La empezó Anja_Scarletbird, que también propuso la idea, consistente en que alguien escribía un trozo de la historia, y otra persona, la primera que llegara o le apeteciera, la siguiera.
El resultado fue insólito, con inesperados giros en la trama que, sin embargo, poco a poco, iban cumpliendo nuestros más queridos sueños: Gonzalo se entera de que Lucrecia es la mala…, y no digo más para no quitar la emoción.

Las perpetradoras del experimento fuimos Anja, Sherezade, Mica y yo. Esperamos que os guste y lo paséis tan bien leyendo, como nosotras escribiéndola. Y si alguien se anima…., pues que la siga….
La pongo seguida, he intentado separar las diferentes partes, pero después de más de una hora de pelearme con el formato, el word, y el foro, no he podido. Y no me preguntéis quién ha escrito qué, porque no me acuerdo…¡como que a veces me cuesta reconocer lo que escribí yo misma!

Pues allá voy. ¿Quién se quiere poner en la piel del amo? (Anja dixit)
* * *
Un golpe en el pecho, seguido por una fuerte convulsión y un intento de doloroso trago de aire, consiguieron que moviese la cabeza unos milímetros.
Oí gritos, pero estaba lo suficientemente aturdido como para no prestarles atención. Oí que alguien gritaba mi nombre con desesperación, con desgarro, pero en ese momento no logré ubicar la voz.
Sentía dolor, mucho dolor; estaba completamente derrotado. Algo me ardía por debajo del hombro izquierdo; debía ser una herida muy grave para tenerme postrado así. A mí, que vestido de Águila no me detenía ni la misma muerte.
Otro golpe, otra convulsión y otra bocanada de aire llenó mi cuerpo. Entonces vi un niño. Un niño de pelo castaño revuelto y ojos vivos que me suplicaba que no me fuese. Alonso, quise gritar, no me iré. ¿Cómo voy a irme y dejarte solo, hijo mío? No, no podía irme, no podía dejar a ese chiquillo solo en el mundo; ya había perdido a su madre, no podía perderme a mi también. Su madre, Cristina. Sus ojos oscuros y dulces me miraron, pero por alguna razón que se me escapa aún ahora, no pude ver su rostro con claridad, tan solo una radiante sonrisa que me incitaba a abrir de nuevo los ojos.
Otro golpe. Pero ésta vez sentí el aire llegando a los pulmones; volví a respirar con normalidad. Gritos de alivio que gritaban “Gonzalo, Gonzalo”. Intenté abrir los ojos, pero los párpados me pesaban tanto que me di por vencido enseguida, algo que, por definición, no estaba en mi naturaleza. Así que volví a intentarlo, una y otra vez, hasta que mis pupilas se dejaron ver apenas un milímetro.
Percibí sombras entre mis pestañas, una nube negra alrededor de una mancha color carne. Intenté con todas mis fuerzas enfocar la mirada; sí, allí estaba… Quise gritar su nombre, decirle que no se preocupase más, que había vuelto. La desesperación coloreaba sus ojos, pero a los míos, toda ella brillaba con luz propia. Al contrario que Cristina, que parecía desvanecerse entre las sombras de mi subconsciente. Tenía una de mis manos entre las suyas, con los labios apoyados entre ellas mientras susurraba débilmente “no te vayas, no te vayas”. Un reguero de lágrimas rociaba su rostro moreno y mojaba nuestras manos entrelazadas.
-¡Amo, amo! ¿Ha visto usted ésa luz que dicen que se ve? –oí la voz de otra persona al otro lado de mi cabeza. Sátur, un ser que se había convertido en mi mano derecha.
Pero no pude prestarle atención, pues toda mi consciencia se volcaba en la expresión de mi cuñada Margarita que tornaba de las lágrimas de la desesperación a las del alivio. Intenté alzar el brazo izquierdo para acariciar su rostro, pero ella misma me lo impidió con una mano. Todavía sigo sin saber cuánto rato buceé en sus ojos, pero aunque en ese momento me parecieron años, ahora siento que sólo fueron segundos.
Cuando desperté, era de día. El techo era el de mi alcoba; estaba en casa. Sin embargo seguía sin poder mover el brazo izquierdo; un vistazo rápido me bastó para ver que lo habían inmovilizado a mi costado y que un par de vendas cruzaban mi pecho para mantenerlo en su posición.
Sentí una presión cálida y suave en mi mano derecha. Moví un poco los dedos para librarme de aquello, pero reaccionó acariciando mi piel.
-Tranquilo, tranquilo. Ya estás fuera de peligro, Gonzalo –dijo una voz desde allí.
Giré el cuello dolorosamente hacia la derecha, y lo que vi me dejó sin aliento. Margarita, mi cuñada, estaba arrodillada sobre unos cojines en el suelo, junto a la cama. Descansaba su cabeza sobre la colcha, a mi lado, y su mano sostenía la mía en un intento de reconfortarme de mi dolor. Su larga cascada de bucles negros se le desparramaba desordenadamente por la espalda.
-¿Margarita? –pronunciar su nombre fue algo mágico. Me sentí mejor-. No me digas que has dormido ahí toda la noche.
-Sí, Gonzalo –dijo con su dulce voz-. Tenía miedo de que te pasara algo mientras dormías. Juan dijo que podrías despertar con dolor y que era mejor que alguien se quedase contigo. Se iba a quedar Sátur, pero al final, me quedé yo.
-Anda –le dije con voz suave-. Ve a dormir un poco. Yo estaré bien. De verdad.
Se incorporó lentamente e hizo una mueca de dolor al volver a estirar las piernas. Me colocó las sábanas bien y comprobó que no tuviese fiebre, todo, intentando no mirarme a los ojos, como si se avergonzase de ello. Claro que, no debía ser fácil para ella cuidarme ahora que estaba prometida con Juan. Sobre todo teniendo en cuenta lo que habíamos sentido el uno por el otro hacía años.
-Margarita –la llamé cuando salía-. ¿Cómo está Alonso?
-Bien, están bien. Cuando despierte, le diré que venga a verte.
Salió del cuarto, y me derrumbé sobre los almohadones. Dolía, dolía mucho. Pero no estaba dispuesto a dejar que un balazo del Comisario terminase conmigo. Maldito Hernán. Llegaría el día en que luchase con él a muerte, y en que le ganase.
De todas formas, me dije, no dejaría que mi familia se preocupase más de lo necesario por mí. Si algo me dolía, me lo callaría como hacía siempre; no quería que ellos también sufriesen, no era necesario.
Y además, estaba Margarita. A pesar de todo, yo seguía sintiendo un amor inmenso por ella, aunque jamás me atreviese a confesárselo, y Juan lo sabía. No quería que él pensase que utilizaba las heridas para acercarme a Margarita, había que ser demasiado canalla.
(si os dais cuenta, empiezo con la escena cuando Gonzalo llega herido de muerte de las mazmorras reales al final de la primera temporada)
Sátur me sorprendió, unas horas más tarde, intentando levantarme de la cama. A pesar del dolor, no podía quedarme quieto; tenía cosas que hacer, tenía que darles clase a los niños, seguir con mis investigaciones …
-Pero, ¿adónde me va usted, amo? ¡Sí lo han dejao peor que a la Armada Invencible y aún quiere pasearse! Ande, ande, métase en la cama no vaya a ser que se le abra la herida y la líe peor que ayer. Descanse, que buena falta le hará.
-Sátur, que llevo toda la mañana aquí metido; no puedo estar más rato así –me quejé. La verdad es que eso de pasarse la mañana en cama, por muy enfermo que estuviese, no iba conmigo-. Anda, ayúdame a lavarme y a vestirme.
-No. No. No, usted se vuelve a esa cama como que yo me llamo Saturno García. Que han estado a punto de matarle, hombre de Dios.
Resignado, me senté en el borde de la cama. No tenía ganas de discutir, las mismas que de quedarme allí inmóvil. Me tumbé de nuevo con un sonoro suspiro y un pequeño quejido que esperé que Sátur no hubiese oído. No fue así, y se apresuró a colocarme bien los cojines para que el hombro derecho descansase cómodamente sobre ellos.
-Entonces, al ver que no volvía –comencé en voz baja-, ¿hiciste lo que te pedí? ¿Quemaste la guarida?
-Pues no, amo, no…Me iba a poner a ello justo cuando entró usted por la puerta… Anda que… menudo susto se llevó el pobre Alonsillo al verle así…
Le sonreí no sin esfuerzo. Ahora que me había intentado levantar, el dolor había regresado en todo su apogeo, y me costaba mantener a raya la expresión neutral que se reflejaba en mi rostro.
-No podía dejarlo solo, Sátur –le simplifiqué mis sentimientos-. Ni a ti, ni a Margarita… Por cierto, ¿no se habrá ido a trabajar? Después de haber pasado toda la noche casi en vela por mi culpa, debería descansar un poco.
-Eso le decía yo antes y no me quería hacer caso, amo… que usted mucho preocuparse por los demás, pero por sí mismo…ná de ná. Eso sí, ¡ya se podía haber quedado despiertito y disfrutaba del momento, hombre! Que todos los días no lo mira a uno dormir una mujer como Margarita…
-Anda, Sátur, no sigas por ahí… -le digo volviendo a sonreír con esfuerzo.
-Eso es porque le ha gustado despertarse y verla ahí, amo, que a mí no me engaña… ¡sí lo sabré yo!
No te lo negaré, pensé, pero no te lo voy a decir en voz alta. Me dolía bastante la cabeza, y estaba un poco aturdido, y como sabía que Sátur podía llegar a ponerse muy pesado con el tema, como el mismo decía, de hacer campaña a mi favor, me hundí de nuevo en los cojines y le dije:
-Creo que dormiré un poco más.
Sátur salió de la alcoba en cuanto me vio cerrar los ojos. La verdad es que incorporarme me había costado un gran esfuerzo que me había dejado exhausto. En cuanto estuve seguro de que Sátur no podía oírme, volví a intentarlo. Me incorporé lentamente en el lecho y eché los pies al suelo. Si había llegado a casa desde las mazmorras, bien podía recorrer metro y medio y sentarme en la silla de mi escritorio.
Había unos documentos que quería revisar, y ahora que ni Margarita ni Sátur iban a dejarme poner un pie en la calle, al menos en unos días, tenía tiempo de sobra. Pese al dolor de cabeza, abrí un cajoncito secreto bajo la parte central del tablero y extraje el dibujo que en su día Murillo había hecho de Cristina. En ese instante recordé lo borroso que se me había aparecido su rostro cuando estaba delirando. Y como había brillado Margarita.
Observé sus rasgos suaves y dulces bajo la luz que me ofrecía la vela. Deslicé un dedo por sus pómulos; recordaba su tacto suave, pero a la vez me parecía tan distante… Y sin embargo, ya no me resultaba doloroso pensar en ella. Triste sí, habíamos compartido mucho juntos, pero mi corazón se estaba recuperando de su pérdida. Irónicamente, a causa de su hermana. Estaba seguro que era Margarita y lo que sentía por ella lo que me animaba a seguir adelante, pero desde el principio; la verdad es que lamentaba haber sido tan duro con ella cuando llegó de Sevilla. A pesar de los años, había seguido sintiendo rencor hacia ella cuando sólo había venido a ayudarme a hacerme cargo de Alonso. Había sido muy injusto con ella, y ahora lo lamentaba.
Al ir a dejar el retrato sobre la mesa, éste, sin querer, rozó la llama de la vela y comenzó a chamuscarse por la parte superior.
-¡No! –exclamé palmoteando sobre el papel con la mano sana. Lo agité en el aire y examiné la zona chamuscada para comprobar que no había sufrido daños.
Fue entonces cuando vi aparecer unas líneas por la parte de atrás; giré la hoja y observé como ante mis ojos, se formaban unas palabras.
-¡Sátur! –exclamé en dirección a la puerta-. ¡Sátur!
¡Dios mío! Era una lista de nombres de la gente más poderosa y rica del reino. “Marqués de la Ensenada”, “Duque de Lerma”, “Conde de Medina-Sidonia”, “Marquesa de Santillana”… ¡no podía ser! Por momentos apenas pude pensar ante semejante revelación: ¡Lucrecia formaba parte de la Logia, que había asesinado a Cristina!
En aquel momento llegó Sátur.
-Amo, ¿qué le pasa? Está usted más blanco que un cirio, ¿qué ha pasado?
-Sátur… -empecé a decir con voz trémula-…Lucrecia está en la lista de la Logia del libro del capitán Rodrigo…
Sátur abrió los ojos impactado por la noticia.
-¿La marquesa forma parte de la conjura para matar al rey? ¿Cómo puede ser eso?
Yo mismo no me lo podía creer, por más que me lo repetía… Y de alguna manera Lucrecia también era responsable de la muerte de Cristina. Di un respingo y sentí un pinchazo atroz en la herida. La rabia empezó a subir burbujeante por mi pecho y me puse en pie en un brusco movimiento.
-¡Pero amo!, ¿qué hace usted? ¿Adónde va? ¡Usted no puede moverse de aquí en las condiciones en las que está!
-Me voy al palacio de la marquesa. Tengo que saber si esto es verdad, necesito saberlo –la ira me embargaba y me cegaba, pero también me daba fuerzas. Donde antes me parecía imposible levantarme de la silla, ahora me veía capaz de montar a caballo para tratar de llegar cuanto antes al palacio de Lucrecia. Me encaminé hacia la cuadra, a la vez que Sátur me seguía gritando y lanzando juramentos. Pero yo no era capaz de razonar. Empecé a sentir que me invadían oleadas de un odio gigantesco, mientras todo mi ser reclamaba venganza. Subí al caballo y salí de casa.
No sabía si me dolía más la herida física del pecho, o la herida del alma. Lucrecia formaba parte de la Logia… Yo siempre había creído y confiado en ella. Cierto que, en ocasiones, me había resultado desconcertante su actitud, pero jamás pude llegar a imaginar que estuviera con esa gentuza. Los principales nobles del reino, que en su afán por deshacerse del rey, se habían llevado por delante a tantos inocentes, como a… Cristina. Más que su muerte en sí, lo que me corroía por dentro era la inutilidad y estupidez de la misma. ¡Si yo no me hubiera entretenido en la taberna…! Pero de nada servía culparse, lo único que quedaba por hacer era encontrar a los responsables y hacerles pagar por ello. Aunque fuera Lucrecia…
Llegué al palacio y en medio de terribles punzadas en la herida y de una debilidad delirante que me consumía por momentos, logré desmontar y acercarme a la puerta. La criada que me abrió se quedó asombrada mirándome.
-¡Señor Montalvo! ¿Qué le ha sucedido?
Mal vestido, con apenas los pantalones y las botas, el vendaje asomando por debajo de la camisa, la cara congestionada por el esfuerzo de montar a caballo, el pelo sudado pegado a las sienes, y el brazo izquierdo en cabestrillo, debía de dar bastante mala impresión.
-Necesito ver a Lucrecia inmediatamen… –mi voz se quebró al final por el esfuerzo, y durante unos momentos, sentí que todo daba vueltas. Pero conseguí rehacerme y me quedé mirando fijamente a la sirvienta, que, angustiada, asintió y dando media vuelta, se internó en palacio para ir a buscar a su dueña. Yo traspasé el umbral, y empecé a avanzar por los magníficamente decorados pasillos de la casa de la marquesa. El dolor me hacía ir encorvado y con la cabeza agachada. Y cual no sería mi sorpresa cuando al llegar a la salita de Lucrecia, vi aparecer ante mis ojos, en las baldosas del suelo, el símbolo de la Logia…. Era cierto pues, ¡Lucrecia pertenecía a esa hermandad maldita!
En ese momento, apareció una melosa y preocupada Lucrecia.
-¡Gonzalo! ¡Qué alegría tenerte por aquí! Pero… ¿qué te ha pasado?
A duras penas pude levantar la vista, y la miré con una mezcla de odio, incredulidad y dolor…
El cuerpo de Gonzalo cayó al suelo.
-¡Gonzalo! ¡Rápido, venid todos a ayudarme! ¡Gonzalo se ha desmayado! Lo llevaremos a mi alcoba, que es la más cercana.