



11.
Lejos del palacio, en la Villa, las calles vacías iluminadas tenuemente por las antorchas colgadas de argollas aquí y allá, guardaban las vidas de aquellos que no disponían de más lujos que un techo dónde refugiarse y un plato de comida, aunque algunos tristemente ni de ello podían disfrutar. El suave resplandor que salía por las ventanas de esos hogares, eran lo único que evidenciaba que aquel lugar estaba habitado. Desde hace tiempo las calles no eran seguras. Cada día los robos y los ataques se contaban por docenas, por lo que nadie se aventuraba a salir una vez que la noche se cernía sobre ellos. Incluso las tabernas, otrora bulliciosas, cerraban sus puertas impidiendo que los lugareños ahogaran sus penas.
En uno de esos hogares una familia disfrutaba de la cena, mientras reían con las historias de uno de ellos. Satur había vuelto a recordar sus días como actor de teatro en la vieja Verona y armado con una cuchara a modo de espada, relataba con todo detalle una de aquellas tardes de capa y espada con más comedia que drama. El benjamín de la familia reía con todas sus fuerzas mientras la madre a su lado vigilaba que no derramara la sopa o golpeara la mesa en uno de sus arrebatos, sin dejar de sonreír ante las ocurrencias del que para ella era mucho más que un simple hombrecillo. Al otro lado de la mesa, dos muchachos reían y aplaudían, agradecidos de que por unos minutos las preocupaciones o los miedos fueran alejados de sus mentes.
- … Y así, de este modo, con mi arma presta para el combate, aunque ni pincha ni corta pero eso no importa, me lanzo contra aquel que osa detener mi camino. Tras un breve lance, servidor se alza victorioso, enfunda su fiel espada en la vaina que porta al cinto y con una cuidada reverencia, se postra ante su público, el cual agradecido por la diversión recibida no duda en unir sus manos para aplaudirle. Muchas gracias por su atención.
Cuatro pares de manos comienzan al tiempo a aplaudir mientras el orador realiza una tras otra divertidas reverencias.
- Gracias, muchas gracias. Si es que… con un público así… ¿quién quiere volver a las Italias esas?
Unos golpes en la puerta interrumpen su discurso.
- ¿A estas horas? ¿Quién puede ser? – El hombrecillo se encamina hacia la puerta para abrir el cerrojo. – ¡Catalina! Ya era hora mujer, iba a salir a buscarte, que la señora sino me cuelga.
- Anda Saturno… que tienes cada cosa. Déjame pasar que hoy estoy que muerdo. ¿Está mi hijo aquí?
- Si madre, Alonso me dijo que pasara a cenar con ellos.
Catalina se acercó hasta la mesa donde se encontraba su hijo junto con el resto de la familia.
- Cata, siéntate cariño, que vaya horas. Queda algo de sopa de Satur si quieres.
- No te preocupes Margarita, ya he cenado en palacio. Estaba más preocupada por este, que con la cabeza que tiene, me lo veía sin cenar. Tol día con sus dibujos.
- Madre. Que ya no soy ningún niño.
- Si ya lo sé hijo, pero reconoce que cuando te pones con tus dibujos y tus historias te olvidas del resto.
Alonso miró a su amigo y sonriendo le dio un par de palmadas en la espalda.
- En eso tiene toda la razón del mundo, Murillo.
El pequeño Gonzalo, que estaba escuchando todo con mucha atención, rodeo la mesa para acercarse a los dos jóvenes y sin dejar que el de pelo rizado contestara a su madre y a su amigo, comenzó a hablar a toda prisa.
- ¿A qué vas a enseñarme a dibujar? Me prometiste que lo harías.
- Te dije que lo intentaría. No todo el mundo es capaz de aprender.
- Pero yo quiero pintar como tú.
- Y me parece muy bien, pero tienes que entender que a lo mejor no lo consigues, y luego te enfadarías. Que te conozco.
Alonso veía cómo su amigo discutía con el pequeño, el cual se ponía bastante cabezota cuando quería conseguir algo. Por mucho que Murillo lo intentara, no conseguiría que el pequeño fuera un artista, no tenia paciencia. El niño no era capaz de aguantar mucho tiempo realizando una misma tarea. Así que decidió poner fin a la discusión. Sin levantarse de la silla se estiró hasta coger a su hermano y lo colocó sobre sus rodillas haciéndole reír.
- Anda ven aquí y deja a Murillo tranquilo un rato, que cuando te pones cabezón…
- Pero Alonso, que fue él el que me dijo que podía aprender.
- Y seguimos… Gonzalo, ya veremos. Ahora cálmate y déjales que estaban hablando ellos.
- Ya pero…
- Gonzalo…
Alonso no necesitó decir ni una palabra más. Simplemente miró a su hermano con las cejas levantadas, al igual que hacía tiempo atrás su padre, y el niño no volvió a protestar. Margarita observaba a los dos y no pudo evitar que su mente vagara hasta un recuerdo semejante. Solo que en ese momento los papeles estaban intercambiados, Alonso era el que recibía la regañina por alguna trastada y Gonzalo quien le intentaba hacer entrar en razón con mucha paciencia y algo de mano dura. En ese momento Gonzalo desvió la mirada desde su hijo para posarla sobre ella y pronunciar su nombre en un susurro.
- Margarita…
- Margarita…
- ¡Margarita!...
El susurro se convirtió en un grito que le hizo salir del recuerdo, ya no era la voz masculina, sino la de su amiga que la devolvió a la realidad.
- ¿Qué?
Sobresaltada se dio cuenta que no les había estado escuchando, y ahora todos la observaban fijamente.
- ¿Pasa algo tía?
- No, no, nada cielo. Lo siento Cata, no te escuchaba, continúa por favor.
- Chica últimamente estas más en los cerros de Úbeda que en la Villa. Pues eso, que la marquesa me tiene arta. No veas la que nos ha montado esta tarde. Y espérate, no te extrañe que mañana te monte alguna a ti también. Que menudas pulgas tenía, nos ha tirado toda la ropa por el santo suelo, y venga a decirnos de todo menos guapas. Vamos que me han dado unas ganas de arrearle una torta…
- Si sólo fuera una… Algo más que una torta bien dada se merece, a ver si así se le bajaban los aires de grandeza, que mucho se las da de noble pero de cuna… la misma que la mía.
- Di que sí Satur. Sólo espero que esta noche el Comisario la deje satisfecha y agotá para que mañana duerma hasta bien entrado el día. Aunque es más fácil que el que se agote sea él antes que esa bruja de…
- Cata… - Margarita le cortó suavemente con una mirada en dirección al pequeño que comenzaba a bostezar en los brazos de su hermano.
- En fin, mejor lo dejamos que ya he tenido bastante por hoy. Vamos hijo que se hace tarde. Buenas noches.
Ambos caminaron hacia la puerta acompañados de Margarita. Ya allí, Catalina puso una mano sobre el brazo de su amiga.
- ¿Todo bien? Que te he visto un momento algo perdida. Mira que esta mañana te lo he dejado bien claro.
- Todo bien Cata, voy a hacerte caso. Ya hablaremos.
- Muy bien. Que descanses. Mañana te paso a buscar, o mejor dicho, dentro de un rato, que con las horas que llevamos… Buenas noches cariño.
- Buenas noches Cata, y gracias por todo.
Margarita cerró la puerta y la atrancó por dentro. Toda precaución era poca en estos tiempos.
- Bueno… pues ya es tarde, así que usted pequeño aprendiz de pintor… ya debería estar en la cama.
- No tengo sueño.
- ¿Cómo que no tienes sueño? Si llevas un rato bostezando encima de mí y hasta te he visto dar algún cabezazo.
- Pero eso no significa que tenga sueño… - Sin poder evitarlo un nuevo bostezo se apoderó del pequeño mientras los presentes sonreían.
- Anda enano, vamos que te llevo a la cama.
Alonso se levantó con él en brazos y casi en la puerta del dormitorio el niño se revolvió.
- ¡Espera! Mama me prometió que me contaría un cuento
Satur y Margarita estaban terminando de recoger todo y ambos se miraron antes de volverse hacia los chicos que los esperaban en la puerta.
- Esta bien… aunque no debería, que ya es muy tarde.
Los tres entraron en la pequeña habitación y Alonso acostó a su hermano mientras le decía en voz baja.
- ¿Me dejas que me quede yo también?, hace mucho que a mi no me cuenta ninguno.
- Pero tú ya eres mayor, los cuentos son para los niños.
El gesto tan serio del niño hizo que los mayores no pudieran aguantar una pequeña risa. A veces parecía un adulto encerrado en un cuerpo pequeño.
- Cariño, los cuentos también pueden ser para los mayores, a veces nosotros también necesitamos que nos hagan viajar a otros lugares. Y a tú hermano siempre le gustaron antes de ir a dormir.
Eso pareció convencer al benjamín que le dejó un hueco en la pequeña cama, el cuál Alonso pronto ocupó. Margarita se sentó en el borde de la cama y mientras pensaba como comenzar también se les unió Satur sentado en el suelo y apoyado contra la pequeña mesita. Tres pares de ojos miraban a la morena esperando a que comenzara.
- Érase una vez, hace unos años, en esta misma Villa, sus habitantes pasaron de vivir felices y tranquilos a tener miedo de salir de sus casas. Por las noches se escuchaban extraños gritos en la oscuridad y algunas de esas personas, desaparecieron sin dejar rastro. Nadie sabía qué era lo que ocurría. Los guardias no conseguían detener a los malhechores y las familias pedían a gritos que alguien hiciera algo. Pero nadie se atrevía a poner fin a todo ello. Pero una noche… algo cambió.
“En la oscuridad, una mujer pedía ayuda a gritos, algo le perseguía, la gente estaba tan asustada que no le abrieron las puertas por mucho que a ellas llamara. Ya se iba a rendir y dejar que aquel que la seguía la alcanzara, sólo pensó en su familia que no sabían a dónde había ido. Cerró los ojos mientras sentía el aliento de un hombre cerca de su rostro, pero de pronto un movimiento de su ropa y un golpe sordo le hizo abrirlos de nuevo. Frente a ella pudo ver el hombre tirado en el suelo inmóvil. Miró a un lado y otro y no encontró nada que le indicara lo que acababa de ocurrir. Por el rabillo del ojo distinguió una sombra que parecía moverse subiendo por la pared hasta los tejados. La mujer fijó su vista en esa sombra y de pronto desapareció. Desde el tejado vio caer algo suavemente. Ella se apresuró hasta el lugar y tomó en sus manos aquello que la sombra dejaba a su paso. Se trataba de una pluma. Un pluma roja…”
- ¡Era el Águila Roja! – El pequeño Gonzalo, lejos de tener miedo ante el cuento que le estaba relatando, miraba a su madre con los ojos muy abiertos. - ¿A qué sí? Madre, dí que sí.
- Así es, hijo, la sombra era Águila Roja. – Sonriendo su madre le acarició la mejilla. – Veo que ya te sabes el cuento. Así que será mejor que lo dejemos.
- Noooo, no, sigue por favor. Es el que más me gusta.
- Esta bien. Veamos… Desde esa noche, la gente comenzó a sentirse más segura. Los robos y las desapariciones se estaban acabando y todo el mundo le daba las gracias al que se hacía llamar Águila Roja. Siempre que alguien se encontraba en peligro, aparecía, y al marcharse dejaba su pluma como sello.
- ¿Vosotros le conocisteis verdad? Alonso y tú, y Satur también.
- Sí, la verdad es que los tres tuvimos la gran suerte de conocerle. Tu hermano por ejemplo hablaba muchas noches con él.
- Jo, que suerte Alonso. Seguro que te contó y te enseñó muchas cosas. Pero nunca me has contado quién era.
- Porque eso nadie lo sabía, Gonzalo. Si la gente lo hubiera sabido podría ponerse en peligro.
- Alonso tiene razón. Siempre cubría su rostro. Sólo dejaba al descubierto los ojos, que hablaban mucho más que su boca. Aunque… en realidad… sí que alguien sabía quien era. – Margarita miro un instante a Satur. – Con el Águila siempre iba un hombre. Era su mejor compañero, su amigo… su hermano, y gracias a él, consiguieron salir victoriosos de muchos problemas. Incluso se cuenta que le salvó la vida en más de una ocasión arriesgando la suya propia. Sin duda, también fue un héroe. Sin llevar armas ni nada parecido, el postillón del Águila iba de un lado a otro siempre cerca del enmascarado.
- Sí, aunque muchas veces se las tenia que ingeniar para seguirle, que lo de ir saltando por los tejados… creo que no lo dominó muy bien. – Satur hizo un gesto al escuchar que le mencionaban, e incluso podría decirse que se emocionó.
- Madre… ¿y padre también le conoció?
Los tres adultos se miraron entre ellos unos segundos. Margarita esbozo una sonrisa y continuó hablando.
- Sí cariño. Tu padre también le conoció. La verdad es que fue la persona que mejor le conocía. – Sin poder evitarlo, sus ojos se empañaron, pero no dejó que las lágrimas afloraran.
- ¿Y eso por qué?
- Estas muy preguntón esta noche enano. ¿No crees que ya va siendo hora de dormir?
Margarita agradeció con un gesto a su sobrino el que interrumpiera al pequeño, de lo contrario no sabía cómo contestarle sin decirle demasiado.
- Es verdad. Ya basta, que luego no hay quién te levante. Venga, todos a la cama.
Satur y Alonso dieron un beso al pequeño y salieron de la habitación. Margarita le arropó y se inclinó sobre él para besarle.
- Madre… Padre… ¿era muy bueno, verdad?
- Lo era, el mejor. Y tanto tú, como Alonso, sois igualitos a él. Y ahora a dormir. Buenas noches mi vida.
La joven cogió la vela y salió de la habitación cerrando la puerta tras ella. Tanto Satur como Alonso ya se habían acostado, así que fue apagando las velas de la sala hasta entrar en su dormitorio. Allí se despojó de las pesadas ropas y se puso el camisón. Antes de meterse en la cama se acercó hasta la mesita dónde reposaba un viejo cofre de madera. Suavemente lo abrió y saco de su interior una pluma roja. Con ella en las manos se subió al lecho y se arropó con las mantas. Esta noche no se sentiría tan sola. Soplo la vela, cerró los ojos y comenzó a soñar…