Mensajepor Sherezade » Jue May 10, 2012 10:13 pm
13- DesperadoLas calles, recuperan poco a poco el bullicio de las gentes, o todo el bullicio que cabe esperar a la hora de la siesta.
Los comerciantes, descansan tranquilos, a la espera de clientela. Los transeúntes pasean por las calles de la villa, unos con algo en el estómago; algunos… esperando hallar algo en algún lugar que poder llevarse a la boca; mientras que otros, haciendo caso omiso al refranero popular que reza que después de comer, ni vino… ni mujer, encaminan sus pasos hacia la taberna de su elección en un intento por placar el hambre y el frio, o el lupanar más próximo.
Sin embargo, no todos han comido, ni esperan comer. Hay quien tiene otras preocupaciones, otras intenciones para con su caminar. Entre estos últimos, está Gonzalo de Montalvo cuyos rápidos pasos elevan el polvo del camino, como si de pequeñas tormentas de aire se tratara.
Pero él parce no percatarse. Del mismo modo que parece ignorar las miradas de la gente que se cruza en las calles y callejuelas en su carrera. Solo tiene un objetivo: llegar a casa; un pensamiento: la seguridad de los suyos.
Sube los escalones sin apenas pisar la piedra, sus pies parecen no haber acabado de tocar el suelo, cuando ya está avanzando una zancada más… con el corazón en la garganta, la rabia y la desesperación exudando por cada uno de sus poros, llama desesperado:
- ¡Alonso! ¡Margarita!
La respuesta, se la da el silencio.
Con el corazón latiendo a velocidades imposibles, los músculos tensos temiendo lo que se va a encontrar, Gonzalo entra en todas y cada una de las habitaciones. Todo está tranquilo, silencioso, vacio.
La única muestra de que ‘algo’ ha sucedido, está en la mesa. La misma mesa en la que momentos antes a dirigido a su hijo… la mesa, en la que no se ha sentado con ellos… la mesa en la que los platos están aún por recoger, y dos de las sillas parecen haber sido apartadas con premura de su habitual lugar de descanso… las mismas sillas, que en un arranque de rabia e impotencia, golpea contra el suelo y la pared con un grito desesperado.
Pero de nada sirve. Ni siquiera la lumbre, donde apenas quedan unas brasas puede responder a su llamada desesperada.
Solo el silencio y sus sollozos impotentes, responden al grito del joven padre, amigo, amante silencioso y distante… que con los puños apretados, hasta que los nudillos palidecen por la presión ejercida entre ellos y contra la madera, la cabeza gacha, casi hasta tocar el pecho con la barbilla, se auto-flagela y pregunta ¿Por qué? ¿Por qué los dejé solos?
La puerta de entrada, aún abierta deja pasar no solo la luz exterior, si no que a través de ella, convertido en una sombra perfilada por la luz del sol… un hombre hace su entrada.
Sus pasos son silenciosos a pesar de las botas manchadas de barro; sus movimientos, pausados y gráciles. Su espalda erguida, la cabeza ligeramente agachada en un inconsciente intento por permanecer alerta, la mano derecha en la empuñadura de la espada que descansa en la vaina de cuero y bronce, esperando ser usada.
Al entrar en la casa, la sombra se detiene con un pie avanzado y las rodillas flexionadas. Dispuesto al combate, la defensa… o aquello que fuera menester. Con sumo cuidado desenvaina la espada arrancando un suave grito de esta al deslizarse por la garganta. La abertura por la que se introduce o se extrae la hoja, canta ansiosa con el contacto de la misma… esperando, anhelante, deseosa de ser parte de la acción.
La sombra no se ha percatado del sonido, tal vez por costumbre, tal vez porque su atención está en otro lugar. En el mismo lugar, en el que la figura encorvada de Gonzalo de Montalvo, que sí ha percibido la llamada del acero, se tensa.
Con movimientos gráciles, sin desviar la atención puesta en el sonido del recién llegado, el maestro envuelve los nudillos alrededor de un cuchillo que su familia ha dejado junto al queso durante la comida. Lo amarra con fuerza, sin levantar la hoja del reposo que supone para ella la superficie de la mesa.
Tomando aire, y todavía con la rabia, el dolor de la incertidumbre y la culpabilidad… con las rodillas flexionadas, el tronco recto, el pecho hundido y tensando los brazos, Gonzalo se gira presto a la batalla blandiendo el cuchillo como si de una vizcaína se tratara.
Su contrincante, la sombra, un hombre no mucho mayor que él, vestido con ropajes oscuros pero sencillos y desgastados, con las botas manchadas de barro y el rostro cubierto por una cuidada barba, blande en sus manos una espada de hoja ancha, apropiada tanto para el corte como para la punta… adornada con una guarnición de lazo en la cruz, con un intrincado diseño uniendo los anillos y el guardamanos. Se trata de un estoque. Bien lo sabe Gonzalo.
Una espada ropera, usada desde el s. XV como arma para duelo, o de vestir. Pero observando bien la postura, los brazos… el guante de cuero… es fácil adivinar que este arma, es la usada por un militar en traje de civil.
Ardiendo en rabia, temiendo o sospechando que este pueda tener relación con la desaparición de su familia, empuña con fuerza el cuchillo, su particular vizcaína y ataca enfurecido al recién llegado.
Con un estoque rápido y certero trata de dar alcance al brazo que sostiene la ropera, pero de un movimiento ágil y simple, el atacado repele el ataque como si de una mosca se tratase, hiriendo en el proceso el brazo del maestro.La tela rasgada, dejando ver un fino hilo de sangre que se extiende presuroso como un rio desbordado solo enfurece más al maestro que por un instante recuerda a su difunta esposa, tendida en la nieve la noche de Navidad… y la sonrisa de Alonso, la de Margarita… sus voces en ese mismo salón.
De una patada, el militar aparta la silla de madera, donde horas atrás, Margarita y Alonso permanecieran sentados frente a la lumbre, en una imagen bucólica que teme le ha sido arrebatada para siempre.
Y con renovada furia en la mirada, el maestro se sitúa erguido, con las piernas separadas aproximadamente un palmo y medio, con el pie derecho girado ligeramente hacia la derecha, formando un ángulo de 90º con el pie izquierdo, eleva el antebrazo derecho blandiendo su ‘vizcaína’, alza el brazo izquierdo paralelo al cuerpo, mientras mantiene la espalda recta… a la espera de ser atacado.
Su contrincante no se hace esperar. Manteniendo su posición, con las rodillas flexionadas y el estoque paralelo al suelo... embiste contra el hombro del maestro. Gonzalo, cruzando la pierna izquierda por detrás de la derecha y girando sobre sí mismo, se aparta de la línea de ataque, quedando a la espalda del soldado al que sostiene por los hombros con el cuchillo bajo su barbilla.
- ¿Qué has hecho con mi familia?
Al no recibir respuesta, aprieta con fuerza el brazo que mantiene la espalda de su prisionero contra su pecho y deja que la hoja del cuchillo rasgue la piel del cuello del hombre. Presa del dolor y la sorpresa, el soldado suelta el estoque que grita al caer contra el suelo con un sonido metálico.
Sin embargo, ese no es el único grito que se oye en la estancia.
- ¡Soltadme maestro!
- ¡Decidme donde están! – apretando el cuello de su prisionero, sin darle tregua, Gonzalo exige amenazante
Sin embargo, el hombre ríe.
- No sabéis con quien os enfrentáis.
- Contádmelo o probaréis el sabor del acero.
- Bien sé que no soy el primero que lleváis a las puertas de la muerte. Pero sé con certeza que no lo haréis.
- La única certeza que existe, es la muerte. - Bajando la voz de forma amenazadora, no relaja los músculos de su brazo que poco a poco parecen ahogar al hombre - ¿Qué les habéis hecho?- No hacéis las preguntas apropiadas
- ¿Qué es lo que debería preguntar? – Gonzalo está irritado, pero quiere, necesita saber lo que ha sucedido
- Dónde están, sería la opción más apropiada- replica socarrón el prisionero.
Cada vez más irritado, a punto de perder por completo la paciencia, Gonzalo aprieta una vez más la punta del cuchillo sobre el cuello del soldado de manera amenazante. No quiere jugar su juego, solo quiere a su familia, o una respuesta que le indique el camino.
- ¡CONTESTA!- grita al oído del hombre – Si sabes lo que es bueno- susurra amenazador.
- Un hombre, vestido de negro vino a por la mujerzuela- la respiración de Gonzalo se detiene, su corazón le da un vuelco.
Ejerciendo fuerza sobre los músculos del brazo aparta el cuchillo y corta la respiración al prisionero.
-No hables mal de las mujeres- replica una voz a sus espaldas- ¡la más humilde es digna de estimación! Recuerda que una de ellas te dio la vida- una sombra alargada en el suelo, es lo único que delata al recién llegado desde el punto de vista del maestro, que temiendo encontrar en la sombra un enemigo, gira arrastrando con él al soldado desarmado. Allí, frente a él, un hombre alto, moreno pulcramente vestido y con agradable expresión, con un estoque ceñido a su cintura, le saluda.
- Soy, Miguel de Almansa. A vuestro servicio, Señor de Montalvo.- Su voz es serena, taimada- ¿Seríais tan amable de soltar a mi hombre?
- ¿Qué habéis hecho con mi familia? - Es lo único que repite una y otra vez, azorado, desesperado el maestro. No suelta el arma, ni al prisionero. No se siente intimidado por el recién llegado. Su galantería, su arma, su serenidad… de nada sirven. El soldado no tiene frente a él a un igual, ni siquiera a un malhechor o un bandolero. Tiene algo peor. Tiene a un hombre desesperado. - ¿DONDE ESTÁ MI FAMILIA?
- Si soltáis el arma, mi hombre os contará lo que ha visto.
El prisionero de Gonzalo asiente como puede y traga con dificultad. Pero el maestro no afloja la presión del brazo, ni la de la hoja sobre la piel por la que ya se deslizan hilos de sangre roja que bailan sinuosas hasta perderse en el cuello de la camisa.
- ¿Quién sois?- pregunta intrigado Gonzalo- Y si habéis visto lo que sucedía, ¿Por qué no habéis intervenido?- ejerciendo presión nuevamente con el cuchillo, vuelve a preguntar – Decidme, ¿Por qué habría de fiarme de vos?
- Imaginaos, señor maestro- comenta el soldado, sin perder su posición frente al maestro y su prisionero- que durante un paseo con vuestra encantadora familia, halláis una manzana que cae de un árbol.- El joven Miguel, sonríe socarrón- evidentemente, tendríais diversas respuestas al hecho en sí. A buen seguro, vuestro hijo culparía a unos duendes invisibles e indetectables la han movido hasta el suelo. Vuestro criado, replicaría que una fuerte ráfaga de aire ha debido tirarla. Sin embargo, vuestra cuñada respondería que es algo que pasa en todas las frutas maduras, que pesan en exceso y se encuentran con el suelo.- Tragando aire, y sonriendo complacido el joven Almansa, mira directamente a los ojos del maestro- Ninguna de las opciones es igual, sin embargo, hay algo que nos lleva a elegir una de ellas como la más probable.- Cambiando su sonrisa por una expresión más seria y mirando significativamente a Gonzalo continúa- La explicación más simple y suficiente es la más probable.
- Más no necesariamente la verdadera.- Con un susurro Gonzalo responde al enigma propuesto por Miguel y contrariado, deja ir a su prisionero
- Se que es difícil de asimilar.- Comenta comprensivo el joven Almansa- Pero nosotros no hemos tenido nada que ver con la desaparición de su familia. Solo les hemos estado protegiendo.- Mirando con desprecio al otro soldado que se acaricia el cuello y comprueba con movimientos rotativos el daño causado por el maestro, se corrige- O lo hemos intentado. ¿No os lo ha contado Agustín?- pregunta extrañado
- Esta mañana me dijo algo.- Gonzalo cambia de mano el cuchillo y pasa desesperado y contrariado la mano por su rostro y su pelo- Pero no me había dicho que hubiera alguien vigilando a mi familia.- Dice cansado y enfurecido.
Por la puerta de entrada, sin apenas hacer ruido, aparece una nueva figura.
- ¡Te dije que te los llevaras de aquí! – La voz atronadora de Agustín responde.- Deberías haberme hecho caso Gonzalo.
El maestro, mira enfurecido al monje, apretando la mandíbula y los nudillos con fuerza. Incluidos los de la mano que aún sostiene el cuchillo.
La tensión, palpable, es rota por Miguel, que desenvainando la espada con rapidez, y con un ágil movimiento de muñeca, con el brazo completamente tensado, dejando que la punta de la misma, toque el lugar en el que el cuchillo desgarró la piel, se dirige al soldado.
-Manuel, cuenta al señor maestro lo que has visto- Pide ejerciendo presión con la punta de la ropera sobre la herida- Y más te vale vigilar tus palabras, si no quieres que estas sean tus últimas palabras- advierte con una ceja alzada y un tono de voz sereno pero amenazador.
-Como le he dicho al maestro- el filo de la espada le aguijonea la herida nuevamente- Como decía a Don Gonzalo. Esta tarde vino un hombre completamente vestido de negro a la casa.
- ¿De negro?- pregunta Miguel. Agustín, con los brazos en las mangas de su hábito, no pierde detalle del maestro mientras este escucha las explicaciones del soldado.
- Sí, señor. Llegó poco después de que se marchara el maestro. La familia aún comía. Entró y se marchó con la mujer.
- ¿De quién se trataba? - ¿A dónde fueron? – preguntan Miguel y Gonzalo al tiempo. – Y recuerda respetar a la señora, si no quieres convertirte tú en una. - Para sorpresa del maestro, el soldado Almansa hace un rápido movimiento con la muñeca y deja el acero próximo a las partes nobles del ‘prisionero’.
Tragando saliva, y tratando de protegerse, sin mucho atino, en un hilo de voz, trata de explicar lo que había visto y oído durante la ausencia del maestro. Pero la espada dirigida a su persona, no disminuye la presión.
- Eso es todo. ¡Lo juro! Su hijo esperó apenas unos minutos, y salió corriendo tras él y la señora para escoltarla y protegerla.- Asustado, el soldado trata de dirigirse al maestro- Señor, debéis creerme. No permitiría que nada pasara a vuestra familia.
La risa irónica de Miguel, interrumpen la súplica.
- ¿Y lo harías atacando al maestro?
- No sabía que era él, ¡lo juro!
- ¿Dónde estabas que no viste su entrada?- obligando al pobre hombre a dar un paso atrás con cada movimiento, Miguel le acecha estoque en mano- ¿Porqué no los seguiste?
- Señor, yo…- el joven soldado, cada vez está más nervioso, el estoque cada vez más próximo a su cuerpo, y él dispone cada vez de menos espacio para retroceder.
De repente, el rostro de Agustín se torna más serio y mira con una expresión más dura y adusta al prisionero.
- ¿Para quién trabajas?
- Por favor, sabéis que hace años que sirvo...- los ojos del soldado se encharcan, pero intenta disimularlo apretando los párpados con fuerza.
- PARA QUIEN TRABAJAS- interrumpe alzando la voz el soldado Almansa
- Señor, soy yo. – Su voz se quiebra - Por favor. Me conocéis desde que era un niño… - Cada vez le cuesta más hablar claramente y disimular el pánico- Soy Manuel Gómez. Mi familia ha vivido en Almansa desde siempre. ¡Lo sabéis!
- Una vez más- tomando aire, y moviendo ligeramente la ropera, haciendo gritar espantado al soldado Gómez, Miguel vuelve a preguntar: - ¿Para quién trabajas?
- El Duque de Lerma- responde con un hilo de voz.
Gonzalo observa la escena incrédulo. Trata de entender y organizar lo que ha oído y lo que cree saber. Pero alguna pieza no encaja, y eso le lleva a dudar, no solo de quienes tiene frente a él, sino de alguien en quien ha confiado toda su vida.
- ¿Dónde está mi familia?- acierta a decir.
- YO SE DONDE ESTÁN- grita azorado el prisionero, viendo una opción para conseguir la liberación.- Dejadme libre y os llevaré con ellos.
Lleno de furia, Gonzalo se lanza contra él.
- ¡HABLA!
- Con- tragando saliva, a duras penas por la mano que le aprieta y le aprisiona la tráquea, intenta responder- con Juan de Calatrava.
- El médico- murmura el maestro.
- El Duque de Velasco y Fonseca – Añade Miguel, aflojando la presión que ejerce con la ropera, mientras suspira cansado.
- Tenemos que encontrar a tu familia.- Agustín advierte a Gonzalo sin apenas otra muestra de su incomodidad o preocupación, que la leve inflexión de su voz, y los puños apretados.
Sin soltar a Manuel, Gonzalo se dirige hacia la puerta de salida.
- Vamos.- Justo antes de salir, con la mirada fija, la musculatura tensa y la expresión completamente seria, murmura algo que hace que el soldado palidezca.
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Sherezade el Jue May 10, 2012 11:42 pm, editado 1 vez en total.