LAS AVENTURAS DE AYLYNT DE LA VEGA 3 - Finalizado
Publicado: Lun Sep 03, 2012 2:21 pm
¡Hola, compañeras!
Aquí estoy de vuelta con nuevas aventuras de las de la Vega. Espero que os guste, yo lo he hecho con mucho cariño.

Aquí estoy de vuelta con nuevas aventuras de las de la Vega. Espero que os guste, yo lo he hecho con mucho cariño.
Capítulo 1
El sol, a punto de desaparecer, teñía de rosa y naranja el horizonte, mientras los dos hombres seguían su vertiginoso danzar con las espadas. En el momento en que uno de ellos ya se creía victorioso, el otro conseguía un pase casi mágico que lo devolvía a la lucha en igualdad de condiciones.
Para Sátur, la visión de su amo entrenando con Diego de la Vega en interminables y maratonianos combates con la espada y la katana, seguía resultando asombrosa. Si bien es cierto que al principio solo ganaba Gonzalo de Montalvo, en pocos meses su cuñado Diego había llegado a ser tan buen contrincante que incluso conseguía superarle en algunas ocasiones. Era formidable verlos ejecutar su perfecta coreografía por en medio de las ruinas del monasterio de Santa Magdalena, donde se encontraban en ese momento. Subían y bajaban por los restos de las paredes al son de los lances de la lucha, con una agilidad portentosa digna de un felino e incansables como una fuerza de la naturaleza.
Gonzalo, imponente y poderoso con su capa negra revoloteando y su chaleco granate, con la capucha y el embozo calados, traspasando cuanto le rodeaba también con su mirada. Diego, alto y delgado, vestido de negro desde las botas hasta el sombrero de ala ancha doblada a la izquierda y con una pluma negra.
Sátur rememoró aquella singular noche a partir de la cual tantas y tan increíbles cosas sucedieron, de eso hacía ya un año largo. Águila Roja y él habían estado en el castillo de San Antonio, y el amo, herido en el pecho por la espada del último de los maleantes que quedaban, trastabilló y cayó al vacío desde las almenas situadas a veinte metros de altura. Al postillón se le encogió el corazón al verlo tirado como un guiñapo en el suelo.
El atacante desapareció como por ensalmo y Sátur bajó corriendo, le tomó el pulso al héroe en el cuello y por un instante se le vino el mundo encima al no alcanzar a notar nada. Incapaz de creer que todo hubiera terminado así, puso su cara sobre la boca del héroe y entonces sí, entonces notó un ligerísimo hálito de vida. Las lágrimas rodaron por su cara, y con cuidado, pero también todo lo aprisa que pudo, colocó a su estimado dueño atravesado sobre el caballo, subió él al suyo, y emprendió rápida la marcha a la villa.
Un ligero y descorazonado vaivén en la cara de Juan, el médico, le confirmó sus malos presagios. Sátur cerró los ojos y volvió a llorar desesperado. ¡Con todo lo que habían pasado juntos! ¿Por qué ahora? Quizá se habían acostumbrado demasiado a la buena suerte. Pero hoy se había acabado. Hoy había llegado el fin.
Con un dolor que le atravesaba las entrañas fue a avisar a la señora. Súbitamente se sintió sin fuerzas. ¿Cómo decirle a doña Aylynt que su marido iba a morir?
Pero aunque derramó muchas lágrimas, la señora se comportó fuerte y serena, como hacía siempre que parecía todo perdido, en esa manera de ser que la unía a su esposo, que jamás se rendía nunca, por difícil que pareciera la situación. Ella le mandó coser las heridas del amo y le envió a buscar a Agustín, para administrarle la extremaunción.
E increíblemente, cuando llegó con el fraile, ¡el amo había resucitado! Estaba en la cama con las heridas vendadas y sonriendo, mientras doña Aylynt, cual madonna con Andresito en brazos, estaba sentada a su vera.
–¡Sátur! ¿Para esto me has hecho venir corriendo angustiado? –bramó Agustín, a la vez enfadado por el sofocón, pero infinitamente mucho más aliviado, al ver que su pupilo volvía a escapar de la parca.
–¡Padre, no se enfade! ¡Le juro que el amo estaba ya a las puertas de San Pedro! ¡Pero ha vuelto como Lázaro! ¿Cómo ha ocurrido el milagro, amo? –contestó el postillón a la vez que se tiraba de rodillas al suelo junto al lecho, al tiempo que levantaba los brazos al cielo –¡Alabado sea el señor! –mientras le caían los lagrimones, esta vez de alegría.
–Justo acababas de marchar, Sátur, y Gonzalo abrió los ojos, como si volviera de otro mundo, y, bueno, lo tuve que vendar, y ahora, ya lo conoces…, habrá que luchar para que guarde un poquito de reposo en la cama –comentó Aylynt a modo de somera explicación. Porque, ¿cómo explicar que en la hora escasa que Sátur había empleado en ir y venir con el fraile, ella había tenido que llevar a Gonzalo al siglo XXI y habían pasado allí cinco intensos días, en los que además de llevarle al hospital, les habían sucedido un montón de aventuras, a cual más difícil de entender? ¿O que en ese mismo momento, en la buhardilla, estaba su hermano Diego, vestido de mala manera con ropa antigua de Gonzalo, que le venía corta, esperando a que se hiciera de día para que Aylynt pudiera ir a buscarle otra ropa más adecuada y poderlo presentar al resto de la familia?
–¡Levántate, Sátur! ¡Ven aquí, anda! –le conminó Gonzalo riendo a su querido criado, mientras este se abalanzaba a la cama para abrazarlo.
–¡Ay, amo! ¡Tengo una alegría que no me cabe en el cuerpo, de verlo aquí con nosotros otra vez! Dios se lo ha vuelto a pensar, y después de llamarle ha decidido que era mejor que siguiera por aquí, que aún le queda a usted mucha faena…
Mientras veía cómo los dos contendientes bajaban por fin la espada y la katana, y se sentaban sobre unas rocas a recuperar el resuello, Sátur recordó la primera vez que vio a don Diego. De manera increíblemente casual, llegó a la casa al mediodía siguiente de la noche de la resurrección del amo. Parecía desorientado y no tenía muy buena cara. Dijo que acababa de llegar de Barcelona, pero no contestó cuando él le manifestó su extrañeza pues la diligencia semanal procedente de esa ciudad, llegaba los jueves, y estaban a martes. Sin embargo, el amo y él parecieron congeniar al momento, es más, empezaron a charlar como si se conocieran de antes, cosa del todo punto imposible, por lo que sabía Sátur.
Más cosas sucedieron por aquel entonces. El amo mandó arreglar la casa, y construir un “cuarto de baño”, como lo llamaba la doña, con una letrina, una bañera con ducha y un lavabo-fregadero-lavadero. Pasado el primer impulso negativo porque, ¡dónde se había visto que un cristiano se duchara todos los días, como empezaron a hacer los amos!, el criado tuvo que admitir que simplificaba mucho su trabajo. Aunque los vecinos, que les gustaba darle a la sin hueso en demasía, los pusieron de vuelta y media, por querer hacerse los importantes, decían ellos.
Y doña Aylynt empezó a llevar el pelo recogido durante un tiempo, porque según le comentó su mujer, Estuarda, que ayudaba a la señora a cuidar los niños, se lo había cortado un palmo de largo, por una promesa que hizo a la Virgen la noche en que casi se le murió el marido. Raro le pareció eso a Sátur, porque los señores jamás tenían en cuenta a Dios, ni se encomendaban a la Virgen ni a ningún otro santo para nada, pues bien sabía él que solo iban a misa los domingos por cumplir. Aunque eso lo hacía mucha más gente, claro.
Alonso hizo muy buenas migas con don Diego, que se convirtió en una especie de hermano mayor para él, compañero de armas y de correrías, para supuesto desespero de doña Aylynt, que intentaba llevar por el “buen camino” a su hermano, aunque infructuosamente, por cierto. O eso creía Sátur. Pero el amo tampoco le daba mucha importancia, pues le gustaba que su hijo hubiera encontrado otro referente, y estaba claro que sabía lo que había detrás de la fachada de su cuñado, contrariamente al resto del mundo, incluido el mismo Sátur, que creía que don Diego era un zascandil picaflor perseguido por maridos celosos. Por eso el criado se reconcomía discurriendo sobre lo que charlaban los dos señores en ese momento a lo lejos, tras el entrenamiento de todos los jueves.
–Tu hermana dice que como tardes mucho más en ir a ver a tus sobrinos, no los vas a reconocer –le comentó jocoso Gonzalo a Diego, mientras se pasaba un paño por la frente y la cara para secarse el sudor de la lucha.
Diego se rio y meneó la cabeza de un lado a otro.
–Dile que juro que en cuanto pueda me paso por vuestra casa, sobre todo para ver al pequeñín, mi ahijado Carlitos, que ya tiene seis meses, ¿no?
–Sí, la semana pasada los cumplió –replicó Gonzalo.
Pasaron unos momentos en silencio mientras bebían de la bota con agua que habían traído.
–Las cosas parecen tranquilas por la villa –recomenzó Gonzalo la conversación–. Aunque supongo que recuerdas que el martes que viene tenemos un auto de fe.
Diego asintió con la boca todavía llena de agua. Luego contestó.
–Sí, ya he empezado a preparar la huida de los dos conversos que van a ser quemados. Cuento con Águila para rescatarlos y llevarlos al mismo punto de encuentro de siempre, ¿no?
–Sí –respondió Gonzalo–. Es curioso, Diego, cambias de siglo, y acabas dedicándote a lo mismo. Aquí también ayudas a dar nuevas vidas e identidades a los perseguidos injustamente.
–Por desgracia esas cosas no desaparecen de la faz de la Tierra –gruñó el joven entre dientes–. Además, es algo colateral a mi verdadero trabajo; no me cuesta nada hacerlo.
–Hablando de tu verdadero trabajo, ¿tienes algo que contarme? –le preguntó Gonzalo.
Diego se lo quedó mirando un rato y, por fin, contestó.
–Sí, pero te confieso que no sé cómo contártelo. Ni siquiera sé si debo decírtelo; si va a ser bueno para ti, mi hermana y mis sobrinos. O si sería mejor dejarlo correr –repuso Diego.
–Bueno, ahora que ya has empezado, no me vas a dejar con la intriga, Diego, por Dios –replicó Gonzalo.
–Está bien, Gonzalo….Anoche, uno de mis hombres entabló conversación con un colega nuestro extranjero, en la taberna de la Clara. Esto no lo sabe nadie más que nosotros tres. Y no lo va a saber nadie más, de momento. Es decir, que si tú no quieres, yo no lo voy a informar a mi superior.
–¿Tan grave es que estás dispuesto a eso? –parpadeó Gonzalo sorprendido.
–Sí. Tú decides.
Gonzalo pareció pensarlo unos momentos, y finalmente resolvió que sí quería saberlo.
–Siempre es mejor saber que no saber, en esta vida –sentenció finalmente.
–Está bien…Ese hombre te está buscando a ti, Gonzalo –dijo Diego en voz baja y grave.
–¿A mi? –replicó Gonzalo extrañado, al tiempo que se señalaba el pecho con la mano.
–Bueno, en realidad, no sabe que pregunta por ti. Está buscando a los hijos de Beatriz de Medici.