¡QMMT con la combustión espontánea, Saga!
Ponemos otro capi
Capítulo 7
La ciudad apareció ante sus ojos, amurallada y encaramada a un altozano, acunada por el Turia. Como venían por el Camino Real de Madrid, entraron por el Portal de la Cal.
–¡Qué ganas tenía de llegar a algún sitio ya! –exclamó Alonso sin poderse contener, al tiempo que bajaba del carruaje en el patio de la posada, con Andrés en brazos.
–¡Pero si solo ha sido una semana de nada! –le replicó su padre riendo mientras descargaba el baúl ayudado por el cochero. Sin embargo, en su interior recordó aquel viaje a América en unas horas… Meneó la cabeza tratando de alejar esos inútiles pensamientos.
Se notaba que era una posada de ciudad, muy diferente a todas esas posadillas y ventas de tres al cuarto en las que tuvieron que pernoctar durante el camino. Aunque había que ser agradecido, pues la alternativa hubiera sido dormir al raso, cosa que mucha gente pobre todavía hacía. Alonso se preguntaba cómo de rica sería la tía italiana para sufragarles todo el viaje a toda la familia con escolta incluida. ¿Sería noble? ¡Porque eso sería una muy buena noticia para sus aspiraciones con Isabel!, se dijo sonriendo para sí mismo. Quizá el viaje no era una idea tan mala, después de todo.
Aquella misma noche, Giuseppe y Paolo todavía se allegaron hasta el puerto de El Grau, distante media legua, para averiguar cuándo salía el próximo barco hacia Italia. Y aunque había pequeños barcos de cabotaje que salían todos los días, prefirieron reservar pasaje en un galeón que salía en cinco días y que solo haría escala en Mallorca.
Para pasar el tiempo, la familia se dedicó a callejear por la bonita ciudad. Visitaron la famosa Lonja, llena de puestos de comerciantes, en el Barri del Mercat; las obras de la Basílica de la Virgen de los Desamparados, tan querida por los valencianos, y finalmente la Seu, o Catedral de Sta. María de Valencia, construida sobre la antigua mezquita de Balansiya, construida a su vez sobre la antigua catedral visigótica, que a su vez estaba construida sobre un antiguo templo romano dedicado a Júpiter.
Alonso y Aylynt se quedaron perplejos ante estas explicaciones de Gonzalo.
–¿Y qué tiene este sitio que todos ponen aquí su templo? –preguntó el chico.
–No lo sé, pero te reto a ver quién sube antes El Micalet. ¿Te atreves? Solo son doscientos siete escalones –le dijo su padre guiñándole el ojo.
–Por supuesto que lo acepto –dijo Alonso convencido.
–¿Ya os dejarán los curas meteros en el campanario? –les enfrió un poco Aylynt.
Gonzalo y Alonso se miraron riendo y dijeron al unísono:
–¡Y qué más da!
Mientras Aylynt se acomodaba frente a la catedral con los pequeños en un banco al solecito, pues estaban aún a primeros de marzo, los hombres de la familia entraron rápidamente por la puerta de L’Almoina y desaparecieron en el interior del templo.
No habían transcurrido ni cinco minutos cuando ya asomaban por las ventanas que rodeaban a la campana y saludaban a Aylynt, a Carlitos y a Andresito, que se quedó maravillado con la boca abierta contemplando a su padre y a su hermano mayor allá arriba. Cogido de una mano a las faldas de su madre, estiraba el otro bracito señalándolos, con evidente regocijo.
En los siguientes días fueron a pasear por la playa del Grau, observando cómo los pescadores volvían con sus barcos llenos de todo tipo de frutos del mar.
Alonso se quedó extasiado la primera vez que vio el mar. Durante un rato fue incapaz de articular palabra.
–Tenías razón, Aylynt, es precioso –atinó a decir mientras miraba maravillado cómo el azul del mar se fundía suavemente con el azul del cielo en el horizonte.
La noche anterior al embarque, Gonzalo creyó llegado el momento oportuno para aclararle algunas cosas a su hijo. Éste, muy atento a lo que decía su padre, no paraba de soltar exclamaciones de sorpresa y asombro.
–¿Que tus verdaderos padres no eran los que te criaron, Alonso y Ana? –dijo abriendo los ojos de par en par.
–No, Alonso. Mi verdadera madre, tu abuela, se llamaba Beatriz de Medici, de Florencia. De esto me enteré hace solo cuatro años. Y lo peor, Alonso, es que la asesinaron delante de mí y de mi hermano, cuando éramos niños.
El chico puso cara de congoja.
–Agustín llegó tarde para salvarla, aunque sí que nos recogió y nos dio a otros padres para que nos criaran. Esto lo recordé cuando Agustín me impidió que matara a mi hermano.
–¿Y quién es tu hermano? –preguntó el muchacho con cara de angustia.
–Era…el comisario Hernán Mejías, Alonso.
Horrorizado, las lágrimas acudieron veloces a sus ojos.
–¡El que mató a madre! –se echó a los brazos de su padre que lo apretó contra él–. Por eso no pudiste vengarla, porque era tu hermano…
Gonzalo asintió, sin dejar de abrazarlo.
–Y la tía que nos ha mandado buscar es la hermana de tu verdadera madre –concluyó Alonso.
–Sí, se llama Eleonora.
Estuvieron casi un minuto en silencio.
–Alonso, seguramente tú no lo sabes, pero los Medici han sido y son una importante familia italiana, durante siglos. Son los que ostentan el Gran Ducado de la Toscana. El gran duque que gobierna ahora, por ejemplo, Cosimo III, es el hijo de un primo mío, que gobernó antes que él.
–¡Entonces somos nobles! –dijo el chico exultante de alegría.
–No, Alonso, somos bastardos, no tenemos derecho a nada.
–Pero tu tía nos ha mandado llamar…
–Solo es cariño familiar…
–¿Y entonces, quién fue tu padre?
–Alguien de la corte española –respondió sin darle mucha importancia. Era lo único que no estaba dispuesto a confesarle, era demasiado peligroso, era por lo que habían matado a Beatriz y habían querido matarle a él.
–¿Por qué mataron a la abuela Beatriz? –preguntó el chico compungido.
–Por rencillas familiares, Alonso. Por eso, en Florencia hemos de ir con pies de plomo. Estuve a punto de no aceptar el viaje, pero necesitamos saber de nuestro pasado. Prométeme que me harás caso en todo y no harás nada por tu cuenta, puede ser peligroso. Piensa en tus hermanos.
Alonso asintió con la cabeza y luego le comentó a su padre.
–Tendrías que haber confiado en mí, padre, y habérmelo dicho antes.
–¡Es que es tan peligroso todo! Todavía podemos estar en el punto de mira de los que mandaron matar a mi madre.
–Está bien, padre, lo tendré en cuenta.
–Otra cosa, Alonso. En Florencia creen que mi padre es el marido de mi madre, el duque de Montmorency. Era francés; lo ejecutaron por rebelión y entonces fue cuando Beatriz vino a Madrid, con Robert, el que sería Hernán. Es mejor que sigan creyéndolo.
–Padre, tienes que reconocer que es todo bastante lioso.
–Sí, pero recuerda siempre que nos va la vida en ser prudentes.
Al amanecer del quinto día zarparon rumbo a Livorno, el puerto más cercano a Florencia.
La nave iba cargada con mercancías, pero aun así tenía unos pocos camarotes que alquilaban a precios casi prohibitivos. ¡Menos mal que pagaba la tía Eleonora!, se dijo Gonzalo. En uno de ellos iban sus tres escoltas italianos, en otro ellos, y en los demás, varios comerciantes que hacían corrientemente esta ruta.
Dado que Aylynt era la única mujer en todo el barco, consideró oportuno no prodigarse en demasía por la cubierta. Aun así, al atardecer, subió un ratito a tomar el aire acompañada de Gonzalo. Se sentaron en un rincón un poco apartado y en aquel momento desierto. Él se situó a su espalda y ella se refugió en su pecho. Gonzalo le dijo susurrando al oído:
–Te echo de menos, cariño. Tantos días juntos y, sin embargo, tan lejos, siempre rodeados de gente…
–Yo también…–calló al sentir cómo unos escalofríos de placer le recorrían todo el cuerpo al notar sus besos en el cuello.
–Me muero por pasar una noche a solas con usted, señora de la Vega… –dijo Gonzalo con la voz ronca por el deseo, mientras la estrechaba aún más contra él.
Al cabo de un par de minutos de mudos gemidos y caricias a escondidas oyeron pasos. Rápidamente se levantaron y salieron por el otro lado antes de que llegara el marinero que se dirigía hacia allí.
Al amanecer del siguiente día hicieron una pequeña escala en el puerto de Andrach en la isla de Mallorca; tan solo repusieron el agua y recogieron a una familia compuesta por el matrimonio, un hijo y una hija.
Aylynt se alegró sobremanera de ver a dos mujeres más en el navío, porque había llegado a sentir un cierto temor.
Las horas pasaban lentas, pero Alonso se las apañaba para estar todo el día correteando por cubierta, interesándose por el oficio de grumete, asunto que siempre le había entusiasmado desde muy pequeño cuando hacía planes con Gabi para escaparse y tratar de empezar carrera en el mar.
Gonzalo pasaba largos ratos junto al timonel, que había recorrido todos los mares del mundo y con el que charlaba animadamente de los años que ambos habían pasado en la China.
Y Aylynt, ayudada por doña Elisa y su hija Concepción, una muchacha de unos veinte años, no muy agraciada pero de muy buen trato, pasaba algunos ratos en cubierta con Carlos y Andrés que hacían las delicias de las señoras.
Una noche, después de cenar en sus respectivos camarotes, las tres mujeres subieron a cubierta a respirar aire puro. Estaban hablando del futuro de Concepción, comprometida con un comerciante de Pisa, y adonde iba a casarse, cuando aparecieron dos marineros con no muy buenas intenciones.
–¡Caramba! Si tenemos aquí a las tres señoras…
Ellas empezaron a retirarse precipitadamente tratando de alcanzar las escaleras para bajar a los camarotes.
–¡Ehhh, no tan deprisa, guapas! –gritó el otro, mientras agarraba a Concepción del brazo y se lo retorcía.
Aylynt no esperó más. Le dio una tremenda patada al primero en el hígado, que cayó al suelo doblado de dolor, y al otro le propinó un rodillazo en sus bajos, haciendo que quedara tirado en cubierta sin poder apenas respirar.
Ponderó durante unos instantes amenazarlos con la daga que siempre llevaba bajo la manga del antebrazo, pero se abstuvo de sacarla, pues sabía que estaba prohibido que los pasajeros llevaran armas.
–¡Jamás, jamás, volváis a acercaros así a una mujer! ¡Imbéciles! ¡Y ya podéis esconderos bien de nosotras, porque como os veamos aunque sea a diez metros, os denunciaremos al capitán, pedazo de mequetrefes!
Y se fue hacia donde la esperaban las otras dos mujeres, espantadas por el miedo que habían pasado pero a la vez reconfortadas al ver lo bien que las había defendido Aylynt.
–¡Querida! ¿Estás bien? –preguntó doña Elisa mientras tanto ella como su hija la abrazaban emocionadas.
–Estoy anonadada por tu valentía, Aylynt. Yo ni siquiera podía gritar. ¡Gracias de corazón! –le dijo la muchacha impactada.
Y se retiraron rápidamente a sus camarotes para evitar cualquier otro problema.
Al amanecer del sexto día otearon ya la bella Livorno. La ciudad, amurallada, tenía planta pentagonal y estaba resguardada por una regia fortaleza. Y lo más curioso, al estar construida sobre una zona pantanosa, se aprovechó para hacer canales de las calles al estilo veneciano, siendo llamada por ello, la pequeña Venecia.
Giuseppe, se colocó junto a Gonzalo y Alonso en la baranda del barco.
–Esta ciudad la construyeron vuestros antepasados, señor Gonzalo. Florencia necesitaba un puerto de mar, y los Medici compraron la pequeña villa que existía aquí y la convirtieron en lo que es, uno de los mejores puertos del Mediterráneo.
Alonso y su padre se miraron emocionados.