Si os parece bien, voy a ir copiando poco a poco Las Aventuras de la Ayly, para recordar viejos tiempos en los que ibamos en el AudiTT o en la moto, con Gonzalo

La primera parte corresponde al viaje de Aylynt al siglo XVII. La segunda al viaje de Gonzalo al siglo XXI. Hay que recordar que se escribió por entregas, por lo que puede haber pequeños detalles que no cuadren del todo al leerlo seguido. Pero he preferido dejarlo tal cual, porque quería respetar su versión original.
LAS AVENTURAS DE AYLYNT DE LA VEGA
por Aylynt
Octubre de 2009 – Febrero de 2011
PRIMERA PARTE
Allí estaba. Era impresionante. Parecía un probador de ropa de paredes plateadas. Aylynt estaba con la boca abierta, maravillada, mirando sin pestañear a la máquina. Por fin la había encontrado, se sonrió para sus adentros y caminó resuelta hacia ella. En el panel de mandos tecleó las indicaciones y se introdujo dentro. Se sentó en el sillón, se abrochó el cinturón y se puso las gafas y los auriculares. Oyó una especie de zumbido y….shuummmmm.
Capítulo 1
Al mirar a su alrededor, comprendió que estaba donde quería estar. Le inundó una felicidad y una alegría indescriptibles al reconocer esas callejuelas estrechas, polvorientas y llenas de gente que iba y venía con los más variados trajes, hatos y animales. Y tomó rumbo hacia la taberna Pata de Liebre. Una vez allí, siguió hacia la escuela de Gonzalo de Montalvo. Al llegar vio que todos estaban dentro, por lo que se puso a mirar disimuladamente por entre los tablones que hacían de paredes. Era ÉL. Estaba dando clase a sus alumnos. Aylynt sintió que se le doblaban las rodillas y empezó a tener dificultades para respirar. Se apartó y se recostó contra la pared. Tras unos momentos, recuperó la serenidad y volvió a mirar. Ahora estaba sentado en la mesa, leyendo, mientras los alumnos hacían unos ejercicios que les había mandado. Aylynt aprovechó para observarlo con detenimiento. Esas facciones tan suaves y tan varoniles a la vez, con ese mentón marcado y decidido. Esa melena por los hombros, de pelo castaño y liso. Esa barba bien arreglada. Ese cuello fuerte y apetecible asomando por entre la camisa, varios botones desabrochada… Aquí Aylynt tuvo que volver a retirarse y acabó sentándose en el suelo apoyada contra la pared. El corazón le latía fuerte y deprisa. No era para menos, allí estaba ÉL. De la emoción le saltaron las lágrimas. Cuando consiguió tranquilizarse, observó a su alrededor. ¡Era todo tan diferente a su mundo! La verdad es que estaba todo bastante sucio y el olor era muy fuerte. Sin embargo, había una luz especial, el aire era como más transparente. Era difícil de explicar. De repente, alguien le dio una patada en las piernas.
–¡Eh tú! ¡Levanta de ahí, mendiga! ¡Márchate si no quieres que te llevemos a la prisión! –Aylynt miró aterrorizada a la persona que le decía eso. Era un guardia del Comisario. Se levantó lo más aprisa que pudo, agachó la cabeza, asintió y se marchó corriendo. Mientras lo hacía, escuchó las carcajadas de los guardias, que se reían de ella. Siguió corriendo hasta que no pudo más y se tuvo que detener a tomar aliento. Todavía estaba bastante asustada. ¡Dios mío! ¡Los hombres del Comisario habían estado a punto de llevársela! Aquello no le podía volver a pasar. Tenía que construirse una identidad en el siglo XVII.
Aylynt entró en un callejón desierto, mirando con precaución a su alrededor, comprobando que nadie la veía. Se miró la ropa, y, la verdad, es que no era muy elegante, ¡pero tampoco para que la confundieran con una mendiga! Debió ser al verla sentada en el suelo. Está claro que las mujeres “decentes” de esa época no se tiraban al suelo cual pordioseras. Tenía mucho que aprender, pero estaba dispuesta a hacer lo que hiciera falta. Hacía solo un ratito que estaba en ese sitio, en ese lugar, en esa realidad, y, a pesar de lo sucedido con los guardias, le gustaba, ¡ya lo creo que le gustaba! Se sonrió al recordar a Gonzalo. Fue impactante verlo allí tan cerca, respirando el mismo aire que ÉL, tocando las mismas paredes que tocaba ÉL…
Aylynt, disimuladamente, sacó una bolsita con monedas de la época que había tenido la precaución de traer, y que llevaba atada a la cintura por dentro de la falda. Según había aprendido en sus preparativos del viaje, allí había bastante dinero como para sobrevivir mucho tiempo. Decidió que había llegado la hora de empezar a gastarlo, y se encaminó hacia el centro de la villa, en busca de un puesto de telas y vestidos. Encontró varios, y al cabo de un rato, ya se había encargado cuatro conjuntos completos, y había podido comprar uno de segunda mano, muy poco usado y limpio, que se puso inmediatamente. Uno de los sastres también le informó de que había una pequeña casa en alquiler, dos calles más abajo, ¡en pleno barrio de San Felipe! El precio resultó interesante, debido a que al dueño le urgía alquilarla; en un momento llegaron a un acuerdo, y Aylynt tomó posesión de su nuevo hogar. No era muy grande, pero para una viuda de buena posición como era su papel, estaba perfecto. Fue a comprar comida, y después de dar cuenta de ella, pues ya era mediodía pasado, se recostó en la cama para pensar en sus próximos pasos.
Por la tarde, cuando salía de casa, casi se la llevó por delante un carruaje. Iba a protestar cuando se quedó con la boca abierta, al ver a las ocupantes: la Marquesa de Santillana y Margarita Hernando. Iban con unos trajes preciosos y el peinado de Lucrecia era asombroso. Ambas eran muy agraciadas, pero Margarita tenía una belleza interior especial que asomaba a sus grandes ojos oscuros, haciéndola especialmente hermosa. Sin embargo, el semblante de ambas no era precisamente de felicidad, sino todo lo contrario. Lucrecia parecía muy enfadada, y Margarita muy triste. Pasaron en un suspiro y Aylynt siguió su camino pensando en lo que acaba de ver. ¿Qué debía pasarles? Más adelante llegaría a enterarse de que aquella tarde, Margarita le había confesado a su “amiga” la Marquesa que no deseaba casarse con Juan, y que ésta había montado en cólera diciéndole que era imposible anular su compromiso pues se trataba de un Grande de España, y que no se le podía hacer ese desaire. Margarita agachó la cabeza y accedió a seguir con la boda, de todas formas, ¡a Gonzalo le daba igual! Lo suyo con él nunca podría ser. ¿Para qué esperar lo imposible? Y salieron a casa de la modista a hacerle las últimas pruebas al vestido de novia de Margarita.
Aylynt fue caminando hacia la escuela de Gonzalo. Quería abordarle al salir de la clase con sus alumnos, para proponerle algo. Esperaba que aceptara, esa era su gran ilusión. Y si no, ya encontraría otra manera de llegar a él. Daba igual lo que fuera, pero lo haría, pues para eso había hecho ese largo y extraño “viaje”. Se sonrió y se mordió los labios pensando en lo que le inspiraba Gonzalo. Desde la primera vez que lo vio se quedó prendada de ÉL. De su apostura, de su fortaleza, de su determinación, y de esa cara y ese cuerpo perfectos e invitadores, que encendían el fuego en su alma y en su cuerpo, de una manera inimaginable para ella hasta entonces. De repente alguien se dirigió a ella, sacándola de sus pensamientos ocultos.
–Hola. ¿Deseaba algo? –la voz de Gonzalo le hizo levantar la cabeza y sonrojarse. El maestro la estaba mirando a ella, se dirigía a ella, le preguntaba a ella. A Aylynt le empezaron a temblar las piernas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para entablar conversación con ÉL.
–Sí, sí. Deseaba hablar un momento con usted, si no es molestia, para proponerle un asunto –Aylynt trataba de disimular su azoramiento, y apenas le miraba a los ojos.
–Pues usted dirá –le dijo él amablemente.
–Verá señor Montalvo. Soy Aylynt de la Vega. Vengo de Barcelona, donde enviudé hace unos meses –aquí Aylynt se santiguó mirando al cielo, murmurando “que Dios me lo tenga en la gloria”–, y desearía recibir clases de usted. Tengo un gran deseo de aprender a leer y a escribir, y también cualquier otra materia que usted pueda enseñarme.
Ella lo miró sonriente y expectante.
–Vaya, señora de la Vega, me sorprende que haya venido en mi busca, yo soy un vulgar maestro de barrio.
–Señor Montalvo, no se quite méritos… Hasta mis oídos han llegado elogios a su buen hacer como maestro, todo el barrio lo comenta…
–De todas formas, es…digamos… poco frecuente, que una dama quiera aprender a leer y a escribir ya de mayor…
–¿Me está diciendo que por ser mujer y viuda, no tengo derecho a hacer realidad uno de los deseos más grandes de mi vida, como es aprender e ilustrarme?
–No…, no señora de la Vega. No me malinterprete. De ningún modo quise decir eso. Solo que no es corriente hoy en día encontrar damas con esas ansias por saber.
–De pequeña, la pobreza me lo impidió. Es ahora cuando tengo el tiempo y los medios.
–Está bien. No se hable más, me ha convencido. ¿Qué le parece si al terminar las clases con los niños por las tardes, viene usted a mi casa un rato y empezamos su…aprendizaje?
–Perfecto, y no se preocupe por el dinero, le pagaré bien.
–¿Quiere venir ahora ya? –le preguntó ÉL.
–Por supuesto, esperaba que me lo dijera. Se lo agradezco mucho –la sonrisa de Aylynt le llegaba de oreja a oreja.
Y sin pensarlo más, echó a caminar al lado del maestro, hacia la casa de ÉL.
Capítulo 2
Cuando llegaron a la casa de los Montalvo, Aylynt se emocionó. Aquel era el hogar donde se desarrollaba gran parte de la historia del amor de su vida.
Gonzalo le dijo que tomara asiento, y que esperara un momento, mientras él iba a por útiles de escritura y un libro con las primeras letras. Ella se sentó a la mesa y siguió mirando a su alrededor, observando todos y cada uno de los detalles, como los platos y los vasos de loza, el puchero en el fuego, que, por cierto, desprendía un olor riquísimo, las puertas de las habitaciones, las escaleras que llevaban al piso de arriba…
Gonzalo volvió con lo que fue a buscar y se sentó en una silla a su lado. A Aylynt le dio un vahído, de tenerlo allí, taaaan cerca… Consiguió dominarse a tiempo, para disimular y tratar de prestar atención a lo que él decía.
–Señora de la Vega…
–Llámeme Aylynt, por favor. ¿Puedo llamarle Gonzalo? –Aylynt no se explicaba de donde sacaba valor para decir estas cosas, pero las decía.
–Vale…Aylynt, pues. Y puede llamarme Gonzalo, por supuesto. Aylynt, ¿usted no sabe absolutamente nada de leer o escribir?
–Bueno…, muy poquito, casi nada. Llegué a conocer las letras, pero no a leer ni a escribir –ella se sonrojó al decir semejante mentira, pero él lo tomó como vergüenza por no saber.
–Aylynt, no debe avergonzarse de no saber leer, si ya conoce las letras, en pocos días verá como aprende.
–Sí Gonzalo, lo que usted diga –y Aylynt no pudo evitar quedarse embobada mirándole el trozo de pecho que le sobresalía por el escote de aquella camisa blanca de rayitas que tanto le favorecía.
–Aylynt, ¿le sucede algo? ¿Se encuentra bien?
–Sí, muy bien, gracias, solo son recuerdos que acuden a mi mente, y hacen que me distraiga.
– ¿Quiere hablar sobre ello? –preguntó Gonzalo solícitamente.
–No, no se preocupe. Empecemos con lo de la lectura.
Pero Gonzalo se quedó observándola, mientras Aylynt con la miraba baja, empezaba a sudar sin poderlo remediar, ante aquella mirada escrutadora y que ella no sabía qué podía significar.
–Aunque es raro que usted no sepa leer ni escribir; se expresa muy bien, sin embargo.
–Bueno, ya sabe lo que se dice de las mujeres, nos pierde el hablar y todas esas cosas.
–Ya, bueno, empecemos. Esta es una cartilla de las primeras letras…
Gonzalo siguió hablándole y explicándole durante un buen rato, haciendo que ella repitiera el nombre y el sonido de las diferentes letras. Aylynt hizo todo el esfuerzo posible, pero llegó un momento en que no fue bastante, y no pudo evitar levantarse. Si seguía allí tan cerca de él, un segundo más, se desmayaba seguro. Y su voz….su voz era tan masculina y tan hermosa a la vez… le sonaba a música celestial en sus oídos. Iba a darle una excusa para salir a la calle a tomar aire cuando Alonso y Sátur entraron por la puerta, gritando y riendo. Al verla, se pararon sorprendidos y Alonso preguntó quién era “esa señora”. Aylynt no sabía lo que hacer ni donde ponerse. Gonzalo la presentó:
–Alonso, esta señora es Aylynt de la Vega. Ha venido a recibir clases para aprender a leer y escribir. Aylynt, ellos son Alonso, mi hijo, y Saturno, mi criado.
–A sus pies, doña Aylynt –dijo inmediatamente Sátur con toda educación, aunque de la sorpresa estuvo a punto de tirar al suelo la lechera llena de leche que llevaba en la mano. ¿El amo estaba dando clases particulares a una mujer en su propia casa? Aunque bien mirado, es decir, mirada, la tal Aylynt…la tal Aylynt no estaba mal del todo, mejor dicho, estaba muuuuy buena. Sátur se quedó pasmado observando el hermoso escote por el que se entreveían aquellos pechos prietos y solventes… pero, ¿dónde habría encontrado el amo a semejante hembra? Sus sesudos pensamientos fueron interrumpidos por la voz de Alonso que así a bocajarro le espetó a Aylynt:
–¿No sabes leer con lo grande que eres? –mientras le miraba con esos ojos suyos abiertos de par en par.
–¡Alonso! Discúlpate con la señora por esa grosería que le acabas de decir –Gonzalo inmediatamente. Aylynt dio un respingo de la sorpresa y solo quería que se la tragara la tierra.
–Está bien, padre. Disculpe señora –le dijo un contrito Alonso.
–No te preocupes Alonso. Sé que lo has dicho sin mala intención. Tú tienes la suerte de tener un padre que te puede enseñar muchas cosas. Pero hay muchas personas que no tienen esa enorme oportunidad –le dijo Aylynt intentando serenar el ambiente.
Alonso se quedó perplejo mirándola. Nunca lo había visto de esa manera. Siempre le había parecido un rollo ser “el hijo del maestro”.
–Padre, ¿puedo ir a jugar un rato con mis amigos? –le preguntó Alonso a Gonzalo.
–Sí, anda, hasta que esté la cena.
–Eso es, la cena. Voy a ponerme a prepararla –comentó Sátur, y se fue hacia el hogar y los pucheros.
–¿Seguimos? –le dijo Gonzalo.
–Sí, sí –contestó Aylynt. Respiró hondo y se sentó otra vez a su lado. Y Gonzalo siguió con la clase.
Mientras tanto, Sátur, hacía ver que estaba cocinando, pero en realidad estaba mirando a Aylynt. Estaba pasmado con “la novedad”. Aquellos rizos rubios que le caían por la espalda, aquella piel tan blanca y suave (eso se lo imaginaba, claro), las manos tan cuidadas, su voz tan dulce y decidida a la vez, los enormes ojos verdes, y una cara muy bonita, junto con un vestido de paño bueno y colores azul celeste y blanco que le sentaba a la perfección, lo llevaron a la admiración más absoluta. Aunque el asunto de la enseñanza en casa era raro, raro. Ya investigaría por su cuenta mañana por la mañana…
Antes de terminar la clase, Gonzalo quiso que empezara a aprender a escribir algunas letras. Ahí si que Aylynt no tuvo que fingir en absoluto. ¡Qué cosa más complicada era escribir con una pluma de verdad y tinta en un pote, por dios! Bien mirado, en eso sí que necesitaba un maestro se dijo Aylynt para sus adentros. En vista de que los borrones superaban a las letras bien escritas, Gonzalo dio la clase por terminada, no sin antes, darle un par de hojas, una pluma, el tintero y la cartilla de las primeras letras. Como Aylynt solo llevaba una pequeña bolsita con la llave de la casa y el dinero, Gonzalo acabó poniendo las cosas en un zurrón de los que había por allí, en uno con su nombre. Cuando ella lo vio, tuvo que sentarse. Era un zurrón como el que ya conocía. La emoción la embargó y casi se pone a llorar. ¡Era una cosa de su amado Gonzalo!
–¿Se encuentra bien? –le preguntó él al verla tan confusa con el zurrón en la mano–. Procure practicar mucho hasta mañana, sobre todo la escritura.
–Descuide, Gonzalo, lo haré– se despidió ella con una sonrisa.
Aylynt salió de allí lo más aprisa que pudo y cuando llegó a su casa se tiró a la cama y lanzó un enorme suspiro de alivio. ¡Qué nervios había pasado todo aquel rato! Tenía que reconocerlo, con Gonzalo a su lado, a ella no le funcionaba el cerebro. Apenas recordaba lo que él le había explicado. La voz de él la había sumergido en un sopor hipnótico y extático indescriptible. E insoportable, como cuando tuvo que levantarse, justo cuando aparecieron Alonso y Sátur. ¿Y aquel par de dos? Eran adorables. Alonsillo con su franca naturalidad. Y Sátur, diciéndole “a sus pies, doña Aylynt”. Aquí le entró la risa, sobre todo pensando en que todo el rato que simulaba hacer la cena estuvo mirándola descaradamente por la espalda.
–Amo, ¿de dónde ha salido esa mujer? –tiempo le faltó a Sátur para preguntar a Gonzalo.
–Ha venido esta tarde a la escuela y me ha pedido que le enseñara a leer y a escribir. Y hemos quedado aquí por las tardes, al terminar las clases con los niños. ¿Qué pasa, Satur?
–Nada amo, es que me parece todo muy raro. Aunque hay que reconocer que está bien buena, amo –contestó el criado con una pícara risotada.
–¡Sátur, siempre pensando en lo mismo! –le replicó Gonzalo.
–¡Claaaaro! Se me olvidaba que a usted esas cosas no le “distraen”. Pero, qué se le va a hacer, todos no tenemos la misma capacidad de concentración que usted –y se fue refunfuñando a llamar a Alonso para cenar.
Gonzalo, se sentó y se quedó pensativo. En una cosa tenía razón su criado. El asunto era bien raro. Bueno, ya pensaría mañana. Ahora estaba cansado y hambriento. Además, el dinero que le iba a dar esa mujer les iba a ir muy bien.
Capítulo 3
Al día siguiente Aylynt estuvo parte de la mañana intentando escribir con la dichosa pluma, y aunque consiguió una pequeña mejoría, no estaba contenta en absoluto. ¡Qué le iba a decir Gonzalo cuando viera semejante retahíla de borrones! ¡Ay Gonzalo! Cerraba los ojos y oía su divina voz, que la transportaba al paraíso.
Mientras tanto Sátur estaba contando la jugada a sus amigos en la taberna. Cipri, Inés y Cata manifestaron su asombro por el hecho, pero tampoco le dieron más importancia. En todo caso, era más dinero para Gonzalo y eso era bueno, creían ellos. Cuando Cata se fue a trabajar a casa de la Marquesa, e Inés se fue a comprar, Sátur se acercó a Cipri y le dijo:
–¡Cipri! ¡Tienes que verla, lo buena que está!
–¡Qué dices, Sátur! ¿De verdad? –a Cipri se le hizo la boca agua pensando–. Y, ¿cuándo dices que viene a casa de Gonzalo a las clases esas?
–Por la tarde, cuando vuelven todos de la escuela.
–Estaré alerta para verla pasar.
Y ambos se echaron más vino, y brindaron por la tal Aylynt, en medio de risas y carcajadas.
–Oye, ¿no será que le quiere echar el lazo a Gonzalo, y se ha inventado esa excusa? –aventuró Cipri–. Yo no entiendo de hombres, pero las mujeres, todas dicen que Gonzalo está para comérselo.
A Sátur le volvió a dar la risa y dijo:
–Pues lo lleva crudo, porque mi amo no está para tonterías de esas. Ya sabes, lo de Margarita…
–Sí. Aunque nunca he entendido porque no le dice las cosas claras. Si los dos se quieren, ¿por qué deja que se case con otro?
–Ufff, la de veces que se lo habré dicho yo a mi amo, pero ahí lo tienes. Dice que ella ha elegido eso, y que no hay más que hablar.
Los dos amigos, apuraron sus vasos, meneando la cabeza y se fueron a sus respectivos quehaceres.
Era ya mediodía y Cata iba con Murillo a casa a darle la comida. Cruzaron el río por el mismo puente de siempre. A Murillo le encantaba subirse a la balaustrada que cerraba los laterales, y caminar sobre ella. Como siempre, Cata lo reprendió y le dijo que bajara, pero, como siempre también, Murillo no le hizo caso. Cuando iban por la mitad, el niño resbaló y cayó al agua gritando. Catalina, aterrorizada empezó a chillar, mientras su hijo subía y bajaba en el agua intentando desesperadamente no ahogarse. En aquel momento, Aylynt pasaba por la orilla del río y vio a un niño luchando por salir del agua sin conseguirlo. La gente empezaba a arremolinarse y a cuchichear, pero nadie hacía nada. Y es que todo el mundo sabía que allí en el medio la profundidad rondaba los cinco metros y nadie sabía nadar. Alguien gritó que trajeran una cuerda para echársela pero poco más. Viendo que nadie hacía nada, Aylynt tiró el mantón al suelo, se quitó los zapatos y la falda, y así, con el corpiño y en enaguas se tiró al agua a rescatarlo. En el tiempo que tardó en llegar al centro del río, el niño se había hundido y no había vuelto a salir. La gente gritaba diciendo que estaba loca, y por encima de todo se oían los chillidos de Cata, mientras varias personas intentaban que no se tirara diciendo que si se moría su Murillo ella se quería morir también.
Aylynt se zambulló en el agua, y empezó a buscar al niño. Por fin lo vio, fue hacia él, se puso debajo, le pasó su brazo izquierdo por debajo de la axila y por encima del pecho, y empezó a nadar con el brazo derecho hacia la orilla, tal y como había visto hacer en esos casos. Y rezando para que saliera bien, pues no las tenía todas consigo. El niño había estado un poco debajo del agua sin respirar, y quizá no sobreviviera. Alejó de su mente esos pensamientos y se concentró en nadar, la corriente se los estaba llevando y ella empezó a temer por su vida también. No estaba acostumbrada a esos esfuerzos y se estaba agotando rápidamente. Por fin llegó a donde se hacía pie. Había gente que los esperaba, y los ayudó a salir. Tendieron a Murillo en la arena de la orilla, y se quedaron mirando meneando la cabeza. Catalina llegó llorando, llevada por dos mujeres que la sostenían. Una vez más Aylynt tomó la iniciativa y empezó a hacer las maniobras de resucitación de esos casos. Los golpes en el pecho para tratar de sacar el agua de los pulmones y la respiración boca a boca. Estaba tan desesperada que ni siquiera sabía bien lo que hacía. Encima, la gente trataba de sacarla de allí, considerando que ya no había nada que hacer. Ella los apartó de un manotazo y siguió. De repente, Murillo empezó a toser y sacar el agua. Al cabo de unos momentos, empezó a respirar con una cierta dificultad. La gente no daba crédito a lo que veía. El niño había vuelto en sí, había vuelto a la vida. Solo en aquél momento Aylynt se percató de quién era el salvado: ¡Murillo! Esta vez fue ella la que no podía dar crédito. Y allí al lado estaba Cata, arrodillada, abrazando a su hijo.
Aylynt empezó a tiritar de frío. Una mujer se acercó y cariñosamente le puso una manta por los hombros. En aquel momento, Catalina se giró hacia ella y la abrazó dándole las gracias sin parar de sollozar. Alguien le trajo sus zapatos y su ropa. Los cogió y se marchó temblando a su casa, que no quedaba muy lejos. La gente le dejó paso, asombrada por lo que había hecho.
Cuando llegó a casa, se quitó toda la ropa empapada, se secó con un paño, se puso el camisón y se metió corriendo en la cama. Al momento se quedó dormida, y para cuando se despertó a media tarde, la fiebre ya era evidente y no paraba de toser. Se revolvió inquieta en la cama. Y ahora, ¿qué hacía? Allí no había hospitales ni los avances de la medicina moderna. Ese fue uno de los riesgos que había tomado viniendo, y he aquí que se había presentado al día siguiente de llegar. Sonrió con tristeza. Todo había sido una locura. ¿Cómo se le había ocurrido venir a conocer a Gonzalo? Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Al cabo de un rato, se tranquilizó, recuperó la confianza en sí misma y se dijo que tenía que hacer lo que fuera para salir de allí y pedir ayuda.
Se levantó, bebió un poco de agua, se vistió y salió hacia la casa de Gonzalo. No conocía a nadie más; lo tenía que intentar. Cuando llegó, le abrió la puerta Sátur que se asustó al verla en ese estado, temblando de los pies a la cabeza por la fiebre, sudando y con la cara congestionada de toser.
–¡Madre mía, doña Aylynt! ¿Qué le ha pasado? –le preguntó el criado sinceramente preocupado.
–Sátur, necesito ayuda. Tengo mucha fiebre y… ¿puedes llamar a un médico? –aunque esto último lo dijo sin mucha convicción. No sabía si sería peor el remedio que la enfermedad. Un médico de aquellos tiempos…
–Venga por aquí –y la acompañó hasta el cuarto de Gonzalo, le ayudó a echarse sobre la cama, y luego la tapó con un par de mantas–. Ahora vuelvo, usted tranquila.
Sátur salió nervioso al comedor, y se puso a dar vueltas pensando qué sería lo mejor. Podría ir a llamar a Juan, pero ciertamente cuando se enterara Gonzalo, igual lo echaba a patadas de la casa. Pero la señora Aylynt estaba verdaderamente mal. ¿Qué le habría pasado? Finalmente decidió que lo primero era lo primero, y se fue a buscar a Juan. Esa mujer no tenía que pagar con su vida los problemas de los demás.
Cuando Juan vio a Sátur, puso cara de pocos amigos y le preguntó con frialdad qué hacía allí.
Sátur dejó correr la cara con la que lo recibió el médico y le dijo que había una mujer muy enferma que necesitaba su ayuda. Ahí la cara de Juan cambió, cogió su maletín y salió con Sátur hacia la casa de Gonzalo. Cuando llegó no daba crédito a lo que veía. Había una mujer evidentemente enferma sobre la cama de Montalvo. ¿Quién sería esa mujer?
Aylynt dejó momentáneamente de toser cuando vio a Juan. ¡Noooo, no podía ser! Pero, ¿cómo se le había ocurrido a Sátur traer precisamente a ese médico? Si no se moría de la pulmonía, seguro que la mataba Gonzalo cuando se enterara que ese hombre había estado en su casa por su culpa. Con el disgusto, le volvió a dar un ataque de tos, que la dejó completamente extenuada.
Juan se acercó solícito y aliviado al ver que no la conocía. Al principio llegó a pensar que la enferma podía ser Margarita. Afortunadamente no era así.
–¿Cómo te llamas? –le dijo él para empezar la conversación.
–Aylynt, señor.
–Yo soy Juan. Soy médico. ¿Qué te ha pasado?
–A mediodía había un niño ahogándose en el río, me metí en el agua para sacarlo. Y... ya ve. Me ha entrado fiebre y no paro de toser–. Aylynt se limitó a describir los evidentes síntomas. No sabía cómo llamaban los médicos de entonces a lo que le estaba pasando.
–¡Vaya! Así que, ¿tú eres la mujer que ha rescatado a Murillo? ¿Sabes que en todo el barrio no se habla de otra cosa? Catalina, la madre del niño, te está buscando para darte las gracias. Le diré que estás aquí. Por cierto, Murillo está igual que tú. Menuda pulmonía habéis pillado los dos. El agua está muy fría en esta época.
–¿La señora Aylynt es la que ha salvado a Murillo? –dijo Sátur sin poderse contener.
–Sí. Tenemos aquí a toda una heroína –dijo Juan sonriendo tratando de animarla. Aunque ella no las tenía todas consigo. Temía el momento en que llegara Gonzalo, que debía estar al caer ya.
–Bueno, vamos a ver –y dirigiéndose, a su vez, a Sátur le dijo que saliera de la habitación.
La auscultó, le puso la mano en la frente para comprobar la fiebre, le miró la conjuntiva de los ojos y la cara y le dijo:
–Aylynt, no te preocupes. Le daré a Sátur un preparado de hierbas para que te lo haga en infusión, y en pocos días estarás como nueva.
–Gracias doctor.
Sátur entró a decirle que iba con el doctor a por las hierbas y que volvía en seguida. Ella le sonrió asintiendo y se acurrucó entre las mantas, esperando su vuelta. Al ratito ya estaba otra vez dormida.
Al momento llegó Gonzalo y, cuando se disponía a servirse un vaso de agua, repentinamente oyó unas toses y se puso en guardia. Fue hasta su habitación….y se encontró a Aylynt durmiendo. ¿Qué hacía aquella mujer durmiendo en SU cama? Estuvo a punto de despertarla para pedirle explicaciones cuando la oyó toser y vio que estaba sudando y con síntomas evidentes de fiebre. Se detuvo a un metro más o menos, de ella y, por primera vez, desde que la conoció, la miró de verdad y la vio de verdad. Y se dio cuenta de que Sátur tenía razón, Aylynt era muy hermosa.
Ella se despertó y de pronto se acordó de que tenía en casa el transponedor cuántico para volver. ¿Cómo se le había podido olvidar? Debió ser por la fiebre. Eso es lo que haría, se marcharía ahora mismo de allí y volvería a su casa de verdad, a su tiempo. Contenta por la decisión tomada, abrió los ojos. Y entonces, su mirada se encontró con la de él. Y sintió que su corazón, su alma y su voluntad se hundían en aquellos ojos que la miraban. Dolor, rabia, tristeza, venganza, odio…pero también pasión y dulzura, esperanza y vida, y amor, mucho amor.
Aylynt decidió quedarse.
Capítulo 4
Sátur y Catalina entraron en tromba en la habitación. Ella dando voces y él con las hierbas en la mano. Gonzalo y Aylynt apartaron rápidamente la mirada el uno del otro, tratando de disimular.
–¡Gonzalo, tienes aquí a la salvadora de mi Murillo! –gritó Catalina, y seguidamente se abalanzó sobre Aylynt en la cama y la abrazó con grandes aspavientos. Aylynt no pudo evitar poner cara de susto ante semejante y avasalladora gratitud. Empezó a toser compulsivamente y entonces Cata se separó.
–¡Vaya! Tú también la has pillao como mi niño. Bueno, no te preocupes, que aquí traemos las hierbas. ¡Sátur, ve a hacerle la primera infusión! ¡Pero qué contenta estoy, Dios mío! Cada vez que pienso en que si no fuera por ti, ahora mismito estaríamos velando a mi Murillo…
–Así que ha sido Aylynt…–comentó Gonzalo, por decir algo, pues por dentro se sentía totalmente conmocionado. La mirada de Aylynt había llegado hasta lo más profundo de su cansado, dolorido, y herido corazón, y por primera vez en muchos meses había sentido un poco de calor, ahí donde antes solo había frío.
–Pues sí Gonzalo… –y Cata se embarcó en la explicación de todo lo sucedido, que si se tiró, que si nadó, que si le dio unos golpes en el pecho…Gonzalo se quedó intrigado por todo lo que había hecho aquella mujer a la que como quien dice, acaba de conocer hace unos minutos.
Luego Catalina se llevó un momento a Gonzalo fuera de la alcoba y le dijo en voz baja que sería mejor que se la llevara ella a su casa. Además de la tremenda deuda que sentía hacia Aylynt, creía que no era conveniente que una mujer en su situación, sola y enferma, se quedara a cargo de ellos. Gonzalo se sorprendió bastante, pero luego tuvo que reconocer que Cata tenía razón.
Aylynt estuvo un par de días en casa de Catalina. Junto con Murillo, convalecientes ambos, pero que se estaban recuperando muy bien. Durante ese tiempo todos pasaron a dar vuelta de cómo iban los enfermos siendo Inés la que más los vigilaba, pues Cata tenía que ir a trabajar a casa de la Marquesa, que bastante puso el grito en el cielo, la tarde del rescate cuando faltó.
En su casa, Aylynt siguió recuperándose y al cabo de una semana, estaba casi completamente restablecida. En esos días Sátur había ido por las mañanas a hacerle la compra y la comida de mediodía. Y Gonzalo y Alonso iban por las tardes un ratito.
Aylynt estaba impaciente, porque quería saber si aquella mirada, que ella sintió como un encuentro entre sus almas, se había dado de verdad, o había sido una alucinación producida por la fiebre. Porque lo cierto es que, Gonzalo siguió comportándose como antes, sin dejar traslucir nada. Una tarde, que ya se sentía bastante bien, fue a ver a Gonzalo a la escuela, al terminar las clases con los chiquillos. Lo encontró ordenando las sillas y las mesas.
–¡Hola Gonzalo! –saludó ella al entrar.
–¡Caramba Aylynt, qué sorpresa! Esto quiere decir que ya estás del todo bien –respondió él sonriente. Ella sintió que volvía a salir el sol, con aquella sonrisa.
–Sí, ya estoy bien. Quería saber si podíamos seguir las clases a partir de mañana.
–Claro que sí.
–¡Anda! Esto es un aparato que sirve para mirar cosas pequeñas – dijo Aylynt sorprendida, al tiempo que se acercaba a una especie de microscopio muy simple que estaba sobre la mesa. Colocó el dedo debajo, y se puso a mirarlo por el ocular–. Jeje, ¡qué rayitas se ven! –dijo alegremente.
–¿Habías visto uno antes? –preguntó Gonzalo extrañado.
–Sí, en el taller de un amigo relojero –improvisó ella, al verse pillada.
–Ya –es lo único que se le ocurrió a Gonzalo, que no salía de su asombro al ver las cosas que hacía esa mujer. Y sin saber leer ni escribir, según ella.
–¡Qué abecedario más bonito! –exclamó Aylynt observando el mueble que llevaba las letras con dibujos.
Aquí Gonzalo se entristeció y le dijo:
–Fue el último regalo de mi esposa.
–Lo siento, lo de tu esposa. ¿Fue hace mucho?
–Un poco más de un año. En la nochebuena. Alguien la mató –y aquí Gonzalo apretó las mandíbulas y bajó la vista.
–La echas mucho de menos, ¿verdad?
–Sí, sobre todo por Alonso. Él la necesita. A mí hay muchas cosas que se me escapan. Ella sí sabría qué hacer.
–Bueno, hay que seguir, Gonzalo, ya lo sabes, y ya te lo habrán dicho muchas veces.
–¡Si al menos hubiera podido vengarla! –replicó él con rabia.
–Gonzalo, la venganza nunca es buena. Te convierte en lo mismo que rechazas –le dijo ella suavemente.
–¡Tú qué sabrás! –le espetó él malhumorado. Al momento se dio cuenta de su error y se disculpó–. Perdona Aylynt, es que a veces, siento que no puedo con todo. Hay muchas cosas que tú no sabes. Todo junto me está matando, me está volviendo loco.
–Si algún día quieres hablar…–se ofreció Aylynt, y se giró para marchar. No le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación. ¡Cómo se le había ocurrido nombrar el abecedario! Desde que había entrado no paraba de meter la pata, primero con el microscopio y luego con eso. Sería mejor que se fuera.
–La mató mi hermano –dijo él con voz baja y ronca, cargada de dolor, y con la mirada perdida.
Aylynt se quedó de piedra. ¡Gonzalo le estaba haciendo una confesión! Se giró, y lo que vio le dolió en el alma. Era un Gonzalo vencido, derrotado, con lágrimas de rabia surcando su cara. Y no se le ocurrió otra cosa que acercarse y tomarle una de sus manos con las de ella. Gonzalo levantó la vista sorprendido. Al mirarla a los ojos, sintió un calor que lo envolvía, una luz que parecía querer indicarle el camino, una ternura infinita. ¡Y se sonrió!
–¿De donde has salido tú, eh? –le preguntó él, moviendo la cabeza de un lado a otro.
–Huuuuyy…es muy largo de explicar…–respondió ella tratando de despistar.
–Pareces… un ángel –dijo él mirándola cariñosamente–, con tus rizos rubios, tu piel blanca, tu… sonrisa divina, salvando niños…y maestros…
Aylynt se soltó de él y se sentó en la primera silla que encontró. Sintió que de un momento a otro se iba a desmayar.
Él, al ver su reacción se puso serio, y pensando que ella estaba ofendida se disculpó.
–Perdóname, Aylynt, no ha sido mi intención molestarte, lo he dicho de corazón. Desde que tú has llegado me siento diferente, como con más fuerzas, más ilusión… creo que es cómo me miras.
–Gonzalo, yo no estoy enfadada, sólo sorprendida. Y no te preocupes por mí –y sin darle tiempo a replicar se despidió–. Me tengo que ir. Hasta mañana –dijo lo más rápidamente que pudo y se marchó corriendo sin mirarlo. Sintió que si seguía allí un instante más, se iba a hacer unas ilusiones, que luego, cuando no se cumpliesen, le romperían el corazón.
En casa, Aylynt se tranquilizó un poco, pero seguía pensando en lo mismo, una y otra vez, repasaba mentalmente lo que él le había dicho. Quería creérselo, quería sentirlo, pero le daba un pánico horroroso. Ella nunca pensó que pudiera llegar a suceder que él le hiciera caso. Pero había sucedido, y ahora no sabía qué hacer. Porque por encima de todo, planeaba la sombra de Margarita.
En los días siguientes, Aylynt reemprendió las clases. Pero Gonzalo ya no volvió a mencionar nada de aquella tarde. Y ella tampoco.
Capítulo 5
Aquel día había vuelto de las clases bastante tarde, y se disponía a acostarse después de cenar. Habían sido unos días tranquilos. No había habido nada especial con Gonzalo, pero a ella no le hacía falta. Le bastaba con los ratos que pasaban juntos con las lecciones. Estar a su lado, respirar su aroma, oír su voz embriagadora, los pequeños roces de la vida diaria, colmaban a Aylynt de felicidad. Se encontraba a gusto con todas aquellas personas, que la trataban tan bien y la habían acogido como uno más de ellos.
Todas las tardes, cuando veía a Gonzalo, se le alegraban el alma y el corazón. Desprendía un aura de fortaleza, de vitalidad, y de serenidad que llamaba sinceramente la atención. En aquellos días pudo ver cómo muchas personas acudían a él para los más variados asuntos. Y él siempre trataba de ayudarlos a todos. Aunque bien sabía ella que la procesión iba por dentro. Recordaba una por una las palabras de aquella tarde, entre las cuales estaban estas que a ella le dolían tanto por él: “Hay muchas cosas que tú no sabes. Todo junto me está matando, me está volviendo loco”, le había dicho.
Además estaba lo de Águila Roja. Sabía que muchas noches él había llevado a cabo misiones, porque oía los comentarios de la gente, en el mercado por la mañana. Todos se maravillaban de sus hazañas, y se preguntaban quién debía ser. A veces, le descubría pequeños rastros de sus andanzas nocturnas. Rasguños, moratones, heridas más grandes, como la que llevaba encima de la ceja izquierda desde el día anterior. Ella quería ayudarle, pero no sabía cómo.
Se echó maquinalmente la mano al pecho para comprobar que llevaba la medalla. Era de oro con la imagen de un angelito por un lado, y su nombre por el otro. En su interior llevaba integrado el chip de retorno con el transponedor. Desde lo de la pulmonía, Aylynt siempre la llevaba puesta. Sólo de pensar que se perdiera, se ponía enferma. De pronto se quedó aterrorizada, ¡no la llevaba! Empezó a buscarla frenéticamente por toda la casa... y no la encontró. Le entraron temblores del ataque de pánico que sufrió. Si no la encontraba no sería dueña de decidir cuándo volvía a su tiempo. Tendría que esperar a que se cumplieran los seis meses programados del retorno automático de la máquina. ¡Y ella no tenía ni idea de si iba a estar tanto tiempo!
Hizo un gran esfuerzo y trató de tranquilizarse para poder pensar con lucidez. Rememoró las últimas horas, y recordó que la llevaba puesta al salir de casa de Gonzalo, porque lo había comprobado. Pero a partir de allí, ya no sabía qué más había podido ocurrir. Estaba claro que se le había perdido durante el camino de vuelta a casa.
Cogió su chal, se lo puso, y salió a la calle con un candil. Estaba todo desierto. Sabía que era muy peligroso, pero lo tenía que intentar. En cuanto se hiciese de día, ya sería imposible, porque el que la viera se la quedaría.
Nada más salir le abrumó la tarea. ¿Cómo iba a encontrar una cosa tan pequeña, a oscuras, con sólo la luz de un candil? Se puso a llorar. Pero al poco, se secó las lágrimas y siguió, lo tenía que intentar al menos. Trató de pasar exactamente por donde ella solía caminar al volver de casa de Gonzalo. Cuando estaba a punto de llegar allí, un bulto humano se situó delante de ella, y le mostró la medalla balanceándose de la cadena en su mano.
–¿Buscas esto, guapa?
Aylynt dio un respingo y se quedó horrorizada mirándolo. Era un hombre repugnante, con una voz cavernosa, y un olor que ahogaba. Pero ella no se podía permitir asustarse, tenía que conseguir la medalla. Le pegó una patada, y trató de arrebatársela. Fue inútil, el mendigo se reía de ella cada vez que fallaba y aún le decía:
–¡Ven aquí, guapa, ven aquí! –y se reía con unas carcajadas odiosas, mientras jugaba al gato y al ratón con ella, poniendo la medalla a su alcance y luego retirándola antes de que la cogiese.
–Si te vienes conmigo te la doy, ja ja ja.
Aylynt enfadada con tanta tontería se preparó para asestarle una buena patada en los bajos, pero en aquel momento, apareció otro hombre, compañero del anterior, que la agarró por detrás inmovilizándola. Aylynt empezó a chillar desaforadamente mientras pataleaba sin parar. El primer hombre le dijo al otro:
–Te lo dije, siempre vienen a buscar las joyas perdidas aunque sea de noche –y empezó a reírse otra vez.
De repente, algo oscuro bajó del cielo, y en un momento, dejó a los mendigos inconscientes tirados en el suelo.
Aylynt no se lo podía creer: ¡era Águila Roja! Sintió que se le aflojaban las piernas y tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantenerse en pie.
Era realmente magnífico. Con la capa, la capucha y el embozo negros, el chaleco de cuero rojo, la katana sobresaliendo de su funda en la espalda…
–¿Te encuentras bien? –le dijo él con voz grave.
–Sí… gracias –apenas pudo balbucear ella. Estaba extasiada. A la pequeña luz del candil, apenas se le veía, pero aún así, era impresionante…
–Te acompañaré a tu casa, si quieres.
–Por favor. No quiero que vuelva a pasarme lo mismo –entonces se dio cuenta de que en el forcejeo le habían arrancado la manga del vestido. Cogió el chal del suelo y se lo puso, pues hacía frío. Y antes de que se diera cuenta, él echó su capa por encima de los dos, y subieron al tejado. No tenía ni idea de cómo lo había hecho él, pero Aylynt se vio arriba en un instante. Estaba tan asombrada, que se quedó paralizada, incapaz de hablar y casi, ni de respirar. Estaba sentada en el tejado junto a Águila Roja. Su corazón latía con tanta fuerza que parecía que se le iba a salir del sitio.
–¿Cómo te llamas? –le dijo él.
–Aylynt –dijo ella temblorosa.
–¿Me tienes miedo? –preguntó él entre preocupado y divertido.
–No…, es solo que estoy sorprendida –atinó a decirle ella.
–¿Por qué has salido a estas horas de la noche sola? –le preguntó él.
–He perdido una medalla, y quería encontrarla.
–¿Ésta? –y le tendió la mano con la medalla en ella.
–Sí –ella la cogió y la apretó con fuerza en su mano.
–Debe de ser muy importante para ti, porque te has jugado la vida.
–Es muy importante para mí –dijo ella asintiendo.
–¿Un recuerdo de familia?
–No. Pero aún así te puedo asegurar que es muy importante para mí. Muchas gracias por ayudarme y por encontrar la medalla–. Aylynt se atrevió por fin a levantar la cabeza y le miró. Percibió esa mirada que asomaba por el embozo y se quedó impactada. Cerró los ojos e hizo una profunda inspiración. Sintió deseos de quedarse así junto a él, eternamente.
–¿Cómo lo haces?
–¿El qué?
–¡Todo! Luchar de esas maneras, subir y bajar de los tejados en un momento…Todavía no sé cómo he llegado aquí arriba –le dijo ella esbozando una sonrisa.
–Buenos maestros y entrenamiento, mucho entrenamiento –dijo él.
–Le estás quitando toda la gracia al superhombre que todos creen que eres –dijo ella recordando los comentarios en las plazas.
Él se rió.
–Soy un hombre normal y corriente.
–Bueno… Si tú lo dices…
Se quedaron en silencio unos momentos. Era extraño, él no decía nada. Pero Aylynt se sintió observada.
–¿Quieres que te ponga la medalla? –le preguntó él.
–Estaría bien, pero no creo que haya suficiente luz…
–Dámela.
Aylynt se la dio y se colocó de espaldas delante de él, sujetándose la melena en alto con los brazos levantados. Él le rozó el cuello con las manos, y ella se sintió morir por dentro. ¡Menos mal que era de noche, y él no la veía!, pensó.
–Ya está –dijo él con una voz más baja y más ronca de lo habitual. Ella creyó percibir un ligero temblor en las manos de él, al rozarle la nuca para echar el cierre a la cadena de la medalla. ¿O habían sido imaginaciones suyas?
–¿Te acompaño a casa?
–Sí. ¿Por el tejado?
–Claro, es mucho más rápido y seguro.
A Aylynt le daba bastante miedo, pero pensó que era la oportunidad de su vida, y no la iba a desaprovechar. Además estaba segura de que él no dejaría que se cayera o se hiciera daño. Decidió dejarse llevar por él sin dudar. Ella le dijo dónde era, él la tomó de la mano y empezaron a caminar. Y otra vez pensó que eran imaginaciones suyas, porque sintió que entre sus manos fluía una especie de fuerza sobrenatural. Pero, ¿qué tonterías estaba pensando?
A mitad de camino, él se detuvo un momento, se la quedó mirando y le dijo sonriendo:
–¡Parece que lo hayas hecho toda la vida!
–Pues te puedo asegurar que no –y ella le devolvió la sonrisa. “El amor que me da alas”, pensó. Aylynt no se podía creer las cursilerías que le estaban pasando por la mente.
Por fin, llegaron a casa de ella. Y siguiendo la costumbre de él, entraron por la ventana del dormitorio. Aylynt estaba impresionada y conmovida por lo que acababa de vivir: un paseo por los tejados de la Villa, o, mejor dicho, por las nubes, porque así era como se sentía ella.
Una vez dentro, ella le dijo:
–Gracias Gonzalo.
El error le costó caro. Él, al darse cuenta de que le había llamado Gonzalo, se puso en guardia instantáneamente, y al momento estaba detrás de ella, pasándole su poderoso brazo izquierdo por delante, y con el brazo derecho, la amenazó poniéndole un puñal en el cuello, mientras le preguntaba con rabia:
–¿Quién eres de verdad? ¿Quién te envía?
Y Aylynt se desmayó.