Gracias chicas, es un placer compartir con vosotras. 
La Ermita
(+13?)
La primavera avanzaba lentamente, el sol, hacía notar su presencia con un poco más de insistencia cada día pero, todavía perezoso, en ocasiones se dejaba dominar por las nubes y los vientos, sumiendo el día en una noche precoz de sombras y tormentas.
Por este motivo, en el hogar de los Montalvo, los hombres de la casa permanecían intranquilos desde que supieran del destino que Margarita, tía, cuñada y señora de la casa por clamor popular, hubo de ser cambiado del palacio de Santillana, a la pequeña ermita que, en dicho marquesado, alejada de la civilización, en el interior de un bosque privado, debía ser engalanada para la celebración del aniversario del joven Nuño.
Coincidiendo dicho evento, con las festividades de la Semana Santa, y encontrándose en la villa, parte de la familia italiana del joven y futuro Marqués, cumpliendo con una antigua tradición familiar, el oficio del Domingo de Resurrección, tendría lugar en la ermita.
Para ello, la marquesa, conociendo del deseo de su cuñado, un jesuita, de buscar una mácula en la educación de su hijo, para apartarlo del seno materno, tenía a todo el servicio trabajando para velar para dicha celebración.
Entre dichos empleos, estaba el de adecentar y embellecer la desusada ermita. Incluyendo, no sólo las flores y velas, o las ofrendas, si no el rico y bordado paño para el altar que, en un cofre de madera de roble, grabado con el emblema de la familia, descansaba en la misma ermita, desde el día del bautismo de Nuño. El último, que la marquesa pisó el santo lugar.
El día avanzaba lenta y oscuramente, cubriéndose los cielos, por unas nubes cada vez más espesas y oscuras, que poco o nada hacían para placar los nervios de quienes, en el hogar, aguardaban tener noticias de Margarita.
La muchacha, partió antes del amanecer, dejando apenas una nota sobre la mesa de la sala, apoyada contra una jarra de barro, anunciando que, a pesar de ser su día libre, era requerida para cumplir con dicho trabajo. Así, la promesa que, días atrás hiciera al menor de los Montalvo, de invertir el tiempo libre con él, se esfumaba con la misma velocidad que los vapores de la tinta, se secaron a la salida del sol…
Mientras el niño, enfurruñado, culpaba y maldecía entre dientes al joven Marqués, por robarle a su tía; el padre trataba de parecer calmado, al tiempo que intentaba ahuyentar de su mente no sólo la última discusión con su cuñada; los sonidos de la próxima tormenta y los recuerdos que el héroe tenía de aquél bosque… el recelo que, un lugar tan apartado, provocaba en él, héroe, maestro, cuñado, patriarca y amante platónico…
Saturno, por su parte, veía las oscuras sombras, no sólo en el cielo, si no en los rostros de los dos Montalvo, dos generaciones unidas por un sentimiento que, aunque con matices distintos, se unificaba y resumía en uno mismo: el deseo de ver a la joven Margarita, sana, salva y en el hogar.
Por eso el criado, intentaba insistir a uno, en buscar un entretenimiento y al otro, en enjaezar al caballo y partir en busca de la ausente dama.
Finalmente, tuvo que darse por vencido cuando, sólo uno prestó atención a sus propuestas y, arrastrando los pies, se escondió en su dormitorio, abrazado a una espada de madera, apretando puños y dientes, en un gesto mohíno, disgustado y enfurecido.
Horas más tarde, cuando los truenos sonaban con mayor claridad sobre sus cabezas, y Gonzalo parecía incapaz de centrarse en el fingimiento de su lectura, cerró el libro con energía, golpeando con él, al hacerlo la mesa y mascullando una apenas audible excusa, se alejó de la sala.
Arrebujada en su mantilla de lana, dando pasos que más parecían hundirse que avanzar en línea recta, Margarita caminaba bajo la lluvia que había pasado de ser un anuncio cercano a una tormenta que descargaba sobre ella, hacia el hogar.
Mascullando entre dientes, temblando de miedo y frío, la muchacha seguía el sendero, intentando ver algo entre las cortinas de agua que frente a ella se extendían impenetrables… apenas veía el camino frente a ella, tampoco escuchaba, más allá del fuerte latido de su corazón, y el repicar del agua al golpear con energía el húmedo suelo...
Repentinamente, vio frente a ella una silueta difusa, recortada bajo la lluvia y la niebla en la que, la espesa cortina acuosa, parecía haberse convertido. Nerviosa, se aferró con mayor energía a su mantilla y se detuvo. Insegura, buscando un auxilio que sabía, no encontraría, miró alrededor, sin apenas moverse intentando aparentar una firmeza que no sentía…
-¡Se puede saber a dónde vas!- clama la voz atronadora a través de la lluvia.
Apartando con una temblorosa mano el empapado cabello que, por el peso del agua, se apelmazaba y deslizaba por su frente, se sorprendió y calmó al reconocer en la silueta, no sólo a un blanco corcel, si no al empapado y enfurecido jinete que dominaba a la bestia.
-¡Gonzalo!
Sosteniendo las riendas en la fornida y masculina mano, intentando que el empapado cuero no se deslizara por entre unos dedos que, ante la visión, temblaban indecisos entre el deseo de abrazarla o reprenderla como habría hecho con Alonso… el maestro intenta calmarse, al tiempo que aproxima el corcel hacia su cuñada.
Sin descender, sin pronunciar palabra, se acomoda sobre la silla, y adelanta el pecho sobre el lomo del animal y su propia pierna, estirando el brazo, hasta alcanzar a la muchacha. Deslizando la mano por debajo del femenino brazo, y sintiendo como las delgadas manos, se aferran a su antebrazo, en un rápido movimiento, alza el menudo cuerpo hasta acomodarlo sobre su regazo.
Tenso, enfurecido con ella por la irresponsabilidad e inconsciencia de vagar bajo la tormenta en mitad de ninguna parte, con los cielos por la tormenta y con la Marquesa, por haberla conducido a aquel recóndito lugar… pero por encima de todo, consigo mismo por no haber acudido antes en su busca, el maestro no pronuncia palabra. Únicamente permite que ella se acomode, igualmente tensa, entre sus brazos, intentando no apoyarse contra él, ni tocarle en exceso, tratando de mantener una distancia imposible en tan minúsculo espacio sobre el lomo del corcel, especialmente cuando el paso del animal, dificultaba su precaria postura.
Con el brazo izquierdo, que no sólo rodeaba la cintura de la muchacha, si no que sostenía las riendas, y sin soltarlas, con un sutil movimiento obligó a la joven a dejarse caer contra su pecho.
Ahogando un grito de sorpresa e indignación, ella se dejó hacer y, en silencio, agradeció la escasa protección y calor, que el cuerpo de Gonzalo ofrecía.
Sintiendo como, de forma casi inconsciente y delicada, ella se acomodaba contra él, se permitió el gesto de acomodar las riendas entre sus manos, para rodearla mejor.
- ¿Me vas a decir que hacías aquí en medio, Margarita?- Su voz, a pesar del nudo que, en su garganta, crecía alimentado por el miedo, la rabia y el instinto de protección, sonaba severa y seria. Cortante, agresiva… enfurecida.
- No hacía falta que vinieras a por mí.- Replica ella, intentando apartarse del pecho de su cuñado, irritada. Más, los brazos que la mantenían, tensos y feroces, en la pequeña prisión sobre el lomo del caballo, impidieron cualquier movimiento.
- No digas tonterías.
Tras unos minutos en silencio, en los que apenas se oía el sonido de los cascos golpeando el embarrado suelo, o las respiraciones de jinetes y corcel entre el violento y continuo soniquete de la lluvia, cada uno sumido en sus propios pensamientos, el corcel prosiguió el sendero.
- ¿A dónde vamos?- se atrevió por fin a preguntar Margarita, arrebujada en la mantilla entre los brazos del maestro, intentando contener el estremecimiento que el frío y un cercano trueno, provocaron en ella- Este no es el camino a casa…
- Estamos demasiado lejos- Respondió él, secamente, notando el temblor de su cuñada y acomodándola mejor entre sus brazos, cubriéndole el cuello, al situar el mantón sobre el mismo.- La ermita está más cerca.
A pesar de que la puesta de sol, todavía no había tenido lugar, las oscuras nubes y su descarga, casi hacían parecer noche cerrada al oscuro bosque de las tierras del Marquesado de Santillana.
Únicamente un caballo con dos jinetes, se movía por los senderos solitarios y oscuros, que se dirigía hacia la pequeña ermita.
Cuando apenas unos metros les separaban de la modesta edificación de piedra, el maestro, desmontó primero, antes de, bajo la lluvia, alzar sus brazos para, tomando por la cintura a la joven, ayudarla a bajar al suelo, deslizándola hasta el suelo. Intentando fingir que dicho gesto, o la cercanía de la empapada joven, no tenía ningún efecto sobre él.
Un trueno cercano, estremeció a la joven, que sin dudarlo, buscó refugió en el pecho de Gonzalo, aprovechando la cercanía del mismo, la seguridad que le transmitía y el hecho de que sus manos, ya estaban situadas sobre los anchos y masculinos hombros.
Notando la fuerza con la que las delgadas manos se aferraban a sus empapadas ropas, y la respiración entrecortada y temblorosa que, junto con la fría y menuda nariz, y a causa de la abertura de su camisa, percibía sobre su descubierto pecho, el maestro envolvió a la joven entre sus brazos y la guió hacia el pequeño y sacro edificio.
La pesada puerta de madera de roble, cedió sin dificultad al peso que el joven maestro ejerció sobre ella.
Un rayo surcó los cielos, alumbrando momentáneamente el interior. Silencio, vacio y sombras, se vieron entonces, en apenas un instante interrumpidos por la fugaz luz y el estruendo de un rayo, con su respectivo trueno.
Gonzalo dirigió una mirada furibunda al interior, escaneando las sombras y finalmente, el rostro de su cuñada.
- ¡¿Estabas sola!?
Apretando con trémulos dedos, sobre la empapada lana que ya apenas cubría sus hombros u ofrecía calor, la muchacha asintió temerosa y extrañada por la severidad y violencia de la voz del maestro.
Notando la expresión asustadiza que se había apoderado del rostro de Margarita, el maestro maldijo para sus adentros y se disculpó antes de, con infinita ternura, apoyar la mano en la baja espalda de la joven, y guiarla hacia el interior.
Oscuridad, sombras, humedad… soledad. Era lo que les rodeaba.
Margarita, consumida por una serie de escalofríos, permanecía erguida y completamente quieta en el centro de la estancia, con la mano de Gonzalo todavía contra su espalda, y sin ganas de perder ese leve contacto que le ofrecía seguridad, se sorprendió y giró bruscamente hacia él, al notar como la mano se alejaba de su espalda. Sin embargo, la sorpresa fue mayor, al percibir esa misma mano, dirigirse a sus hombros y retirar la empapada mantilla, dejando los hombros delgados, desnudos y empapados, a la merced del húmedo aire. Erizando la piel, por el frío o el contacto de los callosos dedos sobre la misma al acompañar al tejido embebido de lluvia.
Con la respiración entrecortada, y el pulso acelerado, la muchacha se mordió el labio y tragó saliva con dificultad ante el contacto. Cerrando los ojos de forma involuntaria, ante las sensaciones que la abrumaban, perdió de vista la oscuridad que la rodeaba, y el rostro encandilado que la observaba.
Una anhelante mirada que parecía devorarla, ajeno a todo, lo que no fuera esa faz, esas mejillas encendidas… los ojos cerrados, ocultando un secreto, una emoción para la que no le hacen falta más detalles para descifrar, que los mordidos labios, encarnados, brillantes, tentadores…
- Vamos a coger frío- murmuró de repente él, sintiendo en su interior el remolino de emociones que se centraban en su estómago, apoderándose del resto de sus órganos, y sentidos... pero aplicando, sin embargo, a su voz, una fuerza y una energía, que casi lo hacían sonar acusador
- No era necesario que vinieras- replicó ella en un ofendido susurro por el tono que percibía en la voz de su cuñado, apartándose de él, a pesar del miedo y el frío.
Gonzalo se vio sorprendido y enfadado cuando frente a sus ojos, una temblorosa Margarita, con helados y pálidos dedos, alejándose de él, empezó el lento y tortuoso proceso de descordar o soltar levemente el corpiño que a su cintura se ceñía, aprisionándola en una fría, húmeda e incómoda prisión.
Notando los escalofríos que la sobrecogían, y la dificultad aparente con la que se movía debido al frío, olvidando todo lo que no fuera, la preocupación por la joven, se acercó a ella, con la intención de socorrerla a descartar la molesta prenda. Sin embargo, al acercarse, la muchacha se alejó bruscamente y apartó las masculinas manos con un violento y certero gesto.
- ¡Sólo intentaba ayudarte!- Se defendió ofendido y molesto por la actitud de la muchacha- Eres una inconsciente…- murmuró entre dientes.
-¡Que yo soy una inconsciente!?- Replicó ella con pasión y rabia, volteándose con energía hacia él- Tiene gracia que seas precisamente Tú…- enmarcando sus palabras con un acusador dedo sobre el pecho de su cuñado, consumida por el coraje antes de detenerse con la misma brusquedad con la que había iniciado la frase cuando un violento trueno azotó los cielos y la tierra, haciéndola temblar.
Gonzalo no fue ajeno al repentino escalofrío que consumió a Margarita.
- Déjame que te ayude- susurró compungido, intentando mirar al pálido rostro con las mejillas en un imposible color carmesí
- No es esto, lo que necesito- murmuró la muchacha sobrecogida, intentando ahogar el llanto que en su garganta parecía crecer
Sorprendido, e intuyendo que las palabras de su cuñada, ocultaban algo más, el maestro, trató de calmar su agitado corazón y, sin perderla de vista, replicó al murmullo femenino otorgando a su voz, una entonación cargada del mismo arrebato que bullía en su interior ante el familiar brillo que tantos recuerdos le hacían evocar al vislumbrarlo en los oscuros ojos.
- Que necesitas…
- Necesito que me digas la verdad Gonzalo…- Con un cansado suspiro, y apartando el cabello de la cara, la muchacha continuó hablando, deshaciéndose así, del nudo que en su garganta y en su estómago parecían apoderarse de ella, cada vez que estaba próxima a su cuñado- que dejes de confundirme… Necesito no ser la única que hace lo que siente…- caminando sin rumbo la muchacha hablaba agitada, nerviosa, enarbolando las manos, acomodándose el cabello- necesito que te alejes de mí o que no lo hagas… ¡NO LO SÉ!- exclamó súbitamente, alzando un grito a los cielos, antes de que sus manos cayeran casi sin vida, para golpear sus propias caderas y, con expresión cansada, agitar la cabeza de lado a lado mientras, en un susurro que acompañaba sus lágrimas, pronunció su última petición:- necesito que no seas tan reservado. Necesito que te acerques, o me dejes marchar… pero que seas claro.
Los ojos encharcados en lágrimas, le observaban suplicantes en la penumbra de la estancia, fueron sólo el principio de la respuesta…
Acercándose lentamente hacia ella, casi movido por una invisible e incontrolable fuerza, Gonzalo alzó la mano derecha, y la acomodó en la fría y suave mejilla, deslizando su dedo pulgar sobre esta, borrando las lágrimas que por ella serpenteaba en la expresiva huída de la desazón.