¡Gracias Lunanueva, por tu mensaje! Me encanta que te encante
Aquí llego con el siguiente capítulo, que ha quedado un pelín largo, jejeje Espero que disfrutéis leyéndolo tanto como yo escribiéndolo
Capítulo 12
Gonzalo jugueteaba con Carlos mientras Aylynt terminaba de vestir a Andrés. De paso le explicaba a ella un breve resumen de lo que había leído la tarde anterior, principalmente libros sobre los Medici.
–Me asusta pertenecer a esta familia, Aylynt. Han llegado a lo más alto en algunos ámbitos, pero han bajado a los infiernos en otros. ¿Recuerdas a Lorenzo el Magnífico, del que tan orgullosa está la tía? Sufrió varias conjuras para matarlo, la más grave la Conjura de los Pazzi. Era una familia florentina, rival de los Medici incluso en los negocios bancarios. Se aliaron con el Papa, con reyes, duques y muchos otros para destronar a los Medici. El domingo 26 de abril de 1478 mataron a puñaladas a Giuliano de Medici el hermano de Lorenzo, e hirieron a éste, en la catedral de Florencia, en misa, delante de cardenales y obispos, algunos de los cuales estaban en la conspiración. La venganza de Lorenzo fue bestial. Los implicados acabaron todos muertos; además de muchos familiares e inocentes. El resto tuvo que exiliarse. Además, Lorenzo quiso exterminar cualquier vestigio de los Pazzi sobre la faz de la tierra, e incluso los condenó a la pena “nisi per ignominiam” o “damnatio memoriae” de los antiguos emperadores romanos, por la que el nombre del magnicida era borrado de todos los documentos públicos o privados.
Aylynt dejó a Andrés en el suelo y se sentó en la cama al lado de Gonzalo y Carlos.
–Es el problema de ser de los grandes, que los errores también son gigantescos –luego se recostó contra su hombro–. Pero yo me he casado contigo, Gonzalo, no con los Medici. Y yo te quiero a ti, con toda mi alma y con todo mi ser.
Gonzalo se giró hacia ella y la besó con dulce pasión en la boca.
–Te amo…
–¡Papáaaa, papáaaa,…yo tamén queroo besooo…! –parloteó a media lengua Andresito.
Gonzalo lo tomó con el otro brazo, lo sentó sobre sus piernas, y le dio un tierno beso en la frente.
–¡Estás para hacerte una foto, con un niño en cada brazo! –se rio Aylynt, al mismo tiempo que se acercaba a ellos y los abrazaba a su vez.
Momentos como estos eran los que hacían que la vida mereciese la pena, pensó Gonzalo conmovido.
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Aylynt se hallaba en un rincón del jardín cómodamente sentada en un sillón leyendo un libro de Galileo. Carlos dormía en un precioso moisés, tapado con sabanitas adornadas con encajes de Flandes. Y Fiorella jugaba con Andrés y su caballito de madera, debajo de uno de los inmensos olivos milenarios que adornaban los exteriores de la mansión.
En un instante dado, la chiquilla divisó a Alonso a través de la ventana de la cocina. Ni corta ni perezosa, murmuró un “voy a beber a la cocina”, y se fue corriendo hacia la casa. Aunque al llegar ella, Alonso ya no estaba, por lo que malhumorada porque llevaba días queriendo hablar con él, y él no paraba de escabullirse, se volvió al jardín con la señora y los niños.
Pero cuando llegó, literalmente se le paró el corazón. ¡La señora y Andrés habían desaparecido! El sillón y el caballito estaban tirados por el suelo, y Carlos lloraba desconsoladamente. ¿Qué estaba pasando? Miró a su alrededor como buscando una respuesta, pero no vio nada ni a nadie. Espantada, cogió al bebé en brazos y marchó corriendo a la casa, llamando a gritos al resto de los criados, que acudieron rápidamente.
–¿Qué pasa, Fiorella?
–La señora Aylynt,… y Andrés…–hablaba entrecortadamente a medias por el susto y a medias por haber corrido–, ¡han desaparecido! ¡Tan solo he venido un momento a la cocina, y cuando he vuelto ya no estaban!
–¿No estarán dentro de la casa, o en el invernadero? –preguntó uno de los criados tratando de encontrar una explicación lógica.
Entonces llegaron también Gonzalo, Alonso y tía Eleonora, alertados por el griterío de los criados.
–¿Qué ocurre aquí? –preguntó la señora, a la que le molestaban sobremanera los sirvientes chillones.
–Fiorella dice que la señora Aylynt y el niño Andrés se han desvanecido, que estaban y al momento ya no estaban –trató de explicar uno de los lacayos.
Mientras tanto, Alonso y Gonzalo ya estaban junto al sillón, el libro, y el caballito tirados. Fue Alonso el que la descubrió. Allí entre los encajes de Flandes, había una carta. Ansioso, su padre la leyó.
–¿Qué dice? –preguntó el chico en un hilo de voz.
–Los han secuestrado. Piden un rescate –contestó Gonzalo en un susurro.
–¿Cómo han podido secuestrar a Aylynt, precisamente? –Alonso no lo acababa de entender, ella era ágil, fuerte, capaz de luchar mejor que muchos hombres…
–Láudano –respondió su padre tras llevarse el papel a la nariz–. La han neutralizado con láudano.
Gonzalo estuvo inspeccionando los alrededores durante un par de minutos, pero no encontró nada. A unos diez metros, en el muro que rodeaba la casa había una pequeña puerta que daba a un camino. Por allí habían entrado y se los habían llevado, pues estaba todavía un poco entreabierta. Salieron el padre y el hijo a tratar de rastrear alguna huella, pero había montones de ellas en confusión y no pudieron determinar nada. Una vez dentro de nuevo, Alonso se quedó mirando a su padre.
–¿Qué vamos a hacer? –preguntó el muchacho desmayadamente.
–Encontrarlos, por supuesto –dijo Gonzalo con rabia, mientras daba una patada al moisés y otra al sillón–. Necesito hablar con la tía.
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–¿Por qué no me dijiste lo de Ludovico, tía? Ha tenido que ser él. ¡Cree que me voy a quedar con su herencia, y piensa cobrársela por adelantado! –gritó enfadado a Eleonora en el despacho donde se habían reunido.
La tía estaba muy alterada, no paraba de retorcerse las manos y decir: “yo no sabía…”
–Aylynt nunca quiso venir. ¿Por qué no le hice caso? –se lamentaba Gonzalo.
Luego, se quedó mirando fijamente a la señora y le dijo que le diera el dinero para pagar el rescate.
–¡Pero, Gonzalo, es una cantidad monstruosa!
–Pídesela a Cosimo, si es necesario.
–No, no es eso….Habrá que ir a buscarla a Florencia, a la Tavola Medici –confesó compungida.
–Mientras me preparo, escribe la orden de tu puño y letra en un papel. Pasaré a recoger el dinero con Giuseppe –dijo Gonzalo inapelable–. Y ve intentando enterarte qué criado fue el que les dio la llave a los secuestradores. Han tenido ayuda desde dentro, eso es seguro.
Luego se dirigió rápidamente a su dormitorio, abrió el baúl que habían traído de España, manipuló uno de los laterales por el interior, y sacó media docena de shuriken, otra media de kunai, dos puñales tipo misericordia y dos espadas cortas de las llamadas vizcaínas. Además de un embozo negro. Lo repartió todo escondiéndolo por sus ropas y botas, y después se ató el cinturón y se colgó la espada. Se puso la capa y salió como una exhalación.
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La cabeza de Aylynt daba vueltas sin parar, o al menos eso le parecía a ella. ¿Dónde estaba? Con un gran esfuerzo, abrió los ojos. Al principio no vio nada, la envolvía la oscuridad más absoluta. Luego intentó enfocar un pequeño punto de luz que había empezado a aparecer en su campo de visión. ¡Era un ventanuco a tres metros de altura!
–Mami…mami…–la voz de Andrés la llamaba. Alguien le estiraba de la manga. Al fin se dio cuenta de que era verdad, su hijo estaba allí y la llamaba. Se incorporó y trató de ver al niño.
–Hombes malos…pegá mami nene –decía la criatura mientras se echaba a los brazos de su madre y la abrazaba.
De súbito, lo recordó todo. ¡Les habían secuestrado, al niño y a ella!
–¡Tesoro! ¿Estás bien? –le preguntó mientras lo apretaba contra ella sollozando.
–Bazo mal…–le contestó Andresito mientras se miraba apenado el brazo derecho con la cara llena de churretones de haber llorado.
Aylynt se lo tomó, lo expuso a la débil luz de la ventana y se lo observó atentamente; llevaba un oscuro hematoma en el antebrazo, pero por lo demás parecía que no había perdido movilidad y solo le dolía al tocar el sitio. Se lo debieron de hacer cuando lo arrancaron del caballito de madera para llevárselo. A ella le pusieron un trapo empapado en láudano en la nariz y en la boca desde su espalda, y prácticamente, ya no recordaba nada más. Se auscultó todo el cuerpo, pero solo se encontró moratones, como el niño. Podía moverlo todo y no le dolía nada en especial. Aunque eso podía ser por las mismas propiedades analgésicas de la droga.
Miró los rayos de sol que entraban por la ventana; lo hacían muy verticalmente, lo que indicaba que debían de estar en torno al mediodía.
Buscó en su antebrazo izquierdo, y allí, bien escondido entre las dos mangas, la de la camisa interior y la del vestido, encontró el pequeño cuchillo que siempre solía llevar. Se sintió mucho mejor enseguida. Hasta recobró gran parte de sus fuerzas. Ahora era cuestión de esperar pacientemente a que se diera la oportunidad…y estaba segura de que llegaría, porque a los hombres de aquella época no se les podía pasar por la imaginación que una mujer llevara un arma escondida y, aún menos, que supiera usarla tan bien como ella.
Dio una vuelta por el cuchitril, y no vio nada de interés; tenía una puerta de forja y madera y estaba totalmente vacío. Se colocó bien la capa, se sentó en el suelo con Andrés acurrucado entre sus brazos, y cerró la prenda por encima de los dos para protegerse del frío.
–Andrés, cariño, cuando vengan los hombres malos tú te esconderás en aquel rincón tan oscuro –se lo señaló–, y no hagas ni digas nada, ¿de acuerdo, tesoro?
–Sí. ¿Vendá papi buscanos? –preguntó la criatura compungida.
–Claro que sí, mi amor, claro que sí. Pero tú, veas lo que veas u oigas lo que oigas, no te muevas. Solo si te lo dice la mama –luego lo besó en la cabecita, y lo estrechó aún más contra ella.
Aylynt entró en el estado de alerta serena necesario para poder salir de aquella con vida. Porque por más que la invadieran las ganas de chillar al verse en esa tesitura y con el niño, eso no serviría de nada. Había que reservar las fuerzas, pues no se sabía cuando sería su próxima comida o bebida. Aunque sí se conmovió al ver lo bien que se estaba comportando Andrés, sin llorar, sin pedir nada, sin protestar.
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Gonzalo espoleaba al caballo camino de Florencia. A su lado cabalgaba Giuseppe. El hombre se sentía muy mal porque él era el encargado de la seguridad de la villa. No quería ni imaginar que les hubiera pasado algo irreversible a la señora Aylynt y al niño.
Llegaron en menos de media hora a la Tavola o Banco Medici de Florencia. El empleado se quedó espantado al leer la carta de doña Eleonora.
–Disculpen, pero tengo que ir a hablar con el director; ahora mismo no disponemos de semejante cantidad –dijo el hombre, tratando de aparentar una normalidad que, ciertamente, no sentía.
–Bueno, en realidad no necesitamos los veinte mil florines, con unos cinco mil bastará,… es que tía Eleonora es muy exagerada…–explicó Gonzalo al empleado sonriendo. Este hizo un gesto de evidente alivio.
–Bueno, esa ya es una cantidad más razonable…sí que disponemos de ella…aun así voy a hablar con el director –respondió el cajero.
Un par de minutos después, apareció el señor Fontani, gerente de la entidad, a interesarse por el asunto. Al ver a Giuseppe, se relajó un poco y trató de encarar el asunto poniendo buena cara.
–Así que quieren llevarse ahora mismo cinco mil florines. ¿Han traído un cofre para el traslado? –preguntó insidiosamente.
–No. Aunque hemos traído esta bolsa de cuero reforzado…–respondió Gonzalo, exasperado ya con tantas dilaciones.
–Bien, la probaremos, pero tengan en cuenta que serán unos…–hizo mentalmente la cuenta–,…diecisiete kilogramos de oro.
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Un cuarto de hora después, conseguían salir de la sucursal de la Banca Medici con los cinco mil florines de oro. Gonzalo los puso sobre el caballo y remprendieron la marcha.
–Señor Gonzalo, ¿cómo es que no lleva todo el rescate? ¿No piensa pagarlo? –preguntó Giuseppe.
–Verás, Giuseppe. Si de verdad es Ludovico, mucho me temo que no los va a soltar, le demos lo que le demos. Su maldad es superior a su inteligencia, por lo que me han contado.
–Entonces, ¿qué piensa hacer? –volvió a preguntar el hombre con extrañeza.
–Enterarme dónde los tienen retenidos y rescatarlos, claro está. Los cinco mil florines…son el señuelo.., nada más –repuso Gonzalo con total seguridad–. Aunque en casa no dije nada porque seguro que alguno de los criados está conchabado con los secuestradores. Tienen que seguir creyendo que vamos a darles los veinte mil.
El lugar de encuentro para el pago del rescate era la iglesia del Sancto Spirito. Antes, compraron tres sacos de cuero más y los llenaron de piedras, repartiendo por encima parte de los florines que les habían dado en el Banco. Y se dispusieron a hacer guardia hasta la hora de la entrega, las cinco de la tarde.
Pero nadie entró ni salió; era el centro del día y la gente estaba en sus casas comiendo. Cuando sonaron en la campana de la iglesia los tres cuartos de las cuatro, entraron y dejaron, debajo del altar de la capilla de San Stefano, –como ponía en la nota del rescate–, los cuatro sacos, bien ocultos entre los ropajes que vestía el ara. Luego salieron, doblaron la siguiente esquina y entraron en una tienda propiedad de unos amigos de Giuseppe y que tenía la fachada posterior frente a la iglesia. Gonzalo se vistió con un hábito de fraile, se caló el embozo y se dispusieron a otear disimuladamente por la ventana.
Ya hacía bastante rato que habían tocado las cinco cuando vieron acercarse a un par de hombres, que tras mirar cautelosamente a derecha e izquierda, entraron en la iglesia. Gonzalo y Giuseppe esperaron un momento más y salieron de la tienda. Mientras el italiano se quedaba en la puerta, de guardia, Gonzalo con la capucha calada y aspecto lento y piadoso, entró en el edificio.
Los dos maleantes estaban tan entusiasmados viendo los sacos supuestamente llenos de florines, –tan solo observaron un poco por encima de los cuatro bultos y se miraron con una sonrisa de maldad cuando divisaron el relumbre dorado–, que no se dieron cuenta de que Gonzalo estaba allí hasta que fue demasiado tarde.
Uno de ellos ni se enteró de que alguien desde atrás le atizaba un fuerte golpe en la cabeza, y cayó de bruces sobre las frías piedras del templo. Y el otro, cuando fue a reaccionar, también llegó tarde; ya Gonzalo le tenía puesta la espada en la garganta tras haberlo derribado al suelo.
–¿Dónde tenéis escondidos a la mujer y al niño? –preguntó Gonzalo con la voz grave y cavernosa de Águila Roja.
El delincuente se sonrió malvadamente y escupió en el suelo.
–No serviría de nada que te lo dijera, porque si no aparecemos antes de las seis con el dinero, los matarán.
–Yo de ti, hablaría…–le avisó el héroe.
La repugnante sonrisa del bandido se trocó en horror cuando vio que Gonzalo, de un tajo, le saltaba la oreja y ésta caía al suelo, mientras su cara se llenaba de sangre.
–¡Habla! ¡O te corto a pedazos, malnacido!