Prólogo Viaje hacia Madrid
La joven de largos y enmarañados cabellos oscuros no paraba de mirar en derredor con sus ojos, del mismo color de su pelo. De cuando en cuando, hacían breves paradas para descansar y almorzar. Las noches eran lo peor. Por más que se esforzara en cerrar sus sentidos, no lograba quitarse los extraños ruidos del bosque de la cabeza. Cuando al fin dormía, tenía sueños intranquilos, y el sol no tardaba en aparecer por el este. Su único consuelo era que no estaba sola, y que ya apenas quedaban dos días de viaje. Entonces Marta dejó de caminar al percatarse de que su madre se había detenido unos metros más atrás. Dándose la vuelta, y no sin echar un suspiro, desanduvo algunos pasos. Su madre, Raquel Fernández, ya se había sentado a la sombra de un árbol y rebuscaba en su gran cesta algo para comer. El sol estaba en su punto más alto. Marta dejó sin mucho mimo en el suelo su equipaje, y se sentó al lado de su madre.
—Ten más cuidado con las cosas, hija —la reprendió su madre, mientras le alcanzaba un trozo de pan algo duro, y se disponía a rehacer su ya deshecho moño. Marta no le contestó, y cogió el pan mientras la observaba. Su madre tenía el pelo lacio, corto hasta poco más de los hombros y negro, salpicado ya por canas. Era una mujer de casi cuarenta años, con los ojos más claros que su hija, algo más baja que ella y con una barriga considerable. Vestía una falda verde oscura, un corsé rojo y una camisa blanca.
Marta, al contrario, tenía el pelo larguísimo hasta más de media espalda, los ojos más oscuros, era más alta que su madre y también más delgada. Vestía una falda negra junto a una camisa holgada roja y un pañuelo atado en la cabeza, también rojo.
Comieron en silencio, y después continuaron su camino hacia la Villa. La Villa de Madrid.
§§§
A las afueras de la Villa, en una gran y humilde casa, dos hermanos charlaban en el patio. La mujer era de unos cincuenta años, quizá más. Tenía el cabello color caoba, con algunas canas, y ojos marrones y amables. El hombre era más alto que ella, con el pelo negro, ojos oscuros y una incipiente barba.
—¿Cuándo llegarán tu mujer y tu hija, Alfonso? —preguntó la mujer, mientras echaba una ojeada a dos de sus sobrinos, que parecía se iban a pelear en cualquier momento.
El hombre, que tenía la mirada perdida en ninguna parte, pareció sobresaltarse al oír la pregunta de su hermana.
—No sé, hace una semana que partieron, deben estar próximas —contestó.
La mujer esbozó media sonrisa. Estaba deseando volver a ver a su sobrina, a la que no veía desde hacía mucho. En ese momento, María, hija de otro hermano de los dos, ya había pegado una colleja a su hermano menor, Daniel, para que le diera una pelota de trapo. La joven, morena de piel, con el pelo muy rizado y castaño hasta los hombros; y ojos miel, reía y se chuleaba. Daniel, de casi diez años, medio lloraba. Era un niño bajito y delgado, y muy activo. Tenía el cabello claro y los ojos marrones.
—¡Maríaaaaaaaaaa! —gritó Carmen, poniéndose en pie.