al alba

Bajo los primeros rayos del sol, al despuntar el nuevo día, la silueta alta y serena de Gonzalo de Montalvo, maestro, héroe y padre, aparece recortada en la salvaje y verde planicie que se extiende en los popularmente conocidos como ‘Terrenos de las monjas’. Antaño, campos de labriego y bosques llenos de vida animal, propiedad de quienes, tiempo atrás, tuvieron nombres y tierras, y al fallecer, donaron dichas tierras al ahora, lúgubre convento.

Entre esos verdosos y descuidados campos, lindes y muros se confunden y se ocultan entre la agreste vegetación, que paree haber tomado esas tierras, en nombre de la madre naturaleza. Un dominio de verdes, ocres y sutiles pinceladas de colores vivos, que ocultan historias y secretos de tiempos remotos y cercanos.

Es a uno de esos secretos que el joven Montalvo ha sido enviado. Una hendidura en la roca, antaño oculta tras una cancela. Hoy, apenas un hueco que se adentra en las entrañas de la tierra, y cuyo destino, las historias otorgan al infierno, o al convento. Si es que hubiera alguna diferencia entre ambos.
Gonzalo se aproxima al borde de la abertura y la mira receloso. Minutos antes, bajo las primeras luces del amanecer, Agustín no sólo le ha recordado que ha cometido un error, si no que, una vez más, todo está relacionado con la Logia.
Es por ello, por todos esos cuerpos sin nombre, olvidados, que se hacinan en las oscuras y húmedas galerías que son el reino del comisario Mejías; esos niños que, a estas alturas permanecen tras los aciagos muros del convento de Santa Ana; y por su familia, que se ha visto inmiscuida en toda esta funesta aventura que empezara apenas un par de noches atrás… que está frente a esa hendidura en el rocoso suelo.
Después de estimar que la profundidad de la cavidad rocosa, no supera los nueve metros, decide que será capaz de bajar por ella.
No tiene alternativa. Debe bajar.

Aproximándose al borde y mirando en derredor, se quita la guerrera que, convertida en una masa de tela, deja caer al fondo de la abertura. Con una última mirada al horizonte, y a la cúpula celeste, tantea con los pies en busca de algún punto de apoyo.
Las botas, teñidas por el barro, con sus gruesas pero desgastadas suelas, no iban a facilitarle el descenso. No obstante, y a medida que la áspera piedra le araña los brazos y deja en sus manos la impresión del esfuerzo, su mente les recuerda.

No sabe muy bien que le espera al otro lado. Desarmado y sin haber descansado demasiado, con la oscuridad cerniéndose a su alrededor… a pesar de la palabra de Miguel acerca de la seguridad que ese camino representa, la incertidumbre, la inseguridad, el recuerdo de su familia, de sus rostros, sus voces, sus risas… se entremezclan en su mente, creando una tensión en sus músculos preparados, atentos a cualquier eventualidad que les convoque a la acción.

El descenso, para quien estaba habituado al esfuerzo físico y ese tipo de menesteres, estaba siendo lento y penoso.

El sol cae sobre sus hombros mientras desciende, y a pesar de la ligereza de la camisa de hilo blanco, empieza a sudar profusamente. Con ironía, no puede evitar pensar que, media hora antes o después, el sol no habría penetrado allí.

Cuando ya se encuentra cerca del fondo, salta el último metro, quedando de pie en un espacio en el que apenas queda lugar para girarse. Justo en el momento en el que sus pies tocaron el suelo, este cede bajo sus pies, de una manera tan súbita que apenas tiene tiempo de soltar una exclamación ahogada y prepararse para el golpe, flexionando las rodillas.
Durante unos segundos, que casi parecen una eternidad, cae al vacio para tomar tierra con una violencia tal, que el impacto le deja sin respiración.

Fragmentos de roca triturados, raíces secas y tierra llueven sobre él mientras espera que su vista se acostumbre a la oscuridad reinante, al tiempo que trata de llenar sus pulmones de aire.
Con diversos rasguños tiñendo de barro y sangre su blanca camisa y con movimientos casi felinos, pendiente de todos los resquicios y rocas a su alrededor, evalua mentalmente su estado y las posibilidades de hallar, allí abajo, una salida.

Levantando la mirada hacia la abertura de contornos irregulares por la que ha caído, y a pesar de la dificultad de hacerlo, ante la terquedad del insistente rayo de sol que se filtra hacia él, tratando de cegarle, calcula que la distancia se ha duplicado.

Reprimiendo una maldición, trata de aprovechar el rayo de sol para ver algo en la penumbra.
La negrura, llena de sombras de una pared, se alza a unos cuantos metros de allí, y en la lejanía, el gorgoteo del agua, le indica la presencia del líquido elemento. Sabe que el rio no está lejos. ¿Sería esta la entrada al convento de la que hablaba Agustín? Debía probarlo. Cualquier cosa, menos esperar a la noche… con pasos cautelosos, pendiente de las irregulares paredes de la estrecha galería natural, se adentra en la oscuridad.




La tenue luz amanecer, filtrada por las nubes y el pequeño resquicio que la contraventana entreabierta ofrece, ilumina las revueltas sábanas que con unos suaves y apenas audibles murmullos son agitadas y retorcidas sobre el cómodo jergón.

Las esbeltas y suaves piernas de mujer, apenas cubiertas por las pálidas sábanas, se mueven inquietas, como el menudo cuerpo al que pertenecen.


Desperezándose lánguidamente, sintiéndose feliz, relajada, tranquila, amada y saciada, con una adormilada sonrisa en los labios y el cabello revuelto, Margarita busca sin éxito a Gonzalo entre las sábanas.

Sonriendo relajada, la joven con el cincelado rostro cubierto por el espeso, oscuro y revuelto cabello, aparta el mismo con un lánguido gesto todavía embriagada por la relajación del escaso pero reparador sueño en el que se ha visto sumida las últimas horas. Descanso que ha compartido o creía haber compartido con aquel cuyo nombre se desliza por sus labios en un sereno y amodorrado murmullo. Gonzalo.

Repentinamente un sonido procedente de la puerta atrae toda su atención y asustada descubre que se trata de su sobrino.
Los tímidos e insistentes golpes que la pequeña pero fuerte mano de Alonso ejerce sobre la hoja de madera, resuenan en la silenciosa habitación. Su voz, adormilada pero risueña, se filtra ahogada; y sus palabras, su excusa, su saludo… apenas son oídos por la muchacha que, apresurada y temiendo ser descubierta, busca algo con lo que cubrirse entre las sábanas. Finalmente, divisa en el suelo la falda y el resto de sus prendas que sobre el frío suelo han pasado la noche en compañía de las que Gonzalo a su vez dejara olvidadas, abandonadas, del mismo modo que ambos se abandonaron al sentimiento, la pasión.

Acalorada y sonrojada, con una sonrisa relajada y feliz por los recuerdos que esas ropas y su emplazamiento han traído a colación, la muchacha se viste rauda y veloz
sin bajarse de la cama, justo a tiempo de ver como la hoja de madera se desliza y una pequeña y familiar mano, seguida segundos después por una cabellera clara y unos ojos adormilados le dan las buenos y tímidos días.

- Hola tía- susurra el chiquillo con una gran sonrisa al ver a la mujer despierta y sentada en la cama. Ella devuelve el saludo sin abandonar la sonrisa o los pensamientos relacionados con su cuñado y su ausencia al despertar que se reiteran y contradicen en su mente.

El chiquillo, ajeno a los pensamientos que afligen a su tía, acaba de abrir la puerta mostrando bajo el marco de la puerta, una bucólica, curiosa y tierna imagen. Con camisa de dormir, legañas, la somnolienta sonrisa y la pequeña Paloma, en iguales condiciones en sus brazos, Alonso sonríe ampliamente dibujando unos inocentes y alegres hoyuelos en sus sonrosadas mejillas, consiguiendo que su tía silencie momentáneamente las dudas concernientes al maestro.

- ¿Se puede saber qué hacéis ahí?- pregunta la mujer sin abandonar la sonrisa. El niño mira al suelo en busca de una excusa y encoje los dedos de los pies, como si el frío suelo pudiera ofrecerle una respuesta apropiada. -¿Y qué haces descalzo?- apartando las sábanas, que minutos antes ha estirado aprisa, invita al chiquillo y a su precioso cargo a acompañarla- Ven aquí, anda. ¡Corre!

Entre las risas, y los alegres aplausos y murmullos inteligibles de la pequeña, los dos niños se aproximan a la cama velozmente.

- Se ha despertado, tía- murmura como excusa el niño, una vez que se ha sentado de rodillas sobre el jergón cuyos cojines se le antojan más mullidos, suaves y cómodos que los suyos propios. La cama de la mujer que considera una amiga, una confidente, una madre… la misma mujer, que recibe su excusa con una ceja levantada y una dubitativa expresión, a la que replica alzando los hombros y señalando con el mentón, a la pequeña personita cuyas pequeñas, sonrosadas, y rollizas extremidades danzan envueltas en su pálido vestido de algodón.

-¡Ya lo veo!- Responde risueña e irónica la muchacha.

- Paloma… Yo… Nosotros… Es que... ¿Te echábamos de menos?- confiesa el pequeño alzando los hombros, ligeramente avergonzado y sin otra excusa plausible para su necesidad de compartir unos minutos con su tía. Margarita, conmovida y extrañada por la repentina necesidad de su sobrino para excusarse, acaricia con el dorso de la mano el rostro de su sobrino, que al notar el gesto, se acomoda sobre los cojines, y se aproxima a ella en busca calor y cariño.

Los minutos pasan en agradable compañía, entre risas, bostezos, batallas de cosquillas y confesiones a media voz. Es durante estas que Alonso, sin saberlo, con sus inocentes palabras, reaviva las dudas que atenazan la mente de su tía. Su padre no está en la casa, y Saturno, a su vez, ha salido temprano a llevar a cabo los recados matutinos.

Con los pensamientos arremolinados en su mente, la joven morena toma la decisión de no permitir, una vez más, que las dudas o los pensamientos acerca de su cuñado le nublen los pensamientos, o el día. Intentando obviar las dudas, el miedo, y centrándose en las sensaciones, la calidez, el cariño, que los recuerdos vividos y los que puede llegar a vivir, ponía su sobrino en pie, y con la mano izquierda sobre el hombro del niño, dirigiéndolo hacia la puerta y una palmada en el trasero, y le anima entre risas arreglarse.
El día, no hecho más que empezar.


Las desiertas calles, parecen empezar a resurgir con la vida diaria, con el ajetreo, el ruido, que poco a poco los madrugadores habitantes de la villa ocasionan al despertar. Algunos inician sus quehaceres diarios, se dirigen a sus lugares de trabajo o simplemente, vagan por las calles en busca de algo que llevarse a la boca. Sin embargo, entre esas personas, también hay sombras que recorren las oscuras calles, sin aproximarse en demasía a la escasa luz que las riega. Cada una con una historia, con un destino… unos, buscando entre las sombras la forma de obtener algo de alimento, otros, tratando de ocultarse, de pasar desapercibidos, para llevar a cabo empresas, más o menos lícitas.

Es entre estos últimos, una oscura figura recorre las calles, pendiente de todos y cada uno de los sonidos o los movimientos con los que la villa renace un día más. Su actitud, pasa desapercibida a estas horas, y entre las sombras, parece indicar que busca a alguien, o que intenta no ser encontrado.

Eligiendo el amparo de unos soportales, se oculta tras unos viejos y ajados barriles de madera, cubiertos por polvo, barro, unas desgastadas cuerdas y unas raídas y mugrientas telas, que tiempo atrás debieron ser blancas; la sombría silueta, del misterioso hombre, con sus oscuras ropas y las negras botas de buen género y mejor calidad, llenas de barro, para observar desde su aventajada posición, una hoja de madera, en un muro de adobe.

La puerta, es conocida en el vecindario de San Felipe, por ser aquella que limita la vibrante energía de la vecindad, con la intimidad del hogar de uno de los hombres más conocidos en el mismo: Gonzalo de Montalvo, maestro de escuela.

Con el largo y rizado cabello cayendo a su espalda, ataviada con un simple vestido blanco, cuya amplia falda parece danzar a su paso, la risueña mujer cruza la puerta acomodando en sus brazos un cesto de rafia. A su lado, un chiquillo de castaños cabellos, con una cesta de mimbre trenzado en sus brazos, ríe divertido mientras habla con ella en murmullos, al cerrar la puerta.

Sus pasos, lánguidos, distraídos por la animada conversación cargada de risas y confidencias que uno y otro comparten, se extiende por las calles de la villa, y el camino del río. El trayecto, que apenas debería durar unos minutos, se prolonga por las diversas paradas que realizan en su singular paseo, en las que, uno y otra, cambian los capachos de mimbre. Mientras la mujer, sostiene la suya por ambas asas con una sola mano, el chiquillo parece abrazar su encargo contra el pecho, dificultando su camino, y haciéndolo más complicado y pausado.


Sin embargo, y aunque parece que el sosegado paseo, tiene como destino la rivera en la que las mujeres de la villa, lavan las ropas de sus familias, esta singular pareja, formada por Alonso de Montalvo y Margarita Hernando, hijo y cuñada del maestro respectivamente, más parecen estar disfrutando de un distendido paseo bajo las primeras luces del día, mientras la villa despierta.

Al pasar junto a la fuente, Margarita saluda con un ligero gesto y una cómplice sonrisa a un par de las mozas que, cobijadas bajo el viejo olmo, con más historias y secretos guardados que años, se despiden de sus pretendientes, a los que han conseguido ver a tan temprana hora, gracias a la necesidad de agua en el hogar. Una de ellas, llora desconsolada, con un asa de barro entre las manos, murmurando entre sollozos su congoja, ante la posible explicación que deberá dar a su madre, del aciago destino que ha sufrido el cántaro; mientras a su derecha, el rubio joven sostiene el rodillo, el paño enrollado que hasta minutos atrás, la muchacha llevaba sobre su cabeza, sosteniendo el jarrón, con medida coquetería.

Unos metros más allá, recibe el saludo de Blasa, una viuda que, a pesar de no tener a su cargo ya, esposo o hijos a los que alimentar, asoma a la fuente, en busca de historias y conspiraciones amatorias con las que entretenerse y entretener a quienes la quieran escuchar.
Y Margarita, a pesar de devolver la afable sonrisa de la mujer, no puede evitar acelerar el paso, con una mano en los hombros de su sobrino mientras, con una furtiva mirada al cielo, suplica no volver a encontrarse con ella en el lavadero.

Como ella, las mozas que conocen a la buena mujer como La Tía Hurraca, se alejan de quienes las cortejan, sabiendo que la oronda matrona, cuya oscura figura, que en las sombrías noches parece una campana deslizándose por las calles, ayudada por un viejo y recio cayado, propiedad de su difunto esposo, que serró ella misma a fin de conseguir la altura apropiada, compartirá sus historias con el primer oído dispuesto a ser regalado con las adornadas palabras.


La lluvia de los últimos días, ha provocado una crecida en el río. Las turbias aguas, no llegarían siquiera a acariciar la blancura a la que Margarita, tiene acostumbradas las ropas de su hogar. De modo que la mujer, en lugar de continuar el camino que bordea el río, avanza un poco más, haciendo crujir a su paso, para divertimento de los pequeños, las hojas que, convertidas en un manto de ocres y dorados, anuncian la llegada del otoño, en dirección al lavadero de “Pino”.

Se trata de una edificación simple, de piedra, con una pila en su interior, con muretes a dos vertientes hacia el caudal del agua, para facilitar el lavado de ropa. La habitación, de planta cuadrada y dos muros abiertos, con tejado a dos aguas, sobre una cimbra de madera de roble y cubierto por tejas, que se han visto golpeadas por las inclemencias del tiempo, es además un lugar de reunión donde las mujeres de la villa, no sólo hacen la colada, sino que cuentan con una menor presión social y familiar que en cualquier otro punto, en el que pueden conversar, compartir y transmitir información sobre los aspectos de la vida propia, ajena y general de la villa. Había sido prohibida la presencia de hombres en dichos lugar, desde tiempos en los que la madre de la muchacha, era apenas una moza.
Y es precisamente por ello, y a pesar de que la presencia de niños no era habitual, más allá de las niñas que por una mínima suma de dinero lavan una cantidad determinada de ropa, que la joven se sentía tranquila ante la posibilidad de pasar la mañana en compañía de su sobrino y el pequeño encargo que, envuelta en su mantilla de lana, en el mismo cesto de mimbre con el que llegó a la casa, mueve los brazos juguetona, ante las atenciones que Alonso, sentado junto a ella en el suelo le profiere.

Con las manos en el frío líquido, coloradas, por el cambio de temperatura y el esfuerzo extra que hacer la colada requiere bajo la helada agua, una sonriente Margarita aparta un travieso rizo que cae por su frente, mientras a su espalda, apoyado contra uno de los muros del lavadero, Alonso ríe divertido y charla con Paloma acerca del día, las últimas aventuras con sus amigos y sus propios recuerdos de visitas pasadas al lavadero, en las que no era extraño acabar jugando tras encontrarse con alguno de sus amigos que, cómo él, se ven obligados a acompañar a sus madres.

La forma en la que el niño, con la más absoluta seriedad e inocencia, promete no marcharse a jugar, sino quedarse con ellas para protegerlas, recuerda, en el tono y la expresión facial, la del padre. Algunas mujeres, sonríen divertidas mientras la muchacha no puede evitar una carcajada, al oír a su sobrino explicarle a la pequeña, con toda la sapiencia de que puede hacer acopio, la naturaleza de la labor que ella está realizando. Un trabajo de mujeres, según sus propias palabras, y en el que él, no participaría de no ser, porque ambas necesitan una escolta.

- Gracias, amable caballero por su condescendencia- comenta risueña para provocar la risa de su sobrino- Tú sabes que Satur, a menudo hace la colada, ¿verdad?- pregunta Margarita, con una amplia sonrisa, llevada por el recuerdo, no sólo del criado, sino del padre- Y los soldados, también hacen su propia colada.

- Gabi me ha contado- replica el niño, desde su posición en el suelo, y con la ingenuidad e inocencia típicas de su edad- que los soldados pagan a una mujer.

Tratando de disimular la punzada que esa frase le ha provocado, o el recuerdo del padre, ausente, ocupado en quién sabe qué menesteres, decide restarle importancia y continuar con la actitud que han mantenido hasta ahora.

- Pregúntale después a tu padre.-Comenta Catalina distraídamente mientras golpea el tejido contra la piedra- Él fue soldado, y tuvo que lavar su propia ropa.

Agradecida, comprueba al girarse, el brillo del orgullo resurgir en los ojos del niño que, aprovechando la mirada de su tía, y cansado de las conversaciones femeninas que a su alrededor se desarrollan, trata con el gesto, de pedirle a su tía permiso para unirse a los juegos. Con una cómplice sonrisa y un guiño, la joven mueve la cabeza y sugiere al pequeño que se aleje a jugar un rato mientras ella acaba de lavar la ropa con la clarilla, a base de ceniza, que Catalina ha traído consigo.

Con una rápida e imperceptible caricia, consistente en una mano situada por un lapso de apenas unos segundos sobre la tocada cabeza de Paloma, Alonso se aleja raudo y sonriente a unirse al jolgorio que, en el prado, los niños organizan con sus juegos. En su carrera, pasa junto a la oscura figura de Blasa, la Tía Hurraca, que con sus manos, de dedos torcidos por el trabajo y la edad, sostiene la garrota en una verticalidad casi imposible frente a ella, mientras mira detenidamente todo lo que acontece en el lugar y, de forma ininterrumpida, enlazando una con otra, narra las aventuras y desventuras amorosas de cuanta persona conoce o se cruza en las calles. Algunas reales, otras, rumores, y las más, percepciones propias que la buena mujer hace, bajo el juicio que, según ella, la edad y el saber le han otorgado para identificar la verdad en los pequeños detalles.
Cómo es el caso de la joven Carmen, una muchacha en la que, bajo su mirada crítica, y por los ligeros cambios de su cuerpo, no sólo ha tenido su primera menstruación, sino que, también ha conocido ya varón. Al menos, eso es lo que le comentó al padre de la niña que, preocupado, ha dudado en permitir que su hija continuara realizando su trabajo como lavandera, a pesar de la ayuda económica que esas pocas ganancias suponen para el mantenimiento de su familia.

Entre las mujeres congregadas en el lugar, hay una historia o una incógnita; iniciada por la mismísima Blasa, la duda acerca de la identidad de la niña que los Montalvo parecen estar cuidando con tanto mimo, se extiende como la pólvora. La mujer, a pesar de que un rápido pero breve rumor ha llegado a sus oídos, acerca de la maternidad otorgada a Margarita, no ha dudado un instante en repudiar dicho chisme, ya que, en su opinión, los pechos y caderas de la moza no han sufrido cambios desde que llegara. Sin embargo, y tras ver a los dos niños juntos, no pone en duda la paternidad del maestro. La mujer, no titubea a la hora de expresar su sospecha en voz alta en presencia de Margarita que, llevada ella misma por la incertidumbre, prefiere no participar en modo alguno de las suspicacias y rumores, sino que trata, más que consigue, ignorar las voces a su alrededor, centrándose en la tarea que tiene entre manos.

Tan concentrada está la muchacha, restregando contra la piedra, de forma casi violenta, la blanca camisa de su cuñado, que apenas advierte el próximo crujir de hojas.
No es, hasta que una desconfiada Blasa, lanza una sibilina pregunta al aire: ¿A quién busca, caballero? Que no se percata de la robusta figura masculina a su lado.

A contraluz, apenas es una silueta recortada bajo la luz de la mañana, pero debido a lo peculiar de una presencia masculina en el enclave del lavadero, Margarita no puede evitar recordar al intruso que de madrugada, irrumpiera en su hogar, hiriendo a Satur.
Con un sobrecogido suspiro, la muchacha trata de alejarse del recién llegado, mientras se interpone entre él, y el canasto en el que la pequeña Paloma descansa.

- ¡Carmen!- Espeta el hombre, de profesión carpintero- ¿Dónde está mi Carmen, y qué hace aquí este zagal?

Es en ese momento, cuando la muchacha se da cuenta de la presencia de su sobrino, a espaldas del hombre. El niño, casi de puntillas y con una mueca de dolor en el rostro, trata de aguantar las lágrimas o las exclamaciones de dolor, ante la presión que el recién llegado ejerce, con índice y pulgar, sobre su oreja.

- ¿Qué hace con el niño? ¡Bruto!- Pregunta sorprendida Margarita mientras trata de abalanzarse sobre el hombre, intentando liberar a Alonso.- ¡Que lo suelte, bestia!

- ¡Suelta al niño, hombre!- ¡No seas animal!- ¡Sólo es un muchacho!

De un rápido gesto, el hombre aparta a Margarita y su intento de liberación, haciendo que pierda el equilibrio, y apunto habría estado de caer, de no ser, por la oportuna ayuda de Catalina.

- ¡Pero serás desgraciao!- espeta malhumorada la morena- ¡Suelta al chiquillo ahora mismo, o doy aviso a la guardia que has estado en el lavadero!

- ¡Yo sólo he venido a proteger a mi Carmen!- de un brusco movimiento, el carpintero obliga a Alonso a situarse frente a él- Y a hablar con la insensata que ha traído a este yegüero hasta aquí.

- ¡Pero será posible, el come-serrín este!- Espeta Catalina.

- ¿A quién llamas tú yegua, animal?- Interpela Margarita enfurecida- ¡Suelta a mi sobrino de una vez, cacho bruto!

- Señora, no soy ningún bruto.- Prosigue el hombre, sin soltar a Alonso, pero un poco más calmado- Este mozalbete y otro par, andaban jugando con mi hija en la linde del río. Y no quiero saber a qué jugaban, pero sí que los quiero lejos de mi pequeña, sobretodo en un lugar como este en el que la presencia de varones, por mandato real, está prohibida.- Soltando al chiquillo que, frotándose la oreja y mirando de soslayo al hombretón, trata de disculparse, le dedica una mirada significativa que zanja en asunto con el muchacho, y prosigue más calmado, hablando con las mujeres- Entiéndame señora. Sé de la existencia de la fuente. – Y con una ligera sonrisa soñadora, se confiesa- Allí rondaba yo a mi Juliana, hasta que sus padres me permitieron frecuentarla.- Su sonrisa se borra, y se transforma en una mirada sombría y preocupada- Y ahora que mi Carmen está en edad, entiendo a mi suegro y su preocupación por salvaguardar no solo el buen nombre, sino la honra de mi Juliana.




A una distancia prudencial, la idónea para actuar si fuera menester con la presteza suficiente y observar sin ser visto u oído, pero lo demasiado alejada para no poder escuchar las conversaciones del lugar, la oscura figura que ha seguido a Margarita y a Alonso, yergue la espalda y lleva la mano a la caña de la negra bota, en la que una vizcaína descansa al percatarse de la proximidad del recién llegado y su actitud, pareciera que beligerante, para con la mujer y el niño.

Todo el trayecto hasta el lavadero se ha mantenido ojo avizor, atento a los movimientos de tía y sobrino, y de todos aquellos con los que se han cruzado. Ha actuado como escolta en la distancia, oteando no solo el horizonte, o las sombras a la zaga de una amenaza. También la ha buscado entre la gente sonriente o afable que entregaba o devolvía el deseo de un buen día a la morena y su joven acompañante. Mientras la moza lavaba las ropas y el niño jugaba con el resto de zagales, ha intentado mantenerse atento y solícito en ambas direcciones, más, en algún momento, ha sido negligente con la seguridad de Alonso.

Ahora, intrigado al ver al niño liberado por su captor y ya en brazos de su tía, decide arriesgarse y hacer uso de su uniforme para proteger a la mujer y los niños, si fuera necesario, del corpulento hombre.

Así, alejándose del abrigo que los altos y frondosos árboles y arbustos le proporcionan, Miguel de Almansa, se aproxima al lavadero.

- Buenos días, señoras- su voz serena, educada y varonil, parece embelesar prácticamente a la totalidad de las mujeres allí reunidas- Espero no haberlas sobresaltado con mi inesperada entrada, - una sonrisa se dibuja bajo su cuidada barba, para fascinación de las mozas que advierten, no solo la postura erguida y marcada de un militar, sino los elegantes ropajes y las caras botas negras de caña alta- pero creí haber visto a un caballero aproximarse a este lado del camino.- Su voz calmada, nada tiene que ver con la mirada directa y amenazante que dedica al corpulento carpintero que azorado, trata de disculparse y explicar su presencia en un lugar destinado únicamente a las mujeres, y en el que, la presencia masculina, su presencia, es delito que podría pagar con tres días en el calabozo y escarnio público.

- Yo… verá usted, yo… mi hija….- el temeroso y turbado hombre, agita las manos, y transpira nerviosamente ante la presencia no solo del soldado, sino de su vizcaína y su mosquete reglamentario.

- Señor Almansa- Saluda Margarita intercediendo por el hombre que apenas unos minutos atrás, parecía vapulear a su sobrino- la hija de este hombre, es una de las chiquillas que vienen a lavar la ropa, y él…

- Alguien le ha ido con el cuento de que hay zagales por aquí.- Continua Catalina irritada, con los brazos cruzados y una mal disimulada mirada de soslayo a Blasa, la anciana que, parece no perder detalle de cuanto acontece en el lugar.

- Capitán, de verdad…-trata de recuperar la voz y el voto el robusto maderero- Capitán, le juro que mi intención no era molestarlas, sólo quería proteger a mi pequeña…

- ¿Ninguna de ustedes … - antes de que pudiera terminar la frase, Margarita, situada frente a él, mueve la cabeza de lado a lado, acompañando el gesto de una insistente y nerviosa negativa, temerosa, a buen seguro, no solo del castigo que el ebanista pudiera recibir, sino su propio sobrino, cuya edad, pareciera haber llegado a la sutil línea que divide la niñez de la juventud – En tal caso, lo dejaremos en un aviso.- Comenta agradecido, por no tener que sacar su arma o haber de llevar a un pobre infeliz a presencia del comisario Mejías- ¡Pero no regrese por estos lares! O, - advierte, con un tono más serio y la mano apoyada, distraídamente, sobre la culata de su arma- una sola palabra, de cualquier mujer, y yo mismo iré en su busca.

El hombre, robusto, de oronda figura y curtido por la edad y el carácter, traga saliva a duras penas, mientras asiente ligeramente con la cabeza, en un silencioso juramento de no retornar al pilón. Por su parte, Miguel mueve rápida y secamente la cabeza, indicando la dirección del camino a la Villa, invitando al aturullado hombre a alejarse con presteza, invitación, que no duda en aceptar en compañía de su hija, que, pálida, y con los bajos del vestido empapados, sosteniendo en sus brazos un hatillo con húmedas, pero limpias ropas, se aleja con la mirada perdida entre el miedo y la vergüenza.

Las campanas de Santa Ana, repicando al otro margen del río, ocultas tras el pequeño bosque que separa ‘las tierras de las monjas’ de la ribera, advierten a Margarita de lo avanzado de la hora.

- ¡Que tarde se ha hecho!- Nerviosa, la muchacha empieza a recoger las empapadas ropas que tenderá en casa, a sabiendas que, el trayecto hasta la misma, se alargará no solo por el tiempo que tarden en recorrerlo su sobrino y ella, sino por el peso extra que las pesadas ropas y el cesto de Paloma, suponen sobre los embarrados caminos- Alonso, vámonos.

- ¿Tengo que ir a escuela, tía?- pregunta el chiquillo, con un mohín mientras toma en sus brazos la cesta de la niña- si no voy, padre lo entenderá. Estoy ayudándoos..- comenta esperanzado con una pícara sonrisa- Además, así no tendríamos que correr, y podrías secar la ropa aquí.

- No pienso excusarte de la escuela, sólo porque tenga que poner la ropa a solea- Replica la muchacha con una risa- Anda, vámonos.

- Permítame.- Intercede Miguel con una mano sobre la de Margarita, en el momento en el que esta intenta tomar el pesado cesto con las húmedas ropas.

- El camino está embarrado, y con la cría, no es seguro- Intercede Catalina, viendo las atenciones que profesa a su amiga el joven y atractivo soldado, a quién conoce ligeramente por la amistad que les une con el maestro- Será peligroso, mujer. Déjale que te ayude.- con una inclinación y una agradecida y confiada sonrisa hacia el soldado, Catalina prosigue con su explicación- Yo te ayudaría, pero aún me queda largo rato y aquí voy directa a Palacio. ¡Y mi Murillo iba a ser más una carga que una ayuda!

Retorciendo entre sus manos unas calzas de su pequeño, Catalina observa con una sonrisa cómo el alto soldado carga en una mano, y sin aparente esfuerzo, con el cesto de la ropa limpia y los aperos de limpieza, mientras con la otra, ayuda a Margarita, con la niña entre sus brazos, a sortear un considerable y a buen seguro, resbaladizo charco.

Sin embargo, al igual que ella, al otro lado del río, entre los espesos matorrales y juncos que crecen en la orilla más alejada, alguien más es testigo de esa ayuda, de la cálida sonrisa que la joven le dedica a modo de agradecimiento, y de la mano que, hasta alejarse por entre la espesura, continua posada en la espalda de la mujer, mientras el chiquillo corre distraído unos pasos por delante, sosteniendo en sus manos la vacía cesta de mimbre en la que, hasta ser sostenida por los brazos de la morena, descansaba el infante.



La oscuridad, parece vencer, con cada paso a la escasa luz. Sus pasos, sus botas contra la terrosa superficie, resuenan en el silencio con un eco abrasador, tanto, como el rasguño que en su brazo derecho parece quemar por el contacto de la herida abierta con el polvo y la sucia tela de la camisa blanca.

Gonzalo, en su interminable camino por las siniestras galerías en las que ha ido a caer, no puede evitar intentar calcular mentalmente la distancia que lleva recorrida, la esperanza, mengua a cada paso, y los pensamientos acerca de su familia, se agolpan en su mente.

Con ellos, los últimos recuerdos que guarda sobre unos pasillos similares, no en forma, si no en contexto: los setecientos pasillos, y la posible conexión entre unos y otros, con los oscuros secretos que parecen envolver a la villa, agitan el pulso del héroe, e inquietan al maestro.

Una vez más, en la casi absoluta penumbra que le envuelve, se detiene intentando, sin conseguirlo, no golpear sus magullados músculos contra las irregulares paredes de las cavernosas y oscuras galerías. Sin luz por la que guiarse, o sonido de campanas, no sabe a ciencia cierta el tiempo que ha transcurrido desde que diera con sus huesos en la galería. Y aunque pudiera hacerlo, y calcular así, de forma aproximada la distancia que lleva recorrida, la irregularidad del camino, de las escarpadas paredes, y la embotada cabeza, a buen seguro por la falta de aire limpio o por algún golpe recibido durante la caída, dificultan su capacidad de orientación.

Mirando al frente, apenas ve un punto de luz en la lejanía… y a sus espaldas, sabe que no sólo le espera el mismo recorrido escarpado que acaba de realizar, si no una caída de 18 metros, de raíces, piedras y tierra, que en nada ayudarán su ascenso.

Suspirando, y recordando las últimas imágenes que guarda en la memoria de su familia, las que su retina ha grabado a fuego esta mañana cuando se ha alejado de Margarita, cuando ha comprobado que Alonso y Paloma todavía dormían arropados, toma una decisión. Al menos, al frente, le espera la luz. La que divisa en el horizonte, y ellos.

El tiempo transcurre lentamente en la oscuridad. Las distancias, parecen dilatarse, y las fuerzas, las reservas, reducirse. Cada vez más cansado, con las manos apoyadas contra las irregularidades de la roca y la tierra, Gonzalo ya ni siquiera intenta calcular las distancias, ya no sabe exactamente donde está. Hace tiempo que ha decidido que, dado que sigue oyendo el río frente a él, continúa en las proximidades del monasterio de Santa Ana. Puede que esté bajo el valle, bajo el cementerio, el propio claustro, o el bosque que lo rodea… poco importa.

No oye las campanas, pero tiene la sensación de que el tiempo, aunque lento, no se detiene. Sabe que varios metros por encima de su cabeza, el sol alumbra a su paso el despertar del nuevo día, y con él, la villa. En poco tiempo, el maestro será esperado, no sólo por su familia, si no por sus alumnos.
La falta del maestro, puede resultar una alegría para los niños, pero no ignora que su falta, despertará dudas. Y entre ellas, las que más teme: las de su familia. Satur no ignorará sus obligaciones, puede que se tome un tiempo en decidirse, pero no tardará en poner en marcha el plan de huída que tantas veces han estudiado. Y Margarita…
-Margarita…- su nombre, un murmullo, un suspiro, un rayo de luz y vida, en las galerías de tierra yerma y frías rocas, se le antoja cálido y doloroso.

Sus pasos, se ven dificultados por el estrechamiento del camino, y derrotado, se deja caer contra una roca, agachando la cabeza, dejando que la desazón, y el cansancio se apoderen de él… ¿Qué pensará al despertar? ¿Y cuando no logre verle?... ¿Y Alonso? … con los codos sobre las rodillas, la espalda encorvada y el rostro hundido en las sucias manos, la mente del maestro le recuerda, no los últimos instantes vividos con su familia, si no sus rostros, llenos de vida, de energía, la pícara sonrisa de Alonso, el rostro encendido de Margarita en la oscuridad, iluminada por la luz de la luna… su risa, su mirada… y con rabia, golpea con el puño la piedra más próxima y se percata de la diferencia al tacto que tiene con el resto de rocas que se ha encontrado en su camino.

Intrigado, y a oscuras, palpa la piedra con cautela, apreciando, no sólo el cambio en la rugosidad, si no en la forma. Un rectángulo casi perfecto. Un ladrillo.
Curioso, desliza la mano por la pared, y aprecia más ladrillos mezclados en la roca y la tierra. La gruta natural, repentinamente, ha pasado a ser un pasaje que, en algún momento ha sido transitado. Una galería, con una salida al final.

Con renovadas energías, retoma el camino, cruzando con cautela el angosto pasaje que, de repente, le sitúan en un pasillo de oscuros ladrillos que parece alargarse una vez más, hasta el infinito. Hasta un pequeño punto de luz en la lejanía. Hacia la libertad.

Sus pasos, una vez más llenos de fuerza y vigor, se intensifican súbitamente por la adrenalina cuando por segunda vez, el mismo pensamiento cruza su mente: la semejanza entre este corredor, y los setecientos pasillos, donde casi encuentra la muerte a manos de su hermano.

En el momento en el que el pasaje parece bifurcarse o descubrir a un lado y a otro pequeñas hendiduras, pequeñas cámaras, sus sentidos se agudizan.

Sus pasos, son firmes pero cautelosos. Y casi sin darse cuenta, se encuentra frente a frente, con una verja de hierro forjado, que parece suponer el final del corredor, pues al otro lado, desde dónde la luz se cuela, una vez más los ladrillos se pierden entre las piedras, las raíces y la tierra. Tratando de asegurarse que nadie oirá las bisagras, se da cuenta que a su derecha, no sólo hay una pequeña caverna, si no que, entre las sombras, una escalera de madera que parece conducir al techo donde, de noble y recia madera, una trampilla, con una abrazadera de metal parece aguardar un nuevo secreto.
Al acercarse, y a pesar de la penumbra que una vez más, parece envolverle, en especial en esta pequeña cripta, puede ver un símbolo que no le es del todo desconocido, grabado en el hierro dispuesto para sostener una tea. Allí, en las sombras, un círculo rodea una cruz equidistante cuyas puntas terminan en círculos perfectos que son decorados en su interior por sendos semicírculos. Y sin poder evitarlo, y a pesar del cansancio, y la ausencia del embozo, el cuero o la katana, sus doloridos músculos se ponen en alerta ante la sospecha del enemigo. Ante la imagen de la Logia.


Con el pulso acelerado, y la piel erizada por la tensión y la temperatura ambiente, Gonzalo de Montalvo, agudiza el oído en el oscuro, frío y claustrofóbico pasadizo en el que, momentos, tal vez horas atrás, cayera empujado por el destino y las órdenes del hombre que siempre ha considerado un amigo, un mentor, un segundo padre.
Sin poder evitarlo, una vez más, como tantas otras en los últimos meses, se siente turbado al pensar en Agustín.
El monje, el soldado con hábito, el mentor severo y efectivo… el hombre de las mil y una incógnitas, de las respuestas escuetas y enigmáticas… ha vuelto a utilizarle. Al menos, esa es la sensación que magullado y preocupado por su seguridad y la de los suyos, tiene el joven maestro.

En los oscuros pasadizos sin embargo, más allá de sus propios latidos y el ligero corriente que el aire en movimiento ofrece, no percibe un solo sonido.

Todavía en tensión, reconociendo por tercera vez esa misma mañana, un nuevo error cometido, apoya pesaroso su peso contra la fría roca a sus espaldas, dejando a un lado el camino oscuro, lóbrego, frío, lleno de secretos que acaba de atravesar, y al otro, las iluminadas rocas, piedras, guijarros, raíces y matojos que crecen entre ellas, iluminadas por el sol que hasta él, llega atravesando los barrotes de hierro, perdiéndose, disipándose entre las sombras, la oscuridad de los pasadizos y sus secretos.

Con el dolorido y magullado brazo latiendo bajo la sucia camisa, tiñéndola de sangre y vida, sujeto contra su pecho, calcula sus probabilidades. Lo avanzado de la mañana, la altura de las verjas… sus fuerzas.

Con un suspiro cansado y dejando caer la cabeza hacia atrás, su vista de clava en el soporte para la tea que frente a él, en la pequeña caverna, acompañando la escalerilla de madera, le tienta, parece reírse de él, llamándole, recordándole una vez más, lo cerca que está de las sombras. De las mentiras.

Dirigiendo al símbolo una mirada que hubiera hecho al más aguerrido de los soldados empuñar con más fuerza su arma, y hacer inventario de su propia vida, Gonzalo de Montalvo intenta recuperar el resuello y la calma. Respirando pausadamente en un intento por recuperar el orden de sus pensamientos y evaluar sus opciones, el joven permanece sentado sobre la roca unos minutos. Unas horas. Una eternidad.

Aparentemente ajeno a todo, centrado en su propia respiración, devolviendo a su corazón, su mente y sus músculos la serenidad, el joven maestro permanece, sin embargo, en un estado de meditación y alerta, que aprendió en sus viajes y ha perfeccionado con los años.
Tanto, que incluso en su aparente estado de inconsciencia, en la que apenas uno de los poros de su piel se ve afectados por la respiración o las corrientes de aire que sutilmente se mueven a su alrededor, detecta el más leve de los movimientos en los lóbregos pasillos.

Los guijarros que él mismo ha pisado, en estos momentos, con un sutil y tenue sonido ahogado, se mueven en la lejanía de los oscuros pasadizos.

Abriendo los ojos súbitamente, y poniéndose en pie tan rápido que la chaqueta que descansaba en sus brazos, acaba en el suelo a sus pies, el maestro es consciente de su estado: desarmado, herido y a cara descubierta en un inhóspito lugar, en el que, a buen seguro, el recién llegado le recibirá como poco, con escepticismo de tratarse de una de las monjas, o la punta de su arma de tratarse, como el símbolo de la tea se empeñaba en recordarle, de un soldado. Pero se tratase de quien se tratase, la desafiante pero leve marca en el hierro, no le permite dudar de la relación de esa persona con la Logia.

En pie, bajo el haz de luz que se filtra por la entrada de la gruta, la misma que es cortada y difuminada por la cancela de hierro forjado que en estos instantes, supone su único obstáculo hacia el exterior, Gonzalo observa la pesada puerta. El enrejado de hierro… sujeta por la fría y recia roca. Vieja, raída… oxidada por el paso y las inclemencias del tiempo. Cerrada a cal y canto, con una cerradura compleja y de aspecto adusto que, de no haber percibido el sonido en la distancia, tampoco se habría atrevido a probar o a forzar, por miedo al ronco y chirriante sonido que podría haberse extendido por la gruta, resonando, reverberando… procedente de las bisagras.

No, no era momento de probar suerte.

Manteniendo el brazo herido pegado a su costado, y evaluando rápidamente la situación, Gonzalo calcula la distancia entre los barrotes. Demasiado estrechos incluso si hubiera tenido la estatura y el peso de su hijo. Dejando lejos de su mente, si quiera la posibilidad de evaluar la portezuela de madera en el techo de la pequeña gruta, Gonzalo suspira y da un paso hacia la verja de hierro. La distancia entre los barrotes superiores, y el irregular techo de la galería, es de apenas un metro. Su única posibilidad.

El movimiento de la tierra, al ser movida por pisadas botas, es cada vez más próximo. Y con ellas, las voces ásperas y secas, que el aire trae consigo por el lóbrego corredor.

Tensando los músculos, el maestro sitúa la mano libre contra la verja, y la ase con fuerza, al tiempo que la tela de su camisa se tensa al expandirse los músculos de su espalda por la fuerza ejercida. Aferrando con fuerza el travesaño de hierro, el joven hace fuerza con el brazo sano y eleva los pies del suelo para situarlos con estudiada práctica, sobre sendos barrotes.
A pesar de la punzante y latente herida de su brazo, Gonzalo utiliza el brazo herido para afianzar su posición apenas un instante. Mientras, con un rápido movimiento, de sus otras tres extremidades, repite el movimiento previo un par de veces más, hasta que alcanza la parte superior de la verja y pasa la mano buena sobre la misma, hasta asirla por el lado contrario. Con un rápido movimiento, impelido por la fuerza que realiza con sus piernas al elevarse el último tramo, vence el obstáculo y se deja caer al otro lado de la cancela con las piernas flexionadas, el brazo sano extendido como si tratase de mantener el equilibrio y el herido protegido contra su pecho.

Ya sobre los guijarros y las rocas de la escarpada cuesta que le separa de lo que, desde su posición, parecen los bosques o los matorrales que bordean las tierras de las monjas, Gonzalo agudiza el oído un instante. Además de percibir el sonido del río al otro lado del repecho, oye cada vez más cerca, el sonido de las voces en el interior de la gruta.

Sabiendo que ni sus fuerzas ni el tiempo de que dispone, le permitirían vencer la subida antes de ser descubierto, se aproxima rápidamente hacia la verja, y se encarama a uno de los laterales, no sin antes maldecir su suerte.
Allí, sucia, raída, gris, ensangrentada, e iluminada perfectamente por el rectángulo de luz que se filtra entre los barrotes como si de una broma del destino se tratase, descansa su chaqueta. Esperando ser recuperada. O descubierta.

Las voces cada vez más próximas de los soldados que discuten al parecer los horarios de las guardias, y la utilidad de las mismas, torturan al maestro que intentando mantener la calma, estira el brazo entre los barrotes para dar alcance a la traidora prenda.

Justo cuando la prenda atraviesa la reja con un seseante sonido, los rostros de dos hombres altos, fornidos, completamente cubiertos por oscuras vestiduras, aparecen en la gruta principal.

- ¿Has visto eso?- Desenvainando su espada, el más alto de los dos se pone en guardia ante el súbito movimiento que ha percibido en las proximidades de la cancela.

- ¿Ver el que?- el otro, sosteniendo en sus manos una antorcha, palmea el hombro de su compañero- pasar tanto tiempo aquí abajo te está trastornando.- Con una hosca risotada, el hombre avanza unos pasos más, dejando a su compañero en posición de ataque, la ropera en la mano, presta y sedienta de sangre… - Vamos, Zamora! Este sitio está maldito, pero los fantasmas no se hieren con el hierro, amigo mío.

- Deja de hablar de fantasmas, Cosme- replica el otro malhumorado- Te aseguro que algo se ha movido junto a esa maldita verja.

- El que, ¿una mierda de piedra?- Una exagerada carcajada retumba en los lóbregos túneles, resonando y ofreciendo al lugar un aura aún más tétrica.- En cuanto salgamos de este sitio, pienso llevarte conmigo a la mancebía del Rana. Necesitas relajarte.

- Te he dicho que he visto algo. Allí, junto a la cancela. Algo… algo…

- ¿Qué quieres que se mueva aquí abajo?- Girándose hacia su compañero, Cosme, que por su aspecto y su voz ronca bien podría ser el mayor de los dos, niega con la cabeza con una mueca de disgusto- hijo, aquí no baja nadie más que nosotros. Ni siquiera sé por qué diantres vigilamos este maldito sitio, si ni las monjas se atreven a poner el pie más abajo del claustro. Y créeme, hay alguna a la que no me importaría encontrarme en estos pasillos…

- Estás enfermo- replicó aquel al que su compañero había llamado Zamora- llevamos por estos túneles varias horas y solo te he oído hablar de las mozas del Rana, y las monjas.- Envainando su ropera, se dirigió a su amigo con un claro tizne de chanza en su voz- ¿Qué opina tu mujer?

- Lo mismo que la tuya- Replica con absoluta naturalidad, depositando la antorcha en el mismo lugar al que minutos atrás, Gonzalo de Montalvo dedicara una retadora mirada.

El maestro, sin embargo, permanece apoyado contra la roca exterior, con la chaqueta en la mano extendida contra la roca intentando mantener la calma y el precario equilibrio, y el magullado brazo, que a estas alturas ya pareciera arder, contra su pecho. Atento a las voces, las piedras bajo sus pies… y sus pensamientos.

Pensando en Alonso, su rostro inocente, su sonrisa, su mirada decidida… su inocente aspecto cuando esta mañana lo arropara, con una mano sosteniendo su espada de madera, y la otra bajo la mejilla, completamente destapado, pero aferrando las mantas que cubrían a Paloma. Su nueva amiga, su pequeña e inocente compañera de juegos y sueños a juzgar por la forma en la que las diminutas y sonrosadas manos, estaban unidas a las de su hijo sobre la áspera pieza de madera. Y al pensar en ellos, en su inocencia, en lo que ser descubierto podría suponerles a uno y a otro, no puede evitar pensar en ella.
En la última imagen que su mente conserva de ella, su oscuro cabello extendido sobre las níveas almohadas, su piel bañada por las primeras luces del amanecer, y la tenue y plácida sonrisa que iluminaba su cara completamente dormida y relajada, confiada y segura.
Y sin apenas ser consciente, el maestro se encuentra en su precaria posición, con la imagen de su familia grabada a fuego, rezando por salir de allí a salvo. Por llegar hasta ellos. Con vida.

Y el siguiente ruido que oye procedente de la caverna, le permite mirar al cielo tranquilo, agradecido, respirar hondo, con la imagen del rostro de Margarita todavía en su retina.

Espera unos instantes, por si el ruido seco que ha oído procedente de la pequeña portezuela de madera, volviera a resonar, o si las voces de los soldados se hicieran presentes una vez más. Sin embargo, lo único que oye es el riachuelo, la naturaleza a su alrededor, y en la lejanía, voces femeninas.

Apoyando la cabeza contra la roca a sus espaldas, sonríe.

Sabe perfectamente dónde se encuentra. Los matorrales, el bosque que se asoma a través de las rocas de la cuesta, y a su alrededor, están situados en la ribera opuesta del lavadero.

Respirando más calmado, sale de su escondite y pone rumbo al camino que sabe existe entre la maleza, el mismo camino que tantas veces de zagal recorrió, para asegurarse que ella llegaba sana y salva al lavadero. O al menos, eso era lo que se decía a su propia consciencia.

Sonriendo, completamente calmado, dirige la mirada a la otra rivera y su sonrisa se borra tan rápido como había aparecido.

Su mirada, inevitablemente fija en una silueta que no podría confundir entre el gentío.

Arremangándose las faldas, con un pequeño bulto en sus brazos, Margarita se aleja por el camino del lavadero, acompañada por Alonso que corretea frente a ella, y una figura alta que camina decidida a su lado, llevando el una mano un cesto, mientras la otra se apoya en la cintura de la joven que se voltea ligeramente y sonríe.
Y mientras ella sonríe, él, por su parte, no puede evitar que un aciago pensamiento inunde sus pensamientos y recorra su espalda con un súbito escalofrío al ser consciente de la identidad del acompañante de la joven.



Volver a “Relatos y sueños Fans-aguileros”

¿Quién está conectado?

Usuarios navegando por este Foro: No hay usuarios registrados visitando el Foro y 0 invitados